lunes, octubre 30, 2006

Capítulo VII

BIFURCACIONES

…tres veces de Aquilón el soplo airado.[1]

– Las tres. –, dijo.

– ¿También las oís?

– ¿Me creíais ya muerto? Pero no mido el tiempo según campanas. Aunque a veces son precisas.

– ¿Hay iglesia cerca?

– No sé si iglesia, pero hay curas, que para el caso es lo mismo. Se creen que porque marcan el tiempo pueden medirlo.

– ¿Decís entonces que hay cristianos al norte?

– Sí, cristianos al norte; y cuanto más al norte más cristianos. Ésa era una hierba que no crecía en otro tiempo en estas tierras. Éstos de las campanas ya plantaron su cruz hace tres años. No es gente de temer, si no ya los habríamos arrancado de raíz; no os quepa la menor duda: ya lo hemos hecho otras veces.

– ¿No sois cristiano vos mismo?

– Tan cristiano como un aborigen: me los comería crudos.

– ¡Dios mío! ¿Sois también caníbal?

– Por favor, caballero: es un decir. De ser así, de vos no quedarían ni los huesos. Tampoco lo son los aborígenes. No hay caníbales en las cercanías.

– Sin embargo, se dice que a Solís

– Patrañas. Si naufragaron, se perdieron y no volvieron, es porque se mataron y se comieron entre ellos. Alguno habrá vuelto y habrá contado esa mentira: pues desconfiad de ése; ése es el asesino, ése el antropófago. Hasta hay aborígenes tan cristianos como los vuestros.

– Volvéis a vuestras paradojas.

– Y vos volvéis a equivocaros: no hay paradoja, es realidad. Si cristiano es el que adora a Cristo y teme a Dios en su misma persona, entonces es también cristiano el aborigen que tiembla con veneración ante los estruendos y los caballos y que fascinado por esas campanas y la música que oye algunas noches se prosterna ante la cruz. Pero yo sé guardarme muy bien de las sirenas y ya he tenido el gusto de conocer esas campanas y esas armas. Y no les tengo ningún miedo.

– Ya decíais que no era gente de temer. Tal vez si se trata de quienes creo os podría asegurar que es gente pacífica y cristiana, en el sentido en el que yo comprendo el término.

– Es gente pacífica, os lo concedo; tal vez porque los regentea una mujer o tal vez a pesar de eso. Y usan sólo las armas para cazar y en ese sentido podría decirse que son algo cristianos. Pero no iniciemos otra vez una discusión teológica en la que no llegaremos a ningún acuerdo. Os mostrabais interesado por quienes hacen sonar las campanas.

– Tal vez sea el lugar que buscaba. ¿No suenan río arriba?

– A tres leguas. ¿Es adónde ibais?

– Allí debo ir, pero…

– Yo mismo contaba con que os dirigieseis allí. ¿Qué os retiene? Ya hace casi tres meses…

– Caballero, vuestra salud…, vuestra vida…

– Oh, no voy a morir tan pronto como suponéis…

– Sin embargo… ¿Por qué no venís conmigo?

– Oh no, prefiero seguir ocultándome.

– Pero, ¿por qué os ocultáis tan cerca?

– Porque espero. Ayudadme a sentarme y alcanzadme la pipa.

– ¿No pensasteis jamás en que podríais esperar en vano?

– Aun muerto tendré esperanzas.

– Pues bien. ¿Habíais dicho que vuestro amigo el florentino se llamaba Vespucci?

– Decía ser florentino, decía llamarse Vespucci y decía ser mi amigo.

– ¿No decía también llamarse Amerigo?

– Así decía llamarse.

– Pues bien: ha muerto; hace años que ha muerto: mucho antes de que yo mismo naciera.

– Ya lo volveréis a encontrar en la historia llamándose Diego García o llevando cualquier otro nombre altisonante…

– Hay veces que no os comprendo.

– ¿Me habéis comprendido alguna?

– No os entiendo ahora.

– No me entendéis nunca, caballero. Siempre creéis haber hallado la respuesta antes de haberos formulado la pregunta y eso os lleva a conclusiones erróneas o disparatadas. No hay buenas respuestas, sólo existen las buenas preguntas. La verdad más cercana es siempre una pregunta, que lleva a otra pregunta, que lleva a otra…

– ¿Qué es lo que no he sabido preguntar?

– Nada.

– ¿Qué esperáis que os pregunte, entonces?

– Tampoco nada. Pero no hablo de trivialidades. Me estoy refiriendo a vuestro modo de ver las cosas. ¿No tenéis acaso vuestro propio enigma para resolver? ¿Por qué os ocupáis entonces tratando de descifrar otros que os distraen del vuestro? Por favor, jovencito, no hagáis que pierda las esperanzas que incluso he puesto en vos mismo.

– Disculpadme, caballero. No creía ofenderos.

– No me habéis ofendido. Era sólo una observación. Pero dormid. No os preocupéis por mí. Os necesito descansado en la mañana. ¿Dónde está mi hija?

– ¿Vuestra hija? ¡Estúpido de mí! ¿La muchacha es vuestra hija?

– ¿Qué creíais, jovencito?

– Por Dios, yo la creía vuestra esposa.

– Y aun creyéndola mi esposa la mirabais así, caballero.

– ¿Qué insinuáis?

– Nada insinúo, jovencito. Pero olvidadlo… Sí, ella es mi hija, mi más amada hija, la menor de todas. Otras nueve veces antes engendré en nueve mujeres diferentes en nueve lugares distintos de esta misma tierra. Pero preferí entre todas a su madre, que murió al darla a luz y desde entonces ha sido ella, inspirada de una fortaleza celestial, el primoroso espíritu que como un querubín me ha ayudado a preservarme. Y sin embargo, aunque voy a extrañarla, ha llegado el momento de liberarla. ¿Me oís?

