jueves, marzo 29, 2007

Capítulo XXIV

INVASIÓN

Y entonces descubrieron que el agua también era hermosa.

A caballo, de por medio la lozanía del día que acaba de dar a luz, parto infructuoso, deslucido por las nubes que amenazan el cielo, Simón de Montresor, ofuscado y nervioso, arriba, río abajo, a la colonia malograda de los últimos días del tiempo, nuestra época, la cotidiana repetición del ciclo de las majestades. Lo arrecian las flechas y los dardos aguzados, puesto que se trata, bien lo sabe él, de una batalla. Quizá la única, pero sin duda la última y definitiva.

–Es el caballo de mi padre.

La voz de la mestiza, bella, dulce, argentina, si bien guerrera y amazónica, no se deja velar por los truenos circundantes ni por el ímpetu de los arcabuces, mosquetes, escopetas y pistoletes que se escuchan en la costa. Dado que ahora la lluvia es de fuego, ella hace un gesto delicado con su brazo. Un par de indios que sólo aguardan la imperceptible señal se internan en la espesura a la carrera.

–Era tu corcel, guapa negra anochecida, porque ahora, junto con todo lo que lo rodea, es mío.

–¡Maldito impostor! –ruge el joven que debió llevar los estandartes de héroe de la historia.

–¿Habrás de ser Estebanillo?

–No os importa.

–Pues sí, sí que me importa, dado que a partir de este momento eres mi esclavo.

Una saeta iluminada cruzó el espacio del diálogo. Simón de Montresor se inclinó, no sin permitirse una mueca de desprecio.

–Ardides de salvajes. ¿Te atreves a desafiar al adelantado de Su Santidad?

–Tendréis que demostrarlo sobre el campo de batalla. Vuestra espada, caballero.

–¿Mi espada? ¿Acaso piensas que soy tan torpe como para batirme a duelo cuando tengo a la escuadra de Carlos V a la espera de mis órdenes en la ribera? Yo no diría mi espada, sino la vuestra, esa sí que me interesa, aunque más que ella misma, lo que contiene.

–Sois un cobarde.

–Y sí, a qué mentir. Pero sólo los cobardes permanecemos con vida, no lo olvides. Dame la espada, y a otra cosa.

–Jamás. Antes moriré.

–Por tanto muere.

Montresor, fementido, desenvainó rápido cual serpiente y arrojó, con una fuerza que difícilmente podríamos haberle supuesto antes, su espada sobre el pecho del joven, quien se agachó a tiempo y esquivó el golpe.

–Ahora me toca a mí –exclamó Esteban e intentó hacer una celada mortal, que le había sido enseñada por Narváez (“No uséis de ella, niño, si no estáis seguro de querer matar a vuestro adversario, puesto que es infalible”), pero en el momento en que su pierna izquierda producía el movimiento del oso, tendiente al engaño y a la consecuente irrupción del golpe del brazo derecho, otro personaje, soltando una risita atroz y decrépita, achacosa, decadente, desvencijada y sardónica, lo tomó por detrás y le arrebató el arma, aumentando a medida que lo hacía el tono de su voz y de su risa, ya a estas alturas franca carcajada.

–Ya te tengo.–dijo el Mestizo.

–Pues entonces no me sueltes.–añadió el joven.– Puesto que si lo hacéis os partiré la testera en dos.

–Vaya ínfulas que tienes, pendejo[1].

–¿Qué hacemos con él? –preguntó Montresor.

–¿Qué os parece despellejarlo, Monseñor?

–¿Monseñor?

–Cardenal.

–¿Cardenal?

–Cardenal de las tierras de Ultramar, que vosotros usurpáis con esta colonia pestífera. Dime, joven, ¿dónde están las dos putas ?

–No entiendo a quién os referís.

–Vamos, escuché a la nativa en un claro español, así que debe andar por aquí. ¿Y la otra? ¿La duquesa?

–No conozco a nadie, ni siquiera a mí mismo.

–Ya hablará, Montresor, démosle un poco de tiempo, aunque para que no se aburra, también un poco de suplicio.

La mestiza, oculta tras la maleza a veinte pasos de allí, había escuchado todo. No tenía demasiado tiempo para resolver por sí misma la situación, ni siquiera para avisarle a la duquesa quien, por otra parte, gustosa caería en manos de los conquistadores. Se preguntó qué podía hacer para salvar a su joven esposo, al futuro padre de su futuro hijo.

–No os olvidéis, mi bien, que la carta no es la comarca. –susurró una voz en su conciencia, que al fin y al cabo no era más que su propia voz, aunque parecía la de su padre.– Todo lo sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado. Aún en la inmensidad, en la dureza de la apariencia total de una vanguardia guerrera, aun frente a un ejército sediento de sangre, un hombre, uno solo, con la suficiente astucia, puede derrotar al caos y sumirlo a sus pies. Todas las cosas engañan y más que nada las que relucen. Ahí los tenéis, ellos son dos traidores, desconfían mutuamente el uno del otro, y a su servicio no tienen sino una flota que arde en deseos de expandir su violencia, sea como fuere. Pues hay que usarlos, como trastes estropeados para que produzcan lo que la Providencia ha querido que produjeran. No desesperéis, puesto que el más insensato de los bandos es, siempre y por definición, el de los enemigos.

