martes, noviembre 28, 2006

Capítulo XI

ORBIS TERTIVS

Era su propia figura la que desde la montura lo increpaba junto al soto.

–Yo soy el que soy–, dijo el reflejo.

Pero el viejo no se intimidó: no por nada había pasado años estudiando con esmerado desdén esas absurdas ideas tudescas acerca del Doppelgänger y de otros pobres diablos de esa calaña malparida. Tomó una cuerda y empezó a hacer extraños malabarismos semejantes a conjuros: sobre su cabeza giraba un círculo perfecto.

– Esto es mi pie; esto el tuyo; esto la soga. –, balbucieron al unísono viejo y reflejo, al tiempo que el anciano arrojaba la cuerda y enlazaba la sombra.

– Te tengo, puto.

– Pues entonces no me sueltes. –, profirió el espectro y tomó la forma de Simón de Montresor[1].

De un tirón, el viejo lo derribó del caballo y quiso atraerlo hacia sí; pero, a medida que jalaba de la soga, el desconocido fue sucesivamente Alejandro VI, una foca, el conde de *, Diego García, un jabalí, Esteban, fray Ezequiel, un león, la Inmaculada Concepción, Judas, un carpincho, Mahoma, María Magdalena, un ñandú, Narváez, Pablo El Diablo, una yarará, la prostituta de Babilonia, Vespucci, un surubí, hasta que dejó de arrastrarse y devino idéntico a su propio ser.

– Bravo, bravo, bravo…– dijo el viejo haciendo una reverencia: – ¡Celebro el progreso de tus dotes histriónicas! No en vano te auguré un día que serías un gran saltimbanqui. Aunque es una pena que todo haya acabado en mera tautología, porque ése era el final más previsible. Pero cuánto tiempo sin vernos, Plagiè: debí reconocerte en un principio.

– Sí, debiste haberlo hecho; pero te excusa el saber que no soy el único impostor en este mundo.

– ¿En este o en el otro?

– En todos, qué joder.

– Orbis tertius unum universum.

– Orbis tertius culus mundi.

– Mundus orbis tertii oraculum.

– Culus orbis tertius mundus.

– Orbis tertius ora et culus.

– Orbi mundi tertius culus.

– Unus mundus totus ab orto.

– Unus… quilibet… omnis…

– Sic putatur a culo.

– Sed cogitatur ab orto.

– Alii aliter opinabantur.[2]

– A qué tanto ingenio de juristas ni qué tanta agudeza de teólogos. No me invocaste para perder el tiempo intercambiando latinazgos. Dame el anillo y a otra cosa.

– ¿Dices que te he invocado?

– Hablábamos del anillo.

– Y de otra cosa.

– No mencioné otra cosa.

– ¿No dijiste acaso «Dame el anillo y a otra cosa»?

– No es más que un decir.

– Pues dale un nombre a la cosa.

– Tú ya sabes, Néstor.

– Sólo sé que no sé nada.

– Un viaje al otro mundo.

– ¿A cual?

– Al viejo.

– ¿Al de antes?

– Al de ahora.

– Eso es otra cosa.

– Pues dame el anillo y a otra cosa.

– Volvemos a empezar. Te olvidas de algo, Plagiè: mientras te tenga enlazado yo ordeno.

– Sea. Pero luego…

– Luego veremos. ¡A Roma!

– ¡A Roma! –, dijo entonces Cáceres y Plagiè y en un tris se vieron en la antesala de Pablo III. En esa parte del mundo ya era mediodía, pero el Papa recién acababa de levantarse y estaba de muy buen humor.[3]

……………………………………………………………………………..

Salió acompañado de Su Santidad. Ignacio de Loyola aguardaba con impaciencia. Un imperturbable suizo de la guardia sostenía sin esfuerzo a un mastín que también parecía esperar ansioso.

El Papa se le acercó y lo acarició con afecto.

– ¡Hermoso animal! ¿Os pertenece?

– Si os agrada, es vuestro. –dijo el anciano: – Óptimo, saluda a tu nuevo dueño.

Pero el mastín mostró sus dientes y comenzó a gruñir sin el menor decoro.

