lunes, octubre 30, 2006

Capítulo VII

BIFURCACIONES

…tres veces de Aquilón el soplo airado.[1]

– Las tres. –, dijo.

– ¿También las oís?

– ¿Me creíais ya muerto? Pero no mido el tiempo según campanas. Aunque a veces son precisas.

– ¿Hay iglesia cerca?

– No sé si iglesia, pero hay curas, que para el caso es lo mismo. Se creen que porque marcan el tiempo pueden medirlo.

– ¿Decís entonces que hay cristianos al norte?

– Sí, cristianos al norte; y cuanto más al norte más cristianos. Ésa era una hierba que no crecía en otro tiempo en estas tierras. Éstos de las campanas ya plantaron su cruz hace tres años. No es gente de temer, si no ya los habríamos arrancado de raíz; no os quepa la menor duda: ya lo hemos hecho otras veces.

– ¿No sois cristiano vos mismo?

– Tan cristiano como un aborigen: me los comería crudos.

– ¡Dios mío! ¿Sois también caníbal?

– Por favor, caballero: es un decir. De ser así, de vos no quedarían ni los huesos. Tampoco lo son los aborígenes. No hay caníbales en las cercanías.

– Sin embargo, se dice que a Solís

– Patrañas. Si naufragaron, se perdieron y no volvieron, es porque se mataron y se comieron entre ellos. Alguno habrá vuelto y habrá contado esa mentira: pues desconfiad de ése; ése es el asesino, ése el antropófago. Hasta hay aborígenes tan cristianos como los vuestros.

– Volvéis a vuestras paradojas.

– Y vos volvéis a equivocaros: no hay paradoja, es realidad. Si cristiano es el que adora a Cristo y teme a Dios en su misma persona, entonces es también cristiano el aborigen que tiembla con veneración ante los estruendos y los caballos y que fascinado por esas campanas y la música que oye algunas noches se prosterna ante la cruz. Pero yo sé guardarme muy bien de las sirenas y ya he tenido el gusto de conocer esas campanas y esas armas. Y no les tengo ningún miedo.

– Ya decíais que no era gente de temer. Tal vez si se trata de quienes creo os podría asegurar que es gente pacífica y cristiana, en el sentido en el que yo comprendo el término.

– Es gente pacífica, os lo concedo; tal vez porque los regentea una mujer o tal vez a pesar de eso. Y usan sólo las armas para cazar y en ese sentido podría decirse que son algo cristianos. Pero no iniciemos otra vez una discusión teológica en la que no llegaremos a ningún acuerdo. Os mostrabais interesado por quienes hacen sonar las campanas.

– Tal vez sea el lugar que buscaba. ¿No suenan río arriba?

– A tres leguas. ¿Es adónde ibais?

– Allí debo ir, pero…

– Yo mismo contaba con que os dirigieseis allí. ¿Qué os retiene? Ya hace casi tres meses…

– Caballero, vuestra salud…, vuestra vida…

– Oh, no voy a morir tan pronto como suponéis…

– Sin embargo… ¿Por qué no venís conmigo?

– Oh no, prefiero seguir ocultándome.

– Pero, ¿por qué os ocultáis tan cerca?

– Porque espero. Ayudadme a sentarme y alcanzadme la pipa.

– ¿No pensasteis jamás en que podríais esperar en vano?

– Aun muerto tendré esperanzas.

– Pues bien. ¿Habíais dicho que vuestro amigo el florentino se llamaba Vespucci?

– Decía ser florentino, decía llamarse Vespucci y decía ser mi amigo.

– ¿No decía también llamarse Amerigo?

– Así decía llamarse.

– Pues bien: ha muerto; hace años que ha muerto: mucho antes de que yo mismo naciera.

– Ya lo volveréis a encontrar en la historia llamándose Diego García o llevando cualquier otro nombre altisonante…

– Hay veces que no os comprendo.

– ¿Me habéis comprendido alguna?

– No os entiendo ahora.

– No me entendéis nunca, caballero. Siempre creéis haber hallado la respuesta antes de haberos formulado la pregunta y eso os lleva a conclusiones erróneas o disparatadas. No hay buenas respuestas, sólo existen las buenas preguntas. La verdad más cercana es siempre una pregunta, que lleva a otra pregunta, que lleva a otra…

– ¿Qué es lo que no he sabido preguntar?

– Nada.

– ¿Qué esperáis que os pregunte, entonces?