– Os escucho, caballero.

– Cuento con vos para ello. Voy a morir, lo sé; pero tal vez no tan pronto. Quiero saber qué ha sido de mi descendencia y debo partir. Y quiero confiaros mi más preciosa joya. ¿Me oís?

– Os escucho.

– Ya parece inevitable que el cristianismo eche a perder este Edén; si no se ha comido aún la manzana es porque no la ha sabido encontrar, pero de a poco irá contribuyendo a que se pudra. Pocos son los que respetan la vida y en mucho menos tienen la de los aborígenes. Sin mí, mi hija correría un gran riesgo y quiero protegerla. Por eso os decía hoy que extrañamente esta gente que buscáis es pacífica. Llevadla con vos hasta allí y procurad que se eduque en las costumbres europeas. No es que las prefiera; ya os he manifestado lo que pienso del cristianismo; pero ningún mal hay en disfrazarse para preservar la vida: es lo que hace el mundo. Partiréis en la mañana y os acompañarán las mujeres. También he de partir temprano y necesito a los hombres. ¿Puedo confiar en vos?

– Contad conmigo. Pero vos…

– No es eso todo. Hay más: me llevaré vuestro caballo, ¿os incomoda? Antes de que termine el verano os lo devolveré sano y salvo.

– Contad con él.

– Y hay un tercer favor que os pido, del que dependen los otros. Caballero, consentidme este capricho: va mi vida en ello.

– Decid.

– Ese anillo que guardáis con tanto celo… Quisiera verlo, que me permitáis tenerlo en mis manos por un rato. Os lo devolvería luego.

– Caballero…

– Pensadlo, joven. Id a dormir ahora y lo hablaremos en la mañana. ¿Duerme mi hija?

– Estoy aquí, padre…

– Oh, aparición delicada, mi primoroso espíritu.

– Y os escuchaba con atención.

– ¡Oh, maravilla!, ¿eres o no una doncella?

– No soy maravilla, pero sí doncella.

– Id a dormir, caballero. Os necesito descansado en la mañana.

Nuestro héroe se fue a acostar y dejó que padre e hija se despidieran. Seguía soplando el viento norte.

Al rayar el alba, el mismo joven le tendió el anillo. El viejo lo tomó en sus manos y lo estudió parsimoniosamente, recorriendo con una espina los más ínfimos detalles de la orfebrería.

– ¡Extraordinario! En un momento creí que podía tratarse de uno que perdí hace tiempo. Pero no; estaba equivocado. Tomad, os lo devuelvo. Seguid guardándolo con la misma diligencia. Ha llegado el momento de decir hasta luego. No habléis a nadie de mí. Volveré antes de que termine el verano. Y si no vuelvo…

– ¿Entonces?

– Volveré. Cuidad de las mujeres y proteged sobre todo a mi hija. Pensad en ella como en una esposa. O como en una hermana. Adiós.

Y el silbido del viejo, la llegada de Quirón, trepar de un salto, salir al galope y desaparecer en lontananza fue sólo cuestión de segundos.

*****



[1] Falta una hoja en el manuscrito. Hemos de suponer que estamos a principios de septiembre. Por lo demás, véase la nota 2.

Capítulo VII

BIFURCACIONES

…tres veces de Aquilón el soplo airado.[1]

– Las tres. –, dijo.

– ¿También las oís?

– ¿Me creíais ya muerto? Pero no mido el tiempo según campanas. Aunque a veces son precisas.

– ¿Hay iglesia cerca?

– No sé si iglesia, pero hay curas, que para el caso es lo mismo. Se creen que porque marcan el tiempo pueden medirlo.

– ¿Decís entonces que hay cristianos al norte?

– Sí, cristianos al norte; y cuanto más al norte más cristianos. Ésa era una hierba que no crecía en otro tiempo en estas tierras. Éstos de las campanas ya plantaron su cruz hace tres años. No es gente de temer, si no ya los habríamos arrancado de raíz; no os quepa la menor duda: ya lo hemos hecho otras veces.

– ¿No sois cristiano vos mismo?

– Tan cristiano como un aborigen: me los comería crudos.

– ¡Dios mío! ¿Sois también caníbal?

– Por favor, caballero: es un decir. De ser así, de vos no quedarían ni los huesos. Tampoco lo son los aborígenes. No hay caníbales en las cercanías.

– Sin embargo, se dice que a Solís

– Patrañas. Si naufragaron, se perdieron y no volvieron, es porque se mataron y se comieron entre ellos. Alguno habrá vuelto y habrá contado esa mentira: pues desconfiad de ése; ése es el asesino, ése el antropófago. Hasta hay aborígenes tan cristianos como los vuestros.

– Volvéis a vuestras paradojas.

– Y vos volvéis a equivocaros: no hay paradoja, es realidad. Si cristiano es el que adora a Cristo y teme a Dios en su misma persona, entonces es también cristiano el aborigen que tiembla con veneración ante los estruendos y los caballos y que fascinado por esas campanas y la música que oye algunas noches se prosterna ante la cruz. Pero yo sé guardarme muy bien de las sirenas y ya he tenido el gusto de conocer esas campanas y esas armas. Y no les tengo ningún miedo.

– Ya decíais que no era gente de temer. Tal vez si se trata de quienes creo os podría asegurar que es gente pacífica y cristiana, en el sentido en el que yo comprendo el término.