–¿Pero y sus armas?

–El signo no es la cosa ni la llanura el mundo. Hemos de preservarnos para preservarte, mas por lo pronto huid hacia el río.

–Ahí están los barcos.

–Que pueden naufragar.

–Matarán a Esteban.

–No, más aún cuando comprueben que la espada que le han arrebatado es la tuya y no la suya.

–¿Dónde está la suya?

–Donde reposa la furia: en tu puño. Él las cambió. Imagínate que no permitiría que te casaras con un imbécil.

La posibilidad implica al rescate, el misterio al sosiego, la duda a la jactancia. En algún lugar de la inmediatez de los entes yace el aprendizaje cierta vez realizado con su verdadero maestro, pues ella no es más que el discípulo privilegiado del amor. Como todos, condenado a la persuasión, a la seducción, al íntimo contacto con la realidad física de los organismos.

Y entonces, pues, ¿por dónde comenzar?

¿Cómo batallar contra los gigantes foráneos que invaden el mundo nuevo –no segundo ni tercero– sino naciente y esplendoroso bajo la ajada mano de Dios? Cinco barcos, ¿galeotes, buques, bajeles, navíos?, contó a la distancia. Nunca había estado sobre la cubierta de uno de esos Leviatanes, aunque podía asociar en su memoria cada una de los signos que nominaban sus partes. ¿Eran sus recuerdos o los de su padre? ¿Su sangre buscaba el umbral de su estirpe? ¿La médula de su hijo? ¿Medula que habrá de arder gloriosamente? No lo sabía, mas se escuchaba salmodiar, alharaca de indiada, bullicio de aborigen o filtración indeseada de palabras nacidas en otro mundo y en otra historia: popa, proa, casco, pecio, roda, codaste, quilla, cuaderna, timón, tilla, babor, estribor, camarote, bodega, mástil, palo, verga, vela, escota, remo, espadilla, escálamo, zagual, canalete, ancla, zarpar, navegar, fondear, encallar, mostachos, estayes, amura, trinquete, escobén, serviola, ancora, chafaldetes, apagapenoles, rizos, mastelero, juanete, gavia, cruceta, pico, puente, santabárbara. ¿Santabárbara? Pólvora. Romae Barbarae Virginis.[2] Ruega por mí e invoca al rayo que partió a tu padre. Dióscoro de nuevo quiere encerrarme en una torre oscura, mas no soy Dánae. ¿Una ventana, dos ventanas, tres ventanas? ¡Qué importa el número, con tal que sean fulminados! ¿Acaso sos la que sos? ¿Diez invasores, cien invasores, mil invasores? Barcos borrachos de la destrucción. ¿Y cuántos metros de eslora? ¿Cuántos de manga? ¿El calado y el desplazamiento? ¿Importa que le dé nombres a las cosas que jamás he conocido? ¿Y en esta lengua de ladrones, traidores e hideputas? ¡Ñanderú! ¡Tupá! ¡Añá!

El mar arrebolado, arrebatado, que no es sino un río, mi río, el mismo en el que nací, crecí y quizá he de morir. Salvaje y fluido, cual sierpe, cual inmenso cuadral de desdichas futuras que se acumularán en el tiempo. ¿Ha de ser? He ahí la idea, niña, a tu disposición. Habrás de levantar la vasta aurora. Basta con tener claro que un proyecto no es su ejecución y si no pregúntaselo a Solís y a sus camaradas, a Waldseemüller y sus cartógrafos. Este suelo que pisamos no es América. Ellos tienen el mapa, mas vos tenés el territorio. Nada saben de las crecidas, de los bancos de arena, de los barrancos y de las inundaciones. Basta con una gota, una ínfima gota de agua de más puede hacer de este río, que es nuestro, el océano de la muerte, ese otro mar, esa otra flecha que traspasa sin misericordia a los usurpadores. Hay que pensarlo. Hay que probarlo. Hay que intentar luchar contra las adversidades porque la crueldad y el desasosiego del extranjero no tienen límites. Pues quién mejor que vos. Pues quién mejor que la heredera del espíritu que lleva en su vientre al heredero de la carne y al sucesor de las generaciones venideras. El torrente, el piélago, la lluvia.

–¿Y si perecemos?

–No temáis. Yo suelo regresar eternamente al Eterno Regreso. Podremos perecer, mas no perdernos. El universo es un número indefinido, no infinito, de galerías hexagonales.

–¿Hexagonales? Entonces, la circunferencia del círculo perfecto... el anillo... la trasmigración de vuestro paternal espíritu...

–Sandeces, no hay tal.

–Pero él está cautivo de los asesinos.

–La altura del cautivo define la dignidad del guerrero.

Ya es el diluvio. El aguacero, otrora atenuado por el misterio y el discurso, se mece ya frente a la improvisada escena como una furia vengadora. No se pueden soportar sus aguijones sedientos de solidez y hastío.

–Dadme la espada. –increpó Montresor a su Virgilio, al tiempo que se limpiaba los grasientos mofletes salpicados de barro.