– Tampoco nada. Pero no hablo de trivialidades. Me estoy refiriendo a vuestro modo de ver las cosas. ¿No tenéis acaso vuestro propio enigma para resolver? ¿Por qué os ocupáis entonces tratando de descifrar otros que os distraen del vuestro? Por favor, jovencito, no hagáis que pierda las esperanzas que incluso he puesto en vos mismo.

– Disculpadme, caballero. No creía ofenderos.

– No me habéis ofendido. Era sólo una observación. Pero dormid. No os preocupéis por mí. Os necesito descansado en la mañana. ¿Dónde está mi hija?

– ¿Vuestra hija? ¡Estúpido de mí! ¿La muchacha es vuestra hija?

– ¿Qué creíais, jovencito?

– Por Dios, yo la creía vuestra esposa.

– Y aun creyéndola mi esposa la mirabais así, caballero.

– ¿Qué insinuáis?

– Nada insinúo, jovencito. Pero olvidadlo… Sí, ella es mi hija, mi más amada hija, la menor de todas. Otras nueve veces antes engendré en nueve mujeres diferentes en nueve lugares distintos de esta misma tierra. Pero preferí entre todas a su madre, que murió al darla a luz y desde entonces ha sido ella, inspirada de una fortaleza celestial, el primoroso espíritu que como un querubín me ha ayudado a preservarme. Y sin embargo, aunque voy a extrañarla, ha llegado el momento de liberarla. ¿Me oís?

– Os escucho, caballero.

– Cuento con vos para ello. Voy a morir, lo sé; pero tal vez no tan pronto. Quiero saber qué ha sido de mi descendencia y debo partir. Y quiero confiaros mi más preciosa joya. ¿Me oís?

– Os escucho.

– Ya parece inevitable que el cristianismo eche a perder este Edén; si no se ha comido aún la manzana es porque no la ha sabido encontrar, pero de a poco irá contribuyendo a que se pudra. Pocos son los que respetan la vida y en mucho menos tienen la de los aborígenes. Sin mí, mi hija correría un gran riesgo y quiero protegerla. Por eso os decía hoy que extrañamente esta gente que buscáis es pacífica. Llevadla con vos hasta allí y procurad que se eduque en las costumbres europeas. No es que las prefiera; ya os he manifestado lo que pienso del cristianismo; pero ningún mal hay en disfrazarse para preservar la vida: es lo que hace el mundo. Partiréis en la mañana y os acompañarán las mujeres. También he de partir temprano y necesito a los hombres. ¿Puedo confiar en vos?

– Contad conmigo. Pero vos…

– No es eso todo. Hay más: me llevaré vuestro caballo, ¿os incomoda? Antes de que termine el verano os lo devolveré sano y salvo.

– Contad con él.

– Y hay un tercer favor que os pido, del que dependen los otros. Caballero, consentidme este capricho: va mi vida en ello.

– Decid.

– Ese anillo que guardáis con tanto celo… Quisiera verlo, que me permitáis tenerlo en mis manos por un rato. Os lo devolvería luego.

– Caballero…

– Pensadlo, joven. Id a dormir ahora y lo hablaremos en la mañana. ¿Duerme mi hija?

– Estoy aquí, padre…

– Oh, aparición delicada, mi primoroso espíritu.

– Y os escuchaba con atención.

– ¡Oh, maravilla!, ¿eres o no una doncella?

– No soy maravilla, pero sí doncella.

– Id a dormir, caballero. Os necesito descansado en la mañana.

Nuestro héroe se fue a acostar y dejó que padre e hija se despidieran. Seguía soplando el viento norte.

Al rayar el alba, el mismo joven le tendió el anillo. El viejo lo tomó en sus manos y lo estudió parsimoniosamente, recorriendo con una espina los más ínfimos detalles de la orfebrería.

– ¡Extraordinario! En un momento creí que podía tratarse de uno que perdí hace tiempo. Pero no; estaba equivocado. Tomad, os lo devuelvo. Seguid guardándolo con la misma diligencia. Ha llegado el momento de decir hasta luego. No habléis a nadie de mí. Volveré antes de que termine el verano. Y si no vuelvo…

– ¿Entonces?

– Volveré. Cuidad de las mujeres y proteged sobre todo a mi hija. Pensad en ella como en una esposa. O como en una hermana. Adiós.

Y el silbido del viejo, la llegada de Quirón, trepar de un salto, salir al galope y desaparecer en lontananza fue sólo cuestión de segundos.

*****



[1] Falta una hoja en el manuscrito. Hemos de suponer que estamos a principios de septiembre. Por lo demás, véase la nota 2.