– Es gente pacífica, os lo concedo; tal vez porque los regentea una mujer o tal vez a pesar de eso. Y usan sólo las armas para cazar y en ese sentido podría decirse que son algo cristianos. Pero no iniciemos otra vez una discusión teológica en la que no llegaremos a ningún acuerdo. Os mostrabais interesado por quienes hacen sonar las campanas.

– Tal vez sea el lugar que buscaba. ¿No suenan río arriba?

– A tres leguas. ¿Es adónde ibais?

– Allí debo ir, pero…

– Yo mismo contaba con que os dirigieseis allí. ¿Qué os retiene? Ya hace casi tres meses…

– Caballero, vuestra salud…, vuestra vida…

– Oh, no voy a morir tan pronto como suponéis…

– Sin embargo… ¿Por qué no venís conmigo?

– Oh no, prefiero seguir ocultándome.

– Pero, ¿por qué os ocultáis tan cerca?

– Porque espero. Ayudadme a sentarme y alcanzadme la pipa.

– ¿No pensasteis jamás en que podríais esperar en vano?

– Aun muerto tendré esperanzas.

– Pues bien. ¿Habíais dicho que vuestro amigo el florentino se llamaba Vespucci?

– Decía ser florentino, decía llamarse Vespucci y decía ser mi amigo.

– ¿No decía también llamarse Amerigo?

– Así decía llamarse.

– Pues bien: ha muerto; hace años que ha muerto: mucho antes de que yo mismo naciera.

– Ya lo volveréis a encontrar en la historia llamándose Diego García o llevando cualquier otro nombre altisonante…

– Hay veces que no os comprendo.

– ¿Me habéis comprendido alguna?

– No os entiendo ahora.

– No me entendéis nunca, caballero. Siempre creéis haber hallado la respuesta antes de haberos formulado la pregunta y eso os lleva a conclusiones erróneas o disparatadas. No hay buenas respuestas, sólo existen las buenas preguntas. La verdad más cercana es siempre una pregunta, que lleva a otra pregunta, que lleva a otra…

– ¿Qué es lo que no he sabido preguntar?

– Nada.

– ¿Qué esperáis que os pregunte, entonces?

– Tampoco nada. Pero no hablo de trivialidades. Me estoy refiriendo a vuestro modo de ver las cosas. ¿No tenéis acaso vuestro propio enigma para resolver? ¿Por qué os ocupáis entonces tratando de descifrar otros que os distraen del vuestro? Por favor, jovencito, no hagáis que pierda las esperanzas que incluso he puesto en vos mismo.

– Disculpadme, caballero. No creía ofenderos.

– No me habéis ofendido. Era sólo una observación. Pero dormid. No os preocupéis por mí. Os necesito descansado en la mañana. ¿Dónde está mi hija?

– ¿Vuestra hija? ¡Estúpido de mí! ¿La muchacha es vuestra hija?

– ¿Qué creíais, jovencito?

– Por Dios, yo la creía vuestra esposa.

– Y aun creyéndola mi esposa la mirabais así, caballero.

– ¿Qué insinuáis?

– Nada insinúo, jovencito. Pero olvidadlo… Sí, ella es mi hija, mi más amada hija, la menor de todas. Otras nueve veces antes engendré en nueve mujeres diferentes en nueve lugares distintos de esta misma tierra. Pero preferí entre todas a su madre, que murió al darla a luz y desde entonces ha sido ella, inspirada de una fortaleza celestial, el primoroso espíritu que como un querubín me ha ayudado a preservarme. Y sin embargo, aunque voy a extrañarla, ha llegado el momento de liberarla. ¿Me oís?

– Os escucho, caballero.

– Cuento con vos para ello. Voy a morir, lo sé; pero tal vez no tan pronto. Quiero saber qué ha sido de mi descendencia y debo partir. Y quiero confiaros mi más preciosa joya. ¿Me oís?

– Os escucho.

– Ya parece inevitable que el cristianismo eche a perder este Edén; si no se ha comido aún la manzana es porque no la ha sabido encontrar, pero de a poco irá contribuyendo a que se pudra. Pocos son los que respetan la vida y en mucho menos tienen la de los aborígenes. Sin mí, mi hija correría un gran riesgo y quiero protegerla. Por eso os decía hoy que extrañamente esta gente que buscáis es pacífica. Llevadla con vos hasta allí y procurad que se eduque en las costumbres europeas. No es que las prefiera; ya os he manifestado lo que pienso del cristianismo; pero ningún mal hay en disfrazarse para preservar la vida: es lo que hace el mundo. Partiréis en la mañana y os acompañarán las mujeres. También he de partir temprano y necesito a los hombres. ¿Puedo confiar en vos?

– Contad conmigo. Pero vos…

– No es eso todo. Hay más: me llevaré vuestro caballo, ¿os incomoda? Antes de que termine el verano os lo devolveré sano y salvo.

– Contad con él.

– Y hay un tercer favor que os pido, del que dependen los otros. Caballero, consentidme este capricho: va mi vida en ello.

– Decid.

– Ese anillo que guardáis con tanto celo… Quisiera verlo, que me permitáis tenerlo en mis manos por un rato. Os lo devolvería luego.

– Caballero…

– Pensadlo, joven. Id a dormir ahora y lo hablaremos en la mañana. ¿Duerme mi hija?

– Estoy aquí, padre…

– Oh, aparición delicada, mi primoroso espíritu.

– Y os escuchaba con atención.

– ¡Oh, maravilla!, ¿eres o no una doncella?