–Paciencia, amigo, no os olvidéis que fui yo quien os rescató de la selva oscura en la cual estabais perdido.

–Os lo agradezco, pero más os agradeceré que me entreguéis el manuscrito.

–¿Y si os digo que es mío?

–¿Y si os muestro quién tiene la fuerza?

–La fuerza, pase, mas no el poder. ¿Acaso aún no sabéis quién soy?

–Lo intuyo, pero no hay pruebas.

–Compartamos el secreto.

–Concretemos la partida.

Fue Plagiè, el mestizo, quien en honor de su gala afrancesada y su misteriosa ubicuidad, quitó de la trampa de la espada el manuscrito, ajado y mascullado por el tiempo y el cielo.

–Debe de ser muy antiguo.– sugirió Montresor.

–No tanto. Es probable que sea una copia.

–¿Una copia? Vaya engaño.

–No importa que sea original o copia, mientras sea fiel. Ya he abandonado, y vos debéis hacer lo mismo, el sentimiento del aura por las cosas originales. Todo se reproduce, cual si fuera el mundo una cópula eterna, y acepto cualquier vástago de mis sueños, si dice la verdad.

–¿Y qué dice?

–Pues ya veremos, paciencia, Cardenal. ¿Os gusta que utilice este título? Pues entonces hacedme caso, se saborea mejor la victoria cuando se la goza con discreción.

–Es la ansiedad, tantos años, tantas luchas.

–Y ya estamos frente a la victoria.

–Sí, pero ¿dirá lo que espero?

–Y qué esperáis. Imagino que no iréis a pensar que el manuscrito, que en este momento desplegaré ante vuestros ojos, dice sólo conócete a ti mismo.

El mestizo soltó una honda carcajada, pues no sólo estaba dispuesto a festejar su chiste, que le recordaba otros que anteriormente habían salido de su sesera para burlarse de sujetos no menos inoportunos y ambiciosos, sino también la ironía del final, en la cual ya había pensado desde el momento en que comenzara a redactar sus panfletos frente a la fachada sublime de la catedral de Estrasburgo, la más bella de las ciudades bellas, mi puerto y mi destino. Extendió, tal cual lo había enunciado, el manuscrito que había parido –a la fuerza, que no de grado– la espada de Esteban, con la lentitud del personaje victorioso y, ante su asombro, notó que eran pocas las letras que contenía, más aún, que eran grandes e infantilmente góticas, y que no decían más que aquello que había imaginado –él mismo, el príncipe de los conspiradores y bromistas– como sutil argamasa de risotadas. Su rostro se cubrió de rubor, primero, luego de violenta cólera, finalmente, azulado y al borde del colapso, arrojó el vulgar papel –ya no manuscrito inhallable– a las fauces hambrientas del otro, que esperaba una traición y no un arrebato.

–¿Qué hacéis? ¿Estáis loco? Lo vais a estropear. ¿Es que acaso es falso? Vamos, hablad, contestadme. ¿Respeta o no la forma del anillo?

–Sí que lo hace.

–¿Y entonces? ¿No está la forma inclinada a nueve grados, tal como Lulio lo explicita en su Ars Magna?

–Supongo que sí, aunque carezco aquí de los elementos necesarios para la medición.

–¡Es la clave, la anhelada clave! Traducidme lo que dice.

–Leedlo vos mismo.– fue la lacónica respuesta de Plagiè.

Montresor desplegó el pliego y, afanoso por descorrer los velos del olvido, leyó:

ΓΝΏΘΙ Σ'ΑΥΤΌΝ NOSCE TE IPSUM ERKENNE DICH SELBST CONNAIS-TOI TOI-MÊME CONOSCI TE STESSO METEOS LA ESPADA EN EL OJO DEL CULO, SI ES QUE TODAVÍA PODÉIS HACERLO.

–¿Qué significa esto?

-Know yourself, Sir.

-¿Estamos acaso para bromas?

-Conhece-te a ti mesmo.

-¡Heinrich! ¡Tom! Traed los alanos.

–¿Qué pensáis hacer, Monseñor?

–¿Pues qué os parece? Matar a Estebanillo. ¿Quién creéis, si no, que es el artífice de esta burla?

–No es él, os lo aseguro.

–Sí que lo es.

–¿Y habréis de matarlo?

–Más que eso. Lo aperrearé. ¿No estáis de acuerdo?

–Preferiría no estarlo. Tenemos asuntos más importantes de los cuales ocuparnos en este momento.

–¿Hay algo más importante que vengarse de un fantoche hideputa que se nos ríe en la cara?

–Sí.

–¿Y qué puede ser eso, monsieur Plagiè?

–Vengarse de otro, en cuanto tengamos tiempo. Pero por lo pronto, huir.

–¿Huir? ¿Os olvidáis que tengo una flota a la espera de mis órdenes?

–La teníais. Daos la vuelta y mirad hacia la costa.

Y así lo hubiera hecho Montresor, vizconde de la Guarda y el Tajo, si no fuera porque en ese preciso instante un manantial de agua de cuyo génesis no quiero dar cuenta lo volteó como si se tratara de un simple arbusto, le embarró los pensamientos confusos y lo sumergió en el grumoso vientre de la tierra.