Capítulo VII

BIFURCACIONES

…tres veces de Aquilón el soplo airado.[1]

– Las tres. –, dijo.

– ¿También las oís?

– ¿Me creíais ya muerto? Pero no mido el tiempo según campanas. Aunque a veces son precisas.

– ¿Hay iglesia cerca?

– No sé si iglesia, pero hay curas, que para el caso es lo mismo. Se creen que porque marcan el tiempo pueden medirlo.

– ¿Decís entonces que hay cristianos al norte?

– Sí, cristianos al norte; y cuanto más al norte más cristianos. Ésa era una hierba que no crecía en otro tiempo en estas tierras. Éstos de las campanas ya plantaron su cruz hace tres años. No es gente de temer, si no ya los habríamos arrancado de raíz; no os quepa la menor duda: ya lo hemos hecho otras veces.

– ¿No sois cristiano vos mismo?

– Tan cristiano como un aborigen: me los comería crudos.

– ¡Dios mío! ¿Sois también caníbal?

– Por favor, caballero: es un decir. De ser así, de vos no quedarían ni los huesos. Tampoco lo son los aborígenes. No hay caníbales en las cercanías.

– Sin embargo, se dice que a Solís

– Patrañas. Si naufragaron, se perdieron y no volvieron, es porque se mataron y se comieron entre ellos. Alguno habrá vuelto y habrá contado esa mentira: pues desconfiad de ése; ése es el asesino, ése el antropófago. Hasta hay aborígenes tan cristianos como los vuestros.

– Volvéis a vuestras paradojas.

– Y vos volvéis a equivocaros: no hay paradoja, es realidad. Si cristiano es el que adora a Cristo y teme a Dios en su misma persona, entonces es también cristiano el aborigen que tiembla con veneración ante los estruendos y los caballos y que fascinado por esas campanas y la música que oye algunas noches se prosterna ante la cruz. Pero yo sé guardarme muy bien de las sirenas y ya he tenido el gusto de conocer esas campanas y esas armas. Y no les tengo ningún miedo.

– Ya decíais que no era gente de temer. Tal vez si se trata de quienes creo os podría asegurar que es gente pacífica y cristiana, en el sentido en el que yo comprendo el término.

– Es gente pacífica, os lo concedo; tal vez porque los regentea una mujer o tal vez a pesar de eso. Y usan sólo las armas para cazar y en ese sentido podría decirse que son algo cristianos. Pero no iniciemos otra vez una discusión teológica en la que no llegaremos a ningún acuerdo. Os mostrabais interesado por quienes hacen sonar las campanas.

– Tal vez sea el lugar que buscaba. ¿No suenan río arriba?

– A tres leguas. ¿Es adónde ibais?

– Allí debo ir, pero…

– Yo mismo contaba con que os dirigieseis allí. ¿Qué os retiene? Ya hace casi tres meses…

– Caballero, vuestra salud…, vuestra vida…

– Oh, no voy a morir tan pronto como suponéis…

– Sin embargo… ¿Por qué no venís conmigo?

– Oh no, prefiero seguir ocultándome.

– Pero, ¿por qué os ocultáis tan cerca?

– Porque espero. Ayudadme a sentarme y alcanzadme la pipa.

– ¿No pensasteis jamás en que podríais esperar en vano?

– Aun muerto tendré esperanzas.

– Pues bien. ¿Habíais dicho que vuestro amigo el florentino se llamaba Vespucci?

– Decía ser florentino, decía llamarse Vespucci y decía ser mi amigo.

– ¿No decía también llamarse Amerigo?

– Así decía llamarse.

– Pues bien: ha muerto; hace años que ha muerto: mucho antes de que yo mismo naciera.

– Ya lo volveréis a encontrar en la historia llamándose Diego García o llevando cualquier otro nombre altisonante…

– Hay veces que no os comprendo.

– ¿Me habéis comprendido alguna?

– No os entiendo ahora.

– No me entendéis nunca, caballero. Siempre creéis haber hallado la respuesta antes de haberos formulado la pregunta y eso os lleva a conclusiones erróneas o disparatadas. No hay buenas respuestas, sólo existen las buenas preguntas. La verdad más cercana es siempre una pregunta, que lleva a otra pregunta, que lleva a otra…

– ¿Qué es lo que no he sabido preguntar?

– Nada.

– ¿Qué esperáis que os pregunte, entonces?