– No soy maravilla, pero sí doncella.

– Id a dormir, caballero. Os necesito descansado en la mañana.

Nuestro héroe se fue a acostar y dejó que padre e hija se despidieran. Seguía soplando el viento norte.

Al rayar el alba, el mismo joven le tendió el anillo. El viejo lo tomó en sus manos y lo estudió parsimoniosamente, recorriendo con una espina los más ínfimos detalles de la orfebrería.

– ¡Extraordinario! En un momento creí que podía tratarse de uno que perdí hace tiempo. Pero no; estaba equivocado. Tomad, os lo devuelvo. Seguid guardándolo con la misma diligencia. Ha llegado el momento de decir hasta luego. No habléis a nadie de mí. Volveré antes de que termine el verano. Y si no vuelvo…

– ¿Entonces?

– Volveré. Cuidad de las mujeres y proteged sobre todo a mi hija. Pensad en ella como en una esposa. O como en una hermana. Adiós.

Y el silbido del viejo, la llegada de Quirón, trepar de un salto, salir al galope y desaparecer en lontananza fue sólo cuestión de segundos.

*****



[1] Falta una hoja en el manuscrito. Hemos de suponer que estamos a principios de septiembre. Por lo demás, véase la nota 2.

jueves, octubre 26, 2006

Capítulo VI

¡MIERDA!

El cuerpo, escondido en el baúl de ropajes de la duquesa, no tardó en despedir los vahos de los Huertos del Señor. Resultaba evidente para cualquier olfato no atrofiado por la traílla de rosas del lirismo cortés que algo se ocultaba bajo los pliegues de los vestidos añejos.

Habían resuelto deshacerse del inanimado entrometido, quien, aljofarado y oloroso, comenzaba a deslucir su breve ser. Sólo faltaba hallar los medios. Todavía quedaban algunas personas despiertas y, si bien era posible evitar la sala donde éstas se hallaban, no parecía factible sortear el ala izquierda del castillo, donde quedaban las habitaciones de los huéspedes; atravesar el vasto corredor con el cadáver a cuestas demandaba arriesgar el peligro de ser descubierto. Por otra parte, la fetidez, esa pátina mortuoria, emanaba con decisión. Que Santiago de Narváez estaba muerto, y bien muerto, no era asunto a discutir para nadie, excepto para el propio Santiago de Narváez, quien poseía la suficiente astucia como para embaucar al mismo diablo. El golpe en la nuca lo había postrado y la daga asesina le había perforado el vientre, pero él, que no por nada había nadado en los mares de Hipócrates y Galeno, sabía que la herida no era mortal, al menos por unas cuantas horas. Es cierto que la sangre corría de sus entrañas a pies ligeros, pero no así su honra de soldado. El olor a podredumbre, que confirmaba su deceso para los criminales, había sido un efecto no buscado, pero no por ello complejo. Parece ser que el frío de la mañana, el pollo comido anteanoche en la villa alemana, algunas cosas lenitivas y por si eso fuera poco, la confitura de los Duques, el agrio vino español y el beso de la putona germana, que tan bien hablaba el castellano, influyeron para que su estómago realizara una mezcolanza digna de explosión pantagruélica. Luego, entre compasiones y lágrimas ante la dureza del asunto, Narváez dio su espíritu, quiero decir que se cagó. Cagado y meado encima, si no pasaba por difunto, al menos nadie se acercaría para comprobarlo. Lo que demuestra que la astucia a veces es fisiológica y no filosófica, como son propensos a pensar ciertos escolásticos asustados por los demonios.

– ¿Será factible abandonarlo en el castillo? –preguntó Su Excelencia.

– Si nadie lo descubriera, quizá podríamos. Pero es un riesgo que no estoy dispuesto a correr.

Las voces llegaban opacadas por la madera del arcón, no obstante el español escuchaba cuanto podía. Sabía, desde que despertara, que no estaba solo en la morada y también conocía su situación como para arriesgarse a salir. El inventario de su cuerpo daba cuenta de una molesta conmoción en la mollera, una diarrea persistente y sus entrañas sangrantes. Era un héroe, pero no un idiota, ni un semidiós, ni un titán. A mitad de camino entre Aquiles y Tersites, necesitaba de todas sus fuerzas físicas para hacer frente a una huida y necesitaba huir para reponer sus fuerzas físicas.

“Dilema o paradoja, pensó Narváez, sólo los teólogos y los malos sofistas se pierden en los meandros de la razón. Es preciso que encuentre la forma; hallada ésta, la materia del asunto ocupará su lugar en el recipiente, como suele ocurrir”.

– El mensajero ha llegado, Monseñor.

– ¿De él o de ella?

– De ella, según creo.

– Haced que vuelva con su recado, o estamos perdidos.

No hemos de describir nuevamente el golpeteo pertinaz de los cascos de los caballos sobre la explanada de la fortaleza, ni la introducción de un sujeto en la sala del castillo. Necesario es aclarar que ya eran las cinco de la madrugada, la música había cesado y la desolación, la resaca y el sueño habían sucedido a la ruidosa fiesta. No está de más decir que el mensajero era el correo de Narváez, quien traía las instrucciones precisas para el cumplimiento de su misión y quien, de no haber sido porque sólo conocía de su contacto el nombre, habría vacilado un poco más antes de aceptar la primera versión de los hechos. Pero la vida está llena de incomprensiones y fracasos, y aún los personajes más famosos de la historia han sufrido la incompetencia de aquellos que debían ayudarlos en los momentos precisos y preciosos.

– ¿Buscáis a Santiago de Narváez?