*****



[1] Probablemente un neologismo o un error del copista.

[2] La hija de Néstor el Antiguo no ignora el Martyrologium Romanum parvum, ni la leyenda de Enrique Kock.

miércoles, marzo 21, 2007

Capítulo XXIII

ANÁBASIS

– Y esta mierda es América.

La voz gangosa penetraba el vacío. No había mucho que agregar.

– Podría ser Europa. –respondióle su conciencia

– ¿Creéis, acaso, que se me puede engañar tan fácilmente? –insistió.

– Tanto como a un niño, si no más. –se escuchó decir.

Había despertado solo, bajo la lluvia, y ahora, sobre las espigas doradas de la hierba virgen, rememoraba su descensus ad inferos. Le extrañó el paisaje, distinto al de la entrada y cierto sabor añejo del aire, que no se correspondía con el recordado de la noche anterior. Olía, en algún sentido, a campiña francesa. Y hasta había un lago, de aguas oscuras, casi negras, curiosamente especulares, que le recordaba, vaya paradoja, cierta tarde otoñal en Oxford. La vaguedad del horizonte grisáceo y el débil semicírculo solar que asomaba, aumentaron aún más su sentimiento de lo siniestro y su confusión geográfica. Es cierto que Narváez no era un experto en las artes de Pausanias, pero no en vano había recorrido el vasto orbe durante cuarenta años.

Lavarse la cara era más un deseo que un deber, y así lo hizo, no obstante cuando los círculos concéntricos del espejo comenzaron a calmarse, Narváez pudo contemplar su rostro y sucumbir al asombro. Su frente, antaño inmaculada y virgen a pesar del efecto de los años y las cabalgatas reiteradas sobre yeguas de cualquier calaña, –algunas de las cuales lo habían cabalgado a su vez, de acuerdo con el gusto de estas bestias vampíricas, bebedoras de su sangre, si bien no sólo de su sangre–, mostraba, en el reflejo, siete cicatrices iguales, aún recientes y hasta escarlatas, cifra probatoria y memorable de su paso por el Hades, si es que podía dársele tal nombre a la bárbara cueva americana. Se contempló en silencio por un rato. Eran siete letras idénticas, la última con una inclinación cansina, como si el demonio que la produjera se hubiera resignado, alienado, a su obsesivo trabajo.

–Pepepepepepepé. –balbució el español de una vez, como si se tratara de un nombre o de uno de esos retruécanos tan abundantes y solícitos entre los íncubos. Hasta le pareció que el deletreo rápido y continuo tenía cierto ritmo africano, caderoso, culiforme. ¿Se trataría, acaso, de los siete pecados capitales, tal como el florentino narra el asunto en su pretencioso poema escatológico? Difícilmente, puesto que no dejaba de pronunciar las asonancias grabadas en su sesera sin experimentar un goce infantil, sexuado y luciferino.

–¡Pepepepepepepé! ¡Pepepepepepé!

En ese caso, musitó el esbirro, debería estar en las puertas del Purgatorio y las señales serían obras de un ángel, abridor de puertas y, con suerte, de botellas de vino.

–¡Mal haya con los florentinos! Dejarse guiar por uno, aunque sólo sea en el pensamiento, es razón suficiente para caer en la ruina, la ridiculez y el desprecio.

Sumido estaba, pues, en estas ideas, cuando una carcajada estalló tras su espalda. Narváez giró sobre sí y vio a un sujeto de aspecto inverosímil, oculto tras una ancha capucha, que lo estudiaba, aún risueño.

–¿No me conocéis, Santiago?

Hacía tiempo que no lo llamaban por su nombre de pila, circunstancia que acrecentó su asombro y dio origen a su fastidio.

–No lo sé. No os veo.

–Ni me veréis, con esta niebla y este frío. Al menos hasta que nos pongamos a reparo.

–¿Y los siete pecados?

– ¿Pecados? Salvo que seáis puto siete veces o setenta veces siete. Lo que explicaría el curioso estado de vuestro trasero.

Recién entonces Narváez se percató de que estaba desnudo y con sus partes íntimas en grotesca invocatoria al cielo.

– ¿Setenta veces puto?

– Setenta veces siete. No admito menor zozobra ni mayor cifra.

– ¿Eso significan las letras?

– ¿Qué letras?

– ¡Pepepepepepepé!

– ¿Pepepepepepepé?

– Las de mi frente.

– Sólo veo arrugas, notables, por cierto, pero consecuentes con el paso de los años. Hay una contusión también, aunque no grave. Venid conmigo.

– Lo haría con gusto, si supiera dónde estoy.

– ¿Y dónde habríais de estar, hombre? En las afueras de Estrasburgo, de donde nunca debisteis haber salido.

– Eso es imposible. Hace unas horas recorría las Indias con un mestizo y sus estrafalarios camaradas. Y salvo que se pueda dar la vuelta al mundo como se da la vuelta del perro, no podría estar más que donde estaba cuando caí dormido.

– Quizá haya sido así y hasta es probable que tengáis algo de razón, pero igual estáis a unas leguas de Estrasburgo, lo que demuestra que viajar es muy sencillo o que los porrazos en la mollera producen estragos.