– Tampoco nada. Pero no hablo de trivialidades. Me estoy refiriendo a vuestro modo de ver las cosas. ¿No tenéis acaso vuestro propio enigma para resolver? ¿Por qué os ocupáis entonces tratando de descifrar otros que os distraen del vuestro? Por favor, jovencito, no hagáis que pierda las esperanzas que incluso he puesto en vos mismo.

– Disculpadme, caballero. No creía ofenderos.

– No me habéis ofendido. Era sólo una observación. Pero dormid. No os preocupéis por mí. Os necesito descansado en la mañana. ¿Dónde está mi hija?

– ¿Vuestra hija? ¡Estúpido de mí! ¿La muchacha es vuestra hija?

– ¿Qué creíais, jovencito?

– Por Dios, yo la creía vuestra esposa.

– Y aun creyéndola mi esposa la mirabais así, caballero.

– ¿Qué insinuáis?

– Nada insinúo, jovencito. Pero olvidadlo… Sí, ella es mi hija, mi más amada hija, la menor de todas. Otras nueve veces antes engendré en nueve mujeres diferentes en nueve lugares distintos de esta misma tierra. Pero preferí entre todas a su madre, que murió al darla a luz y desde entonces ha sido ella, inspirada de una fortaleza celestial, el primoroso espíritu que como un querubín me ha ayudado a preservarme. Y sin embargo, aunque voy a extrañarla, ha llegado el momento de liberarla. ¿Me oís?

– Os escucho, caballero.

– Cuento con vos para ello. Voy a morir, lo sé; pero tal vez no tan pronto. Quiero saber qué ha sido de mi descendencia y debo partir. Y quiero confiaros mi más preciosa joya. ¿Me oís?

– Os escucho.

– Ya parece inevitable que el cristianismo eche a perder este Edén; si no se ha comido aún la manzana es porque no la ha sabido encontrar, pero de a poco irá contribuyendo a que se pudra. Pocos son los que respetan la vida y en mucho menos tienen la de los aborígenes. Sin mí, mi hija correría un gran riesgo y quiero protegerla. Por eso os decía hoy que extrañamente esta gente que buscáis es pacífica. Llevadla con vos hasta allí y procurad que se eduque en las costumbres europeas. No es que las prefiera; ya os he manifestado lo que pienso del cristianismo; pero ningún mal hay en disfrazarse para preservar la vida: es lo que hace el mundo. Partiréis en la mañana y os acompañarán las mujeres. También he de partir temprano y necesito a los hombres. ¿Puedo confiar en vos?

– Contad conmigo. Pero vos…

– No es eso todo. Hay más: me llevaré vuestro caballo, ¿os incomoda? Antes de que termine el verano os lo devolveré sano y salvo.

– Contad con él.

– Y hay un tercer favor que os pido, del que dependen los otros. Caballero, consentidme este capricho: va mi vida en ello.

– Decid.

– Ese anillo que guardáis con tanto celo… Quisiera verlo, que me permitáis tenerlo en mis manos por un rato. Os lo devolvería luego.

– Caballero…

– Pensadlo, joven. Id a dormir ahora y lo hablaremos en la mañana. ¿Duerme mi hija?

– Estoy aquí, padre…

– Oh, aparición delicada, mi primoroso espíritu.

– Y os escuchaba con atención.

– ¡Oh, maravilla!, ¿eres o no una doncella?

– No soy maravilla, pero sí doncella.

– Id a dormir, caballero. Os necesito descansado en la mañana.

Nuestro héroe se fue a acostar y dejó que padre e hija se despidieran. Seguía soplando el viento norte.

Al rayar el alba, el mismo joven le tendió el anillo. El viejo lo tomó en sus manos y lo estudió parsimoniosamente, recorriendo con una espina los más ínfimos detalles de la orfebrería.

– ¡Extraordinario! En un momento creí que podía tratarse de uno que perdí hace tiempo. Pero no; estaba equivocado. Tomad, os lo devuelvo. Seguid guardándolo con la misma diligencia. Ha llegado el momento de decir hasta luego. No habléis a nadie de mí. Volveré antes de que termine el verano. Y si no vuelvo…

– ¿Entonces?

– Volveré. Cuidad de las mujeres y proteged sobre todo a mi hija. Pensad en ella como en una esposa. O como en una hermana. Adiós.

Y el silbido del viejo, la llegada de Quirón, trepar de un salto, salir al galope y desaparecer en lontananza fue sólo cuestión de segundos.

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[1] Falta una hoja en el manuscrito. Hemos de suponer que estamos a principios de septiembre. Por lo demás, véase la nota 2.

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