– Sí.

– Ya no está en el castillo.

– ¿Partió sin esperarme?

– Sin esperaros en persona, sí, pero dejó un mensaje para vos. Helo aquí.

– Permitidme.

El forastero, que podría haber sido confundido con un cíclope a no ser porque poseía dos ojos y era un poco más estúpido que Polifemo, tomó el papel que se le mostraba cuidadosamente sellado, ríspido y con dobleces de hembra –hecho que debió haber llamado su atención, si su inteligencia hubiera sido proporcional a su altura– y lo rasgó con parsimonia. Al momento, se retiró a una esquina iluminada por la tenue luz matinal que anunciaba el nuevo día.

“Pentesilea: Habéis de saber que el destino, arma de los dioses, se ha empeñado en complicar la trama. Ya sabéis que más vale pájaro en mano que buitre volando, pero tanto el uno como el otro han corrido parejas con el viento, y yo tras ellos. Si los capullos florecen, estaré con vos en un mes; si no, recibiréis mi espada. He sembrado las semillas que, una vez crecidas, arrasarán con el desierto. Quedad en paz y olvidaos del asunto hasta mi llegada. Ya sabéis que soy vuestro.”

– ¿No os dijo nada?

– Perdón, caballero...

– Os pregunto si Narváez agregó alguna palabra cuando os entregó el mensaje.

– No, nada de importancia, sólo se despidió.

– Está bien. Entonces debo partir...

– Como gustéis, caballero, no obstante os recuerdo que sois bienvenido y podréis permanecer aquí si lo necesitaredes.

– Os agradezco vuestra hospitalidad, pero el tiempo no es mío.

– Entonces, id con Dios.

Mientras esta escena sucedía, Narváez, cuya sepultura portátil estaba a más de setenta metros y diez paredes del recinto donde se hallaba su correo, permanecía ignorante de la situación, y escuchaba, en el silencio, las presencias reales que pudiera haber junto a su odorífera persona. De momento oyó los pasos claros de un sujeto que se acercaban a su sepultura. Tan inminente era su proximidad que comenzó a sentir el forcejeo sobre la tapa del cofre. Tenía sólo una fracción de segundo para decidir qué hacer. ¿Ser o no ser? He ahí la cuestión. Tanteó su costado y descubrió que aún conservaba la daga valenciana, obsequio del gran César. Era lógico, nadie desarmaría a un cadáver. ¿Era lógico? Volvió a palpar su cuerpo y descubrió: su bolsa, con unos cuantos duros, su anillo, su reloj, pieza valiosísima de factura vaticana, un retrato de Lucrecia, montado sobre un bellísimo óvalo de oro, mierda, una piedra esmeralda, en cuyo interior había un poco de veneno, más mierda, un rosario de perlas obsequio de Lorenzaccio, una cadena de plata veneciana y un sorete[1] acuoso que se deshacía en sus manos.

“Ya entiendo –meditó–. El sujeto que se acerca no lo hace por haber recibido órdenes. Simplemente es un ladrón. Pero ya se sabe, quien mal anda...”

No terminó el pensamiento. La tapa se abrió y Narváez, rápido como serpiente, arrojó los restos del sorete en la cara del intruso quien, sorprendido, quiso gritar, no se sabe si por sorpresa o por miedo –los cadáveres no cagan ni usufructúan su cagadera– pero no pudo; Narváez no le dio tiempo, ya que en el instante en que cubría de barro –permítaseme la metáfora para mitigar la retórica escatológica– el rostro del intruso, con la otra mano hundía la daga en su garganta, que mezclaba al tiempo los colores, marrón y escarlata a borbotones calientes, en un espectáculo que, si bien no podríamos llamar atroz, al menos podemos denominar tragicómico.

–Lo siento, hombre. Era mi vida o la tuya.

Narváez dejó que el cuerpo cayera, lo levantó con las pocas fuerzas que le quedaban y lo puso en su lugar, es decir en el cofre, no sin antes desnudarlo para cambiarse de ropas. Ninguna precaución estaba de más. Quedaba tan sólo la limpieza de la sangre, tarea que le llevó unos minutos de repulsa, y de las heces del piso, faena que le produjo un placer infantil. Hecho esto, le desfiguró la cara a puñetazos –afán desagradable– y cerró la tapa. Fue justo a tiempo, porque se oían voces y tenía que ocultarse o que huir. Miró a su alrededor. ¿Había tapices en aquel madrigal de muerte? Sí, señor. Había un tapiz melindroso que representaba una previsible Melancholia, adornada con los consiguientes objetos alegóricos: el reloj de arena, la báscula inclinada, el oro, el llamador, el cuadrado mágico, la estrella refulgente y la espada rota. En un rincón, apenas visible, estaba el castrador Saturno con sus signos zodiacales: Capricornio y Acuario. Todo esto hubiera causado cierta inquietud en Narváez si no fuera porque no tenía tiempo como para darse el lujo de cargar con remilgos cristianos. Se metió detrás del cortinón, dispuesto a matar o morir, llegado el caso y pensando que difícilmente pudiera justificarse la ausencia de su guardián. Pero claro, hay veces que uno se salva –así como se condena– por un golpe de suerte. Sólo le quedaba rogar a la diosa Fortuna, puta si las hay, y así lo estaba haciendo cuando se abrió la puerta y entraron Su Excelencia y el enmascarado marmóreo.

“Dios proveerá” se dijo.

Y guardó silencio.