– Ya veo, sois uno de ellos. Y yo que creía que bastaba con dormir un poco para espantarlos de mi vida. ¿Y cómo os llamáis, eh? ¿Pablo el diablo, Pedro el cerdo, Jacobo el lobo, Sebastián el gavilán, René el bebé o Luis el cuis?

– ¿El cuis?

– Como si no conocierais América.

– ¿América? Vaya nombre de puta, y eso que conozco a unas cuantas hasta el pestífero meollo del asunto. ¿No es la tierra de la plata? Mejor sería que la llamaran Argentina.

– Puede ser. Mas no importa el nombre. ¿La conocéis o no?

– Pero hombre, sólo se conoce lo que se ama. Mi humilde voto a Galeno me tiene atado a mi mujer, gracias a la Providencia. Por lo demás, no soporto a los salvajes.

– Ni yo. Mirad lo que han hecho de mí.

– Bah, eso no es nada. Ya reaccionaréis, como aquella vez que curé la terrible herida de vuestro pecho, ¿recordáis?

– ¿Dell’orto?

–Del pecho, he dicho.

–¿Dell’Arte?

– Como gustéis.

– ¿Qué hacéis aquí?

– Lo mismo iba a preguntaros. Tal vez el azar nos ha reunido.

– No creo en el azar.

– Sin embargo, el azar es la reserva de Dios.

– Médico y metafísico, eh.

– O metafísico y médico.

– El orden no altera el producto, ni los atributos.

– Pero sí la esencia, Santiago de Narváez. Acaso habréis escuchado por ahí que el nombre es la cosa y lo habéis creído.

– ¿Que el nombre es la rosa?

– La cosa, hombre, la cosa. Observo que aún os confundís. Un buen trago de vino y razonaréis bien.

– La rosa, la cosa, la fosa, qué interesa el comienzo.

– Pero sí interesa el final, o los finales, para ser justos.

– Ah, doctor, os creía más adicto al escalpelo que a la retórica.

– Es la retórica del bisturí o el bisturí de la retórica. Una buena forma de curar la mente cuando falla la hipnosis.

– Nadie creería en esas patrañas.

– Algún día las creerán.

– Y habrá una nueva secta.

– O una nueva medicina.

– No hay diferencia.

– No lo niego, sin embargo no os conviene discutir sino descansar. Seguidme.

*****

domingo, marzo 11, 2007

Capítulo XXII

LABERINTO

– ¿Quiere el Señoguito descansar?

– ¿No gusta el Ceñoíto hacer un alto?

– Sois un par de flojos. –dijo el Señorito– Seguidme. Es por aquí.

– Por aquí… por aquí… – repitió un eco.

– Aquí… aquí… – repitió otro.

Tomaron el camino –si se nos permite dar este nombre a las innumerables bifurcaciones de esa maraña de interminable selva entretejida– de la derecha y siguieron en fila, manteniendo los caballos al paso.

– Noch einmal…

– ¿Qué murmuras por ahí, Heinrich?

– Si el Señoguito no se molesta, le diré que llevamos todo el día dando vuelta en círculos.

– ¿No opinarás tú lo mismo, ‘ño Tomás?

– En absoluto, Ceñoíto. Yo creo que damos vuelta hace tres días.

– Pues no sois más que un par de flojos. Sigamos, es por aquí.

– Por aquí… por aquí… – repitió un eco.

– Aquí… aquí… – repitió otro.

Volvió a girar a la derecha y sus hercúleos sirvientes lo siguieron resignados. A la distancia, donde el camino volvía a bifurcarse, creyó distinguir una sombra. Montresor, que se espantaba ante cualquier alimaña –fuera tigre, toro o cucaracha– que no tuviera trazas equinas o humanas, dio la orden de hacer fuego. ‘Ño Tomás disparó el arcabuz pero la sombra remontó vuelo antes de que el negro diera en el blanco.

– ¡Idiota! ¡Has fallado! ¡¿Crees que me sobran la pólvora y las municiones?! –, dijo Montresor descargando tres golpes de fusta sobre el africano: – ¿Y tú, Heinrich? ¿Por qué no disparaste?

– Por no desperdiciar pólvora ni municiones, Señoguito.

– ¿Te estás burlando de mí, estúpido?

– Para nada, Señoguito. Me burlaba de ‘ño Tomás. Si no hubiera disparado, podríamos haber seguido al ave y encontrado el río.

– ¿Sabes que tienes razón? Pues entonces, toma. –, dijo Montresor descargando otro fustazo, pero no sobre el negro, sino en el lomo del germano.

– ¿Y yo qué he hecho?

– Me contradices. No quiero saber nada de ríos.

– Lo decía para dar de beber a los potros.

– Mientes. Queríais embarcarme.

– Nada más lejos de nuestras intenciones. – respondieron al unísono los dos Hércules.

– ¿Acaso creéis que tengo miedo?

– Para nada. –, respondieron ambos gigantes, que no podían olvidar las náuseas y ñañas del Señorito encerrado en el camarote durante la travesía por el Mar Océano, ni el triste espectáculo que diera abrazado al palo de mesana en el momento fatal del naufragio.