– Se ve que no quiere abandonarme. –, comentó el viejo como disculpa y, luego de tomar la cuerda con la que el guardia lo sostenía, se arrodilló ante el Farnesio y se retiró con el perro.

Apenas se había cerrado la puerta por la que acababan de ingresar el Sumo Pontífice y el de Loyola, el mastín dijo:

– Néstor traidor hideputa, dame el anillo y a otra cosa.

– Sabrás disculparme, Plagiè, pero me sentía sumamente obligado ante Su Santidad y como tú le caíste en gracia…

– Sabré disculparte también lo del suizo si volvemos al asunto del anillo.

– ¿Sabrás disculpar que además se me haya olvidado decirte que no lo llevo conmigo?

Por toda respuesta el perro se retorció en indescriptibles convulsiones hidrofóbicas que si bien parecían las de una horrenda agonía, terminaron por devolverle la forma original de don Óptimo de Cáceres y Plagiè.

– ¿Dónde está?

– ¿Tú qué crees?

– ¿Lo dejaste…? ¡Pues me las vas a pagar, Néstor!

– Regresemos.

– Tendrás que volver solo. Y puedes hacerme el amabilísimo favor de meterte el anillo en el culo.

– Escúchame bien, Plagiè –dijo el anciano tirando de la cuerda: – Sigues olvidando que estás en inferioridad de condiciones. Si quisiera, podría ordenarte que te convirtieses exclusivamente para mí en Helena de Troya. Pero no quiero abusarme. Sólo te invito a mi casa: allí beberemos una copa, brindaremos por los viejos tiempos y nos reiremos como dos buenos amigos. ¡En marcha!

– Sea. –, dijo Plagiè y en menos que canta un gallo volvieron al punto de partida.

– Dame el anillo y a otra cosa.

El viejo no respondió. Como el sol estaba en su cenit buscaron la sombra del soto.

– ¿Quieres beber una copa?

– Luego. Antes el anillo.

– Como prefieras. Camina adelante; yo te sigo.

Se internaron los dos en la espesura.

– ¿No podrías al menos librarme del lazo?

– Todo a su tiempo, Plagiè. Sigue adelante.

No había callado aún, cuando un fuerte tirón de la cuerda que casi lo derriba le dijo que Cáceres había caído en la trampa. Amarró la soga al tronco de un ceibo. En el otro extremo, Plagiè pendía enlazado al borde del precipicio. El anciano se le acercó cuanto pudo con un puñal en la mano.

– Sabrás disculparme, Plagiè; pero ya te había dicho que no lo tenía. Tú mismo te obstinaste y tejiste la red de tu propio engaño. Y como la pesca ha sido fructífera, me quedo con los peces gordos y devuelvo los chicos al río.

– ¡Por los viejos tiempos…! ¡Néstor, amigo mío, ¿qué te propones?!

– Oh, nada del otro mundo. Pero no puedo confiar en ti: sé que te debo una y no sé si podré pagarte. Que te sirva como adelanto saber que otro tiene lo que buscas. Mas ése es un secreto que no me pertenece. Y ahora, adiós. Voy a liberarte, porque me caes tan simpático que tengo miedo de encariñarme contigo. Una pena que no hayas aceptado la copa: era un buen vino. Ten cuidado: el precipicio es profundo. Procura iniciar el viaje antes de estrellarte contra el piso.

Y así diciendo, cortó con el puñal el lazo y precipitó a Plagiè en el abismo.

Al hondo silenció del mediodía sucedió el grito burlón de un ave que volaba al noreste, un alarido que más bien parecía un insulto ofendido.

El anciano se sonrió satisfecho y suspiró aliviado. Mientras, en lontananza, se perdían los graznidos como un eco ya inasible:

Orbis tertius culus mundi. ¡Chajá! ¡Chajá! ¡Chajá!

*****



[1] Vuestra merced pensará sin duda que se trata de un nombre falso, y pensará bien. De todos modos, volverá a aparecer en el manuscrito, para perplejidad vuestra y nuestra.

[2] Por razones obvias, no traducimos estas líneas.

[3] Hay dos hojas en blanco en el manuscrito.

domingo, noviembre 19, 2006

Capítulo X

CABALGATA

El Anciano cabalgó y cabalgó hasta que se