*****



[1] Como si tomara el nombre por la cosa o con el nombre la cosa, no hay diccionario que quiera recoger este vocablo. He aquí nuestro humilde aporte: sorete. (de or. inc.) m. Cada una de las partes en que, a modo de bastones, se divide el excremento humano. / 2. Por ext., el de algunos animales. / 3. fig. y fam. Persona sin cualidades ni méritos.

martes, octubre 24, 2006

Capítulo V

EL ANCIANO[1]

Boca arriba, la respiración ya calma pero los miembros inertes y laxos, sin fuerzas, los ojos abiertos hasta el agotamiento y fijos en el lentísimo curso de los astros por la serena noche estival para luchar contra el atolondramiento que amenazaba llevárselo al otro mundo, oyó la voz del florentino que se imponía al rumor de las aguas del Guadalquivir:

Tranquilízate, no es más que una borrachera.

Recordaba que se había sentido mal y que había salido a tomar aire; ya había comenzado a sentirse extraño en la posada mientras se burlaba de la chica que le decía la suerte y que luego se había ido con Francisco, pero las ideas giraban confusas en su mente y ya no recordó ni sintió nada más.

Cuando volvió a abrir los ojos yacía en una cama en una habitación desconocida. Acababan de sangrarlo y su cuerpo seguía sin poder realizar el menor movimiento: lo que parecía moverse era la habitación misma. Un extraño le dio a beber una cucharada de un líquido almibarado y volvió a caer en la inconsciencia.

Otra vez, una leve molestia aunque sin dolor volvió a despertarlo con la sensación de que lo estaban sometiendo a una práctica sodomita. Estaba tendido boca abajo en la misma cama y creyó reconocer al florentino que le preguntaba:

– ¿Dónde está el anillo?

– Debería llevarlo puesto. ¿No está en mi mano? Ni siquiera puedo mover los dedos… Dime qué pasa. ¿Voy a morir? No dejes que vuelvan a sangrarme. –, dijo o creyó decir, pero volvió a desmayarse acunado por el mismo mareo.

Las otras pocas veces que volvió a abrir los ojos en esa misma habitación, incluso en algún pequeño rapto de lucidez volvió a tener la sensación de que su cuerpo impedido se mecía al ritmo vertiginoso del cielo raso y las paredes, pero la última vez que los abrió ya había perdido la cuenta del tiempo que llevaba así y se encontró ante un cielo nuevo y desconocido boca arriba sobre el lecho fangoso de un río en una tierra no menos ignota.

Más o menos así reconstruía nuestro héroe durante los primeros días de su convalecencia los retazos de la desmembrada explicación de cómo había llegado al Nuevo Mundo el anciano, que haciéndole compañía al sol en su primera salida al aire libre, echaba humo por su nariz y su boca luego de aspirarlo por el tubo de una caña de tacuara de una cazoleta de barro cocido a la que estaba unido y en la que ardía un puñado de hierba encendida al rojo vivo, y le ofrecía el instrumento para que también fumara:

– No temáis, no es opio. Ya suficiente he tenido con el opio en mi vida. Había láudano en el vino y esa fue la medicina que usaron para embarcarme y dejarme olvidado en este mundo. Una dosis muy concentrada. Tendría que haberme dado cuenta, porque yo ya lo había conocido…

Y el viejo comenzaba a recordar anécdotas inconexas de su viaje a Oriente, pero nuestro héroe no le prestaba demasiada atención, porque tenía la impresión de haber leído ya eso en la obra de Marco Polo, cuya edición latina le había regalado Monseñor cuando niño para que mejorara sus estudios de gramática y a la que recordaba con rencor porque, como el conde decía que la había escrito “un muy grande amigo” suyo, fue a causa de este mismo libro que comenzó a darse cuenta de que el obispo también faltaba a veces al octavo mandamiento.

Y sin embargo el viejo estaba mayormente en silencio y era muy poco lo que hablaba; la muchacha, que lo acompañaba a todas partes y que para asombro del joven convaleciente había aprendido a hablar en tan poco tiempo con locuacidad prodigiosa la lengua española y tal vez por eso había dejado de llamarlo Mijubom–, era quien a veces explicaba o concluía sus frases incongruentes.

– Vos me sabréis disculpar, jovencito; –se excusaba él mismo– pero siento que de a poco voy perdiendo la memoria. La muerte se acerca y, sin embargo, vuestra llegada me ha traído cierta esperanza…

Y no obstante, durante la noche, mientras lo sacaba a mostrarle las estrellas para que aprendiera a orientarse, a veces se entregaba a largas explicaciones sobre su teoría heliocéntrica y hablaba de la oblicuidad del eje terrestre y de las elipses de la órbita de los planetas y de otra serie de disparates con los que aburría a nuestro héroe, que habría preferido quedarse a solas con la muchacha pero que sin embargo lo escuchaba con atención, por no dejarse llevar, tentado como estaba, y armar una pequeña Nueva Troya en este Nuevo Mundo haciendo al viejo lo que Paris le había hecho a Menelao.

Incluso una noche de agosto, después de una cena frugal y al tibio resplandor de unos rescoldos, habló cerca de dos horas consecutivas, con la mirada extraviada y la pipa apagada entre los dedos de la mano: «Para la época que voy a referiros, no hacía tres días que me hallaba de paso en París con domicilio eventual en la rue Saint–Honoré, donde pasaba en limpio las notas de mi último viaje. Volvía de Inglaterra. Había llegado hasta el norte de Escocia, no tanto por curiosidad geográfica como astronómica –en otra ocasión os hablaré de mis hallazgos–, y apenas si hacía diez días que había desembarcado en Calais, cuando en mi casa de París recibí carta de un amigo, en ese tiempo al servicio de Lorenzo el Magnífico, fechada en Florencia un mes atrás.