– Y sin embargo os he oído murmurar. ¿Creéis que si le temiera a algo me aventuraría por estos parajes? Pues sois unos flojos. Seguidme. Por aquí.

– Por aquí… por aquí… – repitió un eco.

– Aquí… aquí… – repitió otro.

– ¿Seguís murmurando, cobardes? ¿Qué decías, ‘ño Tomás?

– Hablábamos del tiempo, Ceñoíto.

– Di la verdad, Heinrich: ¿qué te decía tu secuaz?

– Pues la verdad es que ‘ño Tomás ha mentido por no contradecir al Señoguito, como echaría de ver el más energúmeno de todos los tarados

– ¿Cómo me has llamado, cretino?

– He dicho que Tomás es un negro mentiroso y energúmeno y tarado si cree que el Señoguito puede tragarse esa patraña de hablar del tiempo.

– ¿Es eso verdad, ‘ño Tomás?

– Pues ¿cómo puede suponer el Ceñoíto que hablemos del tiempo si en el medio de esta selva uno sabe que es de día cuando la noche se pone un poco más clarita? Lo que es el sol, hace tres días que no lo vemos. Lo que demuestra que hablaba del tiempo, que decía la verdad y que el único mentiroso, energúmeno y tarado ha de ser quien me tilde de mentiroso.

– Si no fuese porque no soy ni una cosa ni la otra, me atrevería a decir lo que sin duda ya debe haber pensado el Señoguito: que no hace tres, sino cuatro, que dejamos la orilla del río.

– Tienes razón, me he equivocado: cuatro días hace que dejamos el río, pero sólo tres que perdimos el rumbo.

– Pues ya basta, víboras: escupid vuestro veneno. Hablad ahora y callad para siempre.

– Conste que el Ceñoíto así lo ordena…

– Conste que el Señoguito así lo manda…

– Hablad.

– Adelante, ‘ño Tomás.

– Después de ti, Heinrich.

– Pues bien. El Señoguito sabe de mi amor y de mi devoción y etc; pero si en la próxima encrucijada vuelve a tomar el camino de la derecha, este humilde servidor aquí se queda y el que quiera seguir adelante, por muy Señoguito que sea, se puede ir a freír espárragos.

– Pues bien y de la misma manera: el Ceñoíto, que tan bien conoce del amor y de la devoción y del etcétera de este humilde servidor, podrá elegir el camino de la derecha si así lo desea, mas si sigue adelante, por muy Ceñoíto que sea, no hallará ni espárrago para freír ni quien se lo fría.

– Pues bien, sea: ya que sois un par de cobardes y flojos, por hoy aquí nos quedamos. Desmontad. Haced fuego y armadme la tienda –, dijo mientras pensaba para sus adentros que así como hay ciertas autoridades que intimidan también hay ciertas intimidades que autorizan y que la de él con sus sirvientes equilibraba el peso de la balanza, porque se las había arreglado para que dijeran a tiempo –aunque no sin cierta insolencia– lo que él mismo no se atrevía a reconocer: estaban perdidos, jodidamente perdidos, en el medio de la selva. Y pronto caería la noche por encima de las copas de los árboles.

– Cobardes, sois un par de flojos y cretinos. Si mañana perdemos el rumbo, será culpa vuestra. ‘Ño Tomás, tiéndeme la hamaca. Heinrich, ve si encuentras algo para comer.

Cómo podía ser, se decía mientras los hercúleos pajes le cocinaban y él reposaba en la hamaca y se tapaba los ojos para ahuyentar la visión de los murciélagos que revoloteaban entre la maraña de las ramas y las hojas de los árboles, que él, Simón de Montresor, vizconde de la Guarda y el Tajo, Caballero de la Orden de la Piedad, etc., que había arrostrado los peligros del Mar Océano, de un naufragio en el que casi pierde su vida, de un viaje sin caballos desde allí hasta Asunción y que se había abierto camino al Perú y que había vuelto a Asunción por el mismo camino, que nunca tuvo más brújula que sus instintos ni otro guía que sus escrúpulos, que en menos de un año[1] había estrangulado a tres caciques[2], cocinado en su propia salsa a seis hechiceros[3], castrado con su espada a cuarenta y ocho o cuarenta y nueve guerreros aborígenes[4], que había disparado a más de ciento cincuenta mujeres[5], que una sola vez había perdonado la vida a un muchacho indígena que le había caído en gracia pero al que no dejó de empalar[6], que había desorejado a una población completa sin distinguir entre indios, blancos, hombres, mujeres, niños ni ancianos, etc.[7], se hubiera podido perder en este culo del mundo.

Los dos titanes, que al verlo con los ojos cerrados creyeron que se hacía el dormido, hablaban con voz lo suficientemente baja para que los creyera murmurar pero lo suficientemente alta para que los oyera.

– Se echa de ver que el Ceñoíto es valiente.

– Si el Señoguito fuera un cobarde no dormiría tan tranquilo.

– Y si no es flojo no tendrá miedo de quedarse solo.

– Pues tienes razón. Vamos. La orilla no debe estar lejos.

– ¿Qué murmuráis, cabrones? Me habéis despertado.

