miércoles, marzo 21, 2007

Capítulo XXIII

ANÁBASIS

– Y esta mierda es América.

La voz gangosa penetraba el vacío. No había mucho que agregar.

– Podría ser Europa. –respondióle su conciencia

– ¿Creéis, acaso, que se me puede engañar tan fácilmente? –insistió.

– Tanto como a un niño, si no más. –se escuchó decir.

Había despertado solo, bajo la lluvia, y ahora, sobre las espigas doradas de la hierba virgen, rememoraba su descensus ad inferos. Le extrañó el paisaje, distinto al de la entrada y cierto sabor añejo del aire, que no se correspondía con el recordado de la noche anterior. Olía, en algún sentido, a campiña francesa. Y hasta había un lago, de aguas oscuras, casi negras, curiosamente especulares, que le recordaba, vaya paradoja, cierta tarde otoñal en Oxford. La vaguedad del horizonte grisáceo y el débil semicírculo solar que asomaba, aumentaron aún más su sentimiento de lo siniestro y su confusión geográfica. Es cierto que Narváez no era un experto en las artes de Pausanias, pero no en vano había recorrido el vasto orbe durante cuarenta años.

Lavarse la cara era más un deseo que un deber, y así lo hizo, no obstante cuando los círculos concéntricos del espejo comenzaron a calmarse, Narváez pudo contemplar su rostro y sucumbir al asombro. Su frente, antaño inmaculada y virgen a pesar del efecto de los años y las cabalgatas reiteradas sobre yeguas de cualquier calaña, –algunas de las cuales lo habían cabalgado a su vez, de acuerdo con el gusto de estas bestias vampíricas, bebedoras de su sangre, si bien no sólo de su sangre–, mostraba, en el reflejo, siete cicatrices iguales, aún recientes y hasta escarlatas, cifra probatoria y memorable de su paso por el Hades, si es que podía dársele tal nombre a la bárbara cueva americana. Se contempló en silencio por un rato. Eran siete letras idénticas, la última con una inclinación cansina, como si el demonio que la produjera se hubiera resignado, alienado, a su obsesivo trabajo.

–Pepepepepepepé. –balbució el español de una vez, como si se tratara de un nombre o de uno de esos retruécanos tan abundantes y solícitos entre los íncubos. Hasta le pareció que el deletreo rápido y continuo tenía cierto ritmo africano, caderoso, culiforme. ¿Se trataría, acaso, de los siete pecados capitales, tal como el florentino narra el asunto en su pretencioso poema escatológico? Difícilmente, puesto que no dejaba de pronunciar las asonancias grabadas en su sesera sin experimentar un goce infantil, sexuado y luciferino.

–¡Pepepepepepepé! ¡Pepepepepepé!

En ese caso, musitó el esbirro, debería estar en las puertas del Purgatorio y las señales serían obras de un ángel, abridor de puertas y, con suerte, de botellas de vino.

–¡Mal haya con los florentinos! Dejarse guiar por uno, aunque sólo sea en el pensamiento, es razón suficiente para caer en la ruina, la ridiculez y el desprecio.

Sumido estaba, pues, en estas ideas, cuando una carcajada estalló tras su espalda. Narváez giró sobre sí y vio a un sujeto de aspecto inverosímil, oculto tras una ancha capucha, que lo estudiaba, aún risueño.

–¿No me conocéis, Santiago?

Hacía tiempo que no lo llamaban por su nombre de pila, circunstancia que acrecentó su asombro y dio origen a su fastidio.

–No lo sé. No os veo.

–Ni me veréis, con esta niebla y este frío. Al menos hasta que nos pongamos a reparo.

–¿Y los siete pecados?

– ¿Pecados? Salvo que seáis puto siete veces o setenta veces siete. Lo que explicaría el curioso estado de vuestro trasero.

Recién entonces Narváez se percató de que estaba desnudo y con sus partes íntimas en grotesca invocatoria al cielo.

– ¿Setenta veces puto?

– Setenta veces siete. No admito menor zozobra ni mayor cifra.

– ¿Eso significan las letras?

– ¿Qué letras?

– ¡Pepepepepepepé!

– ¿Pepepepepepepé?

– Las de mi frente.

– Sólo veo arrugas, notables, por cierto, pero consecuentes con el paso de los años. Hay una contusión también, aunque no grave. Venid conmigo.

– Lo haría con gusto, si supiera dónde estoy.

– ¿Y dónde habríais de estar, hombre? En las afueras de Estrasburgo, de donde nunca debisteis haber salido.

– Eso es imposible. Hace unas horas recorría las Indias con un mestizo y sus estrafalarios camaradas. Y salvo que se pueda dar la vuelta al mundo como se da la vuelta del perro, no podría estar más que donde estaba cuando caí dormido.

– Quizá haya sido así y hasta es probable que tengáis algo de razón, pero igual estáis a unas leguas de Estrasburgo, lo que demuestra que viajar es muy sencillo o que los porrazos en la mollera producen estragos.

– Ya veo, sois uno de ellos. Y yo que creía que bastaba con dormir un poco para espantarlos de mi vida. ¿Y cómo os llamáis, eh? ¿Pablo el diablo, Pedro el cerdo, Jacobo el lobo, Sebastián el gavilán, René el bebé o Luis el cuis?

– ¿El cuis?

– Como si no conocierais América.

– ¿América? Vaya nombre de puta, y eso que conozco a unas cuantas hasta el pestífero meollo del asunto. ¿No es la tierra de la plata? Mejor sería que la llamaran Argentina.

– Puede ser. Mas no importa el nombre. ¿La conocéis o no?

– Pero hombre, sólo se conoce lo que se ama. Mi humilde voto a Galeno me tiene atado a mi mujer, gracias a la Providencia. Por lo demás, no soporto a los salvajes.

– Ni yo. Mirad lo que han hecho de mí.

– Bah, eso no es nada. Ya reaccionaréis, como aquella vez que curé la terrible herida de vuestro pecho, ¿recordáis?

– ¿Dell’orto?

–Del pecho, he dicho.

–¿Dell’Arte?

– Como gustéis.

– ¿Qué hacéis aquí?

– Lo mismo iba a preguntaros. Tal vez el azar nos ha reunido.

– No creo en el azar.

– Sin embargo, el azar es la reserva de Dios.

– Médico y metafísico, eh.

– O metafísico y médico.

– El orden no altera el producto, ni los atributos.

– Pero sí la esencia, Santiago de Narváez. Acaso habréis escuchado por ahí que el nombre es la cosa y lo habéis creído.

– ¿Que el nombre es la rosa?

– La cosa, hombre, la cosa. Observo que aún os confundís. Un buen trago de vino y razonaréis bien.

– La rosa, la cosa, la fosa, qué interesa el comienzo.

– Pero sí interesa el final, o los finales, para ser justos.

– Ah, doctor, os creía más adicto al escalpelo que a la retórica.

– Es la retórica del bisturí o el bisturí de la retórica. Una buena forma de curar la mente cuando falla la hipnosis.

– Nadie creería en esas patrañas.

– Algún día las creerán.

– Y habrá una nueva secta.

– O una nueva medicina.

– No hay diferencia.

– No lo niego, sin embargo no os conviene discutir sino descansar. Seguidme.

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