«Como una vez había tenido la idea poco cortés de no asistir a una cena íntima –siendo el principal y único invitado y con todos los honores– en casa de Rodrigo Borja y como, habiendo reventado cinco caballos esa misma noche por ganar el mar para embarcarme a Marsella y perderme en Francia, me había jurado no volver a poner un pie en toda Italia mientras hubiera un Alejandro VI en Roma, fue una gran alegría para mí enterarme de que mi amigo estaría en Sevilla a fines de junio y de que, como agregaba lacónicamente, hubiera novedades.

«Estábamos a principios de mayo y me dije que podía aún dedicar una semana de paciencia a trazar en escala algunas de mis observaciones y así, con unos pocos borradores imprescindibles, aligerar el viaje de algunas fórmulas y silogismos tan pesados que por eso he procurado llevar siempre en la memoria. No me faltó el tiempo, tampoco, para escribir a mi amigo Francisco y enterarlo de la cita con Vespucci (así se llamaba el de Florencia entonces), pensando que por poco que pudieran interesarle las novedades que vinieran de Italia, no iba a dejar escapar la ocasión de dar un fuerte abrazo a dos viejos amigos. Sin embargo, a último momento decidí no enviar la carta y dar una sorpresa a Francisco con una visita inesperada, como al acaso y de pasada por Valladolid de camino a Sevilla, a donde intentaría arrastrarlo con alguna excusa tentadora.

«Puse en orden mis papeles y mis libros con la ritual parsimonia indecisa de cada elección. Los estudios a los que estaba abocado me recomendaban la Historia Natural, pero como Plinio era ya un viejo compañero de viaje y los pasajes que más me interesaban los había aprendido casi de memoria –ahora mismo creo recordarlos incluso y os los recitaría palabra por palabra si estuviese seguro de no haberlos ido corrigiendo con las conclusiones de estos últimos años–, opté por Marco Polo para distraerme reviviendo en su libro lo poco que había visto en el Oriente –creo que ya os he hablado de estas maravillas.

«Bien, para abreviar os diré que en Valladolid no necesité de subterfugios con Francisco, pues al saber que estaba de paso y que volvería a partir a la noche, él mismo se ofreció (“Si no te estorbo”, me dijo) a acompañarme a Sevilla:

«– Su Majestad me ha concedido una licencia y, como estoy pensando en tomar los hábitos, la voy a aprovechar para irme despidiendo de la buena vida.

«En el trayecto, apenas si dos o tres veces mi amigo mencionara al otro, pero o bien yo le mostraba una puesta de sol, o bien a Júpiter que entraba en Acuario, o la media vuelta de la Osa Mayor y le explicaba la sutil diferencia entre lo que puede verse hacia el norte en España y lo que se llega a ver en Escocia o en Dinamarca –¿sabíais, caballero, que al sur de estas tierras las noches en invierno son tan largas como al norte de Europa?

«Una mañana a fines de junio llegábamos a Sevilla y me dirigí a la posada que mi amigo mencionaba en la carta:

“…búscame en La Mora Gitana y pregunta al posadero por don Diego García (soy español y entiendo algo de portugués: ciertas novedades que no creo conveniente poner por escrito me obligan a mantener el incógnito y mudar una vez más de nombre y de patria)…”[2]

«La Mora Gitana estaba en las afueras, a orillas del río. No necesité preguntar al posadero, porque encontré a mi amigo sentado en una mesa, leyendo y haciendo anotaciones en un libro.

«– ¡Dichosos son los ojos que te ven, mi amado don Diego! –, dije histriónicamente para que los pocos parroquianos me oyeran y nos dimos un largo abrazo.

«Francisco se sorprendió realmente al verlo. También Vespucci, pero no me dio la impresión de que se alegrara demasiado.

«– Así que don Diego…

«– Aquí me tienes.

«– ¿Y qué es de la vida de micer Rustichello?

«– ¿No lo sabías? Hace años que ha muerto

«– ¡Cuánto lo siento! ¿Qué sabes de Vespucci?

«– Andará por ahí, navegando.

«– Ah, mi querido don Diego, ¡cuánto tiempo sin verte!

«El abrazo no fue muy entusiasta.

«–Pero sentaos… Maese Luis, poned a calentar el horno que han llegado mis amigos.

«Después de comer, mientras descorchábamos la tercera botella de un vino de Anjou que maese Luis añejaba en su bodega, puse mis papeles sobre la mesa e intenté llevar la conversación hacia el punto que me interesaba. Pero Francisco insistió en que hacía mucho tiempo que no estábamos juntos los tres y, como uno más dos más tres eran seis y si hubiésemos sido cuatro –el recuerdo de Ezequiel y la diáspora pasaron por la mesa como la octava plaga de Egipto –habríamos sumado diez, proponía brindar por Pitágoras y dejar el trabajo para más tarde.

«En el sopor del vino y de la siesta, preguntó:

«– ¿Y qué tal el Nuevo Mundo, don Diego?

«Éste lo miró como si no entendiera y me miró de reojo. Lo conocía muy bien para no dejar de leer en su mirada, que había perdido por un instante el brillo, cierta turbación ausente en su calma exterior.

«– Has ido solo. Te creía en Italia. Siempre te creí en Florencia.

«– Te pedí que vinieras para hablarte de eso. –dijo (y estaba mintiendo)– Deja que navegue el florentino y bebe a la salud de don Diego. Más tarde tendrás la ocasión de comprender. ¡Salud! Por los viejos tiempos.

«Chocamos nuestras copas y seguimos bebiendo alegres hasta la caída del sol –esto es un decir: ya creo haberos demostrado que el sol no cae en ningún lado.

«La posada había ido quedando desierta y se había ido poblando de esas sombras que sólo se recortan en los crepúsculos estivales a orillas del Guadalquivir. Francisco estaba intentando encender una bujía que maese Luis nos había arrimado a la mesa, cuando sin que la viésemos entrar se nos acercó una muchacha que olía a mirra e incienso con un ligero vestido de muchos colores y largos cabellos sin recoger que caían en ondas castañas sobre sus hombros bronceados.

«– ¿Queréis saber vuestra suerte?

«La llama de la vela flameaba doble en sus ojos negros y rasgados e incendiaba el oro de las inmensas argollas que pendían de sus pequeñas orejas.

«– Vade retro, bruja impía; ¡aléjate! – la conjuró el florentino, pero la joven insistía concentrando toda su gracia en una sonrisa desdeñosa.

«– No nos molestes. ¡Via! –, volvió a decir, dándole la espalda y embozándose en la capa.

«– Dime a mí si he de tener suerte contigo, preciosa. –, le dijo entonces Francisco tomándola de la cintura e invitándola a sentarse.

«– Bendita sea tu hospitalidad, mi príncipe. –, dijo la muchacha, dejándose caer con una insolencia encantadora sobre las rodillas de mi amigo. – Y no maldigo a tu compañero porque ya está maldito. Cuídate de él. Y tú también. –, me dijo a mí, atravesándome con sus ojos oscuros y profundos. – ¿Qué lees? ¿El cielo? ¿La tierra? Yo leo en las miradas. ¿Quieres saber qué dice la tuya?

«Bajé la vista con timidez sobre mis garabatos, pero la joven me tomó con suavidad de la mano y pareció leer en ella:

«– Cuenta hasta diez y estarás perdido.

«Le clavé una mirada incrédula. Como nadie decía ni hacía nada, comencé a contar en voz alta. La joven me dejaba hacer, devolviéndome la burla en el espejo rasgado de sus ojos.

«– ¡Diez! –, proferí al fin con una risotada que sólo secundó Francisco.

«– Tendrás que aprender a contar.

«– Olvídate de él y dime la suerte a mí, que te he invitado a la mesa.

«– No temas a los hombres.

«– Confío en mis brazos

«– Te perderá una mujer

«– Todas me pierden. Tú sobre todo. Di cuándo y cómo.

«– Ya he dicho cómo, mas callo cuándo

«– Pues no lo sabes.

«– Has de morir…

«– ¿Tú crees?

«– …el mismo día que tu amigo el que no sabe contar.

«– Pues enséñale tú, que todo lo sabes.

«– Ya se empeñará en aprender

«– Soy duro de entendederas. –, le dije

«La muchacha me volvió a tomar la mano y me clavó los ojos. Esta vez le sostuve la mirada.

«–Pues suma uno y será uno lo que restas.

«Miré mis dibujos y mis notas con una superstición insólita: quizá ahí estuviera la clave.

«– Multiplica diez veces uno y te habrás dividido en diez partes

«– ¿En diez partes iguales? –, preguntó entonces Vespucci que hasta entonces se había mantenido al margen.

«Pero nadie se rió.

«La muchacha, que seguía impasible, respondió provocativa:

«– No. La más pequeña será la más grande.

«A una seña de Vespucci, maese Luis se arrimó a la mesa:

«– Hablas demasiado, doña Casandra, –dijo– y los caballeros tienen cosas importantes que decirse.

«– Si ya me estaba yendo.

«– Espera… ¿No serás tú la que me pierda?

«– Te pierda quien te pierda, ya habrá otra que te salve.

«– ¿Me llevas contigo?

«La muchacha salió y Francisco la siguió a ver si se salvaba o se perdía. Yo lo perdí para siempre, pues no volví a verlo.»

El anciano calló y se quedó dormido: hablar tanto lo había agotado demasiado. La muchacha le quito la pipa de las manos y el joven, luego de ayudarla a meterlo en su lecho, se retiró a su habitación. La muchacha se había acostado junto al anciano, velando. No estaba muerto, pero tampoco parecía quedarle mucho tiempo de vida.

*****



[1] Considero más adecuada esta forma para antiquus que su parónimo español más cercano puesto que, por bien que pueda reflejarlo, muy mal puede traducirlo. En el original, el adjetivo es usado indistintamente como nombre pero aparecen también aunque con menos frecuencia formas como senex y vetus. De todos modos, creo pertinente recordar a vuestra merced que no sólo en el título sino también a lo largo de los doce cantos de la epopeya mencionada, “El Antiguo” es siempre el epíteto de Néstor y jamás “El Viejo” o “El Anciano”. Por lo demás, ninguno de los episodios que el capítulo refiere tiene lugar en el canto épico.

[2] El texto original decía en un inglés rudimentario: “…thou art supposed to go to La Mora Gitana –thou wilt find it just riding on the right side down the river– and question the inner an if don Diego García is there (I am but a Spanish gentleman and mumble many Portuguese expressions: this sort of being–born–once–again alibi I do take for a warrant to keep as a treasure certain curious news that, whilst my right hand fears to put in words, will be poured in thine ears by thy coming to meet me)…” Quizá se pregunte vuestra merced qué designios se velan detrás de las palabras bárbaras y se distraiga de la mascarada a que se da inicio con este cambio de nombres. Pues seguid leyendo que, cuando ya lo hubiereis olvidado, os iluminaréis.