Pues le comentaba a Heinrich lo valiente que es el Ceñoíto, que pudiendo haber elegido el camino más fácil por la orilla del río, ha elegido otro tan lleno de peligros como este que no lleva a ningún lado.

– Pues en verdad que hay que ser valiente como el Señoguito para seguirlo.

– Pues en verdad que hay que ser bobo como vosotros para no darse cuenta de que si me alejé del camino es porque me movía un motivo secreto, que no puedo revelaros.

– Nada más lejos de mis intenciones conocerlo; pero si el Ceñoíto acepta un consejo, le diré que cuando hay secreto que guardar no conviene pregonarlo a tiros contra las alimañas.

– Ni tampoco haciendo fuego en la noche. Vamos a apagarlo, ‘ño Tomás. Comeremos la carne cruda.

– Dejad eso ahí, estúpidos. ¿No veis que aquí nadie puede vernos ni oírnos?

– Pues eso lo explica todo: el Señoguito nos ha traído hasta aquí para contarnos el secreto.

– Pensaba hacerlo; pero hoy estáis tan fatales que me lo callo. Tendréis que adivinarlo.

– A menos que sea lo que se murmuraba en el Perú.

– ¿No dirás lo mismo que se comentaba en Asunción?

– Pues lo mismo.

– ¿Y qué se decía?

– Pero yo no lo creo.

– Ni yo tampoco.

– ¿Qué se decía?

– Se decía, Señoguito, lo cual no quiere decir que sea cierto…

– ¿Qué se decía de mí?

– Que el Ceñoíto…

– Que el Señoguito…

– ¡Decidlo de una vez, por el amor de Dios!

– …es un puto maricón y cobarde que le teme a las embarcaciones. –, dijeron al unísono los hercúleos sirvientes y se prepararon a recibir de rodillas los golpes de fusta que Montresor hecho una furia les fue propinando, mientras contenían la risa enmascarada en bobas expresiones de la más devota sumisión.

– Es lo que se decía, Ceñoíto.

– Y vosotros no hacéis más que repetirlo.

– Mas qué mejor, Señoguito, que se digan estas calumnias a que se sepa el verdadero secreto. Más que mejor.

– ¿No es el Ceñoíto un dechado de virtudes militares para que se ponga en duda su valentía? No hay que perder por eso los estribos.

– ¿No es el Señoguito un dechado de castidad eclesiástica para que se ponga en tela de juicio su hombría? No hay que perder por eso los hábitos.

– Déjelos el Ceñoíto hablar, que el secreto bien vale un obispado.

– ¿Cómo sabéis lo del obispado, fisgones?

– Del mismo modo que lo del capelo de cardenal, Señoguito.

– ¿También sabéis lo del cardenalato?

– ¿No había dicho el Ceñoíto que había sido nombrado obispo de un lugar que se encontraba a orillas del río?

¿No había dicho el Señoguito que allí nos dirigíamos con una misión secreta y que si todo iba viento en popa sería nombrado Cardenal de los Estados de Ultramar?

– Tal vez lo haya pensado en voz alta, mas nunca lo dije. Y a un lado y dadme de comer. Haced silencio, que quiero pensar.

– Has hecho enfadar al Ceñoíto equivocándote de nuevo, Heinrich, pues sólo ha dicho que si todo iba bien, que nada dijo del viento ni mucho menos de la popa.

– En eso tienes razón, ‘ño Tomás, pues de haber tenido viento en popa y haber ido por el río, ya tendríamos Obispo y Cardenal y quién te dice que no un Papa.

– Mas yo no veo cuál pueda ser ese secreto tan grande que lo haga alejarse del camino.

– Pues si no lo ves es porque eres un negro duro de entendederas, porque el más ignorante se daría cuenta de que no hay ningún secreto y que el Señoguito nos ha traído engañados.

– ¿Será que el Ceñoíto se quiere deshacer de nosotros ahora que es Obispo y Cardenal y etc.?

– Que se quiera deshacer de nosotros es probable, pero esas patrañas del obispado… Que con su pan se lo coma.

– ¿Seguís murmurando, cabrones?

– Nada dijimos, Señoguito: tal vez pensábamos en voz alta.

– ¿Y qué pensabais cretinos?

– Pensábamos que si el Ceñoíto no había ya más menester de nuestros servicios no tenía necesidad alguna de inventarse toda esa historia de obispados y cardenalatos para abandonarnos, con perdón sea dicho, en este culo del mundo. Pues bien, aquí os dejamos, Ceñoíto.

– Adiós, Señoguito. Ha sido un placer estar a vuestro servicio.

– ¿Adónde vais, imbéciles? ¿No me creéis? Pues me remito a las pruebas –, dijo y dándole las espaldas se bajó los calzones, como si quisiera dar a entender que su propio culo era el centro del laberinto al que los había arrastrado. Mas no les dio tiempo a los pícaros lacayos de arremeter una vez más con el asunto de Perú y de Asunción porque les estaba ya tendiendo un par de pliegos de papel que había sacado de entre sus calzas para que leyeran lo que apenas si podía leerse con el resplandor del fuego.

– Pues ¿qué significa esto, estúpidos?

– Todo cuanto puede ocurrírseme tiende a lo escatológico y lo inverosímil[8]. Si el Señoguito puede explicarse…

– Leed y enteraos.

– No puedo leer más que el lugar y las fechas, Señoguito.

– ¿Y qué os dice el lugar? Mirad la firma, mirad los sellos.

– ¿No quiere saber el Ceñoíto qué nos dicen las fechas?

– Pues veamos.

– Pues yo digo que bien puede ser que el Papa os haya nombrado Obispo hace un mes …

– Y yo digo que bien puede ser que se haya comprometido a daros el capelo de Cardenal la semana pasada…

– ¿Y entonces?

– Pues ¿cómo puede explicarse entonces que en tan poco tiempo hayan llegado a manos del Ceñoíto si Su Santidad fecha las órdenes en Roma?

– Eso mismo me pregunté yo al haber recibido en el Perú el primer nombramiento. Pero al llegar a Asunción ya no me quedaron dudas. El mismísimo Pablo III redactó y firmó ante mis propios ojos el segundo de los documentos en el que como podéis ver confirma mi episcopado y se compromete a nombrarme cardenal si llevo a cabo una misión secreta que también redactó y que he escondido en un lugar seguro.

– ¿Y el Señoguito ha visto al Papa en Asunción?

– Pues no: en Roma. ¿Qué ha sido eso?

– Tal vez algún animal, Ceñoíto.

– Ve a ver, Heinrich. Tú, ‘ño Tomás, te quedas conmigo. Cualquier alimaña que sea, disparad.

– ¿Y si es un hombre, Señoguito?

– Si es hombre, cazadlo; mas no le deis muerte: ese placer a mí me corresponde.

Pero Heinrich volvió sin hallar nada.

– Habrá sido el viento.

– Pues bien, ya sabéis parte del secreto; ahora dejadme dormir. –, dijo Montresor e ingresó en la tienda. – Despertadme al alba.

– Hay gato encerrado en todo esto. – dijo el negro.

– ¿Verdad que sí? – preguntó el alemán, pero callaron porque volvieron a sentir ruidos extraños.

– Es sólo el viento. Durmamos.

Pero no pudieron hacerlo a pierna suelta como el Señorito en la tienda, según hubieron de referir en las primeras horas de la mañana, ya prontos a reemprender el viaje.

– Pues no he podido darle alcance, Señoguito. Estaba oscuro.

– Tampoco yo he podido, Ceñoíto. Se nos perdió en la noche.

– ¿Por qué no disparasteis, estúpidos?

– Por no privar de ese placer al Señoguito.

– ¿Estáis seguros de que era un hombre?

– A no ser por el rabo y los cuernos, Ceñoíto.

– Pues debisteis tomar al toro por las astas.

– O al Diablo por la cola, Señoguito.

– No sois más que un par de flojos. Seguidme. Por aquí.

– Por aquí… por aquí… – repitió un eco a la izquierda.

– Aquí… aquí… – repitió otro a la derecha.

No habían dado siquiera un paso cuando vieron en el negro crepúsculo la fiera.

– ¡Fuego! –, ordenó Simón de Montresor, pero no se oyó detonación alguna, no sólo porque para sorpresa de los dos Hércules los arcabuces estaban descargados sino también porque la sombra los increpó a no disparar, dando un paso adelante y haciendo, por el mero efecto de la luz que entraba con insistencia por el hueco que se abría a la derecha, de los cuernos los picos de su sombrero y del rabo la rústica funda de su espada.

– ¿Quién sois, caballero? Vuestro nombre.

– ¿Estáis perdidos? ¿Necesitáis un guía? – preguntó la aparición sin responder y sin inmutarse.

– Vuestro nombre, caballero. –, insistió Montresor.

– ¿Lo preguntasteis en Asunción? – indagó el otro y fue suficiente para que a pesar de la penumbra el vizconde lo reconociera (con más luz, el lector ya lo hará en la próxima bifurcación)

– Pero si sois vos.

– El mismo. ¿Necesitáis un guía? Llevo el correo y conozco más de un atajo. Seguidme. –, dijo y desapareció por el camino de la derecha.

Por allí se introdujeron amo y lacayos y llegaron por fin a un claro en la espesura. Volvían a ver el sol después de cuatro días.

– ¿Adónde os dirigís? – les preguntó entonces el Mestizo, el mismo que, como recordará el lector, había acompañado a don Santiago de Narváez hasta las puertas del Averno.

*****



[1] Es dudoso.

[2] No se conoce la existencia de estos jefes vernáculos.

[3] No serían hechiceros sino cocineros.

[4] Capar no es fácil, ni siquiera a un gato. ¿Imagináis, además, a un hato de salvajes con sus piernas abiertas musitando “Ave, Montresor, morituri te salutant”?

[5] De ser así, habría exterminado a la raza y vuestra merced y sus amigos españoles se metían la conquista en el pompis.

[6] Entiéndase el infinitivo en sentido figurado.

[7] ¿Y lo que sigue, qué? Hipérboles y fanfarronadas.

[8] Inverosímil es el lenguaje de Heinrich, salvo que se haya visto alguna vez a un alemán bujarrón enseñorearse con nuestro macho castellano. Yo creo que el putón teutón dijo “problemático y febril” y el copista, dormido, hizo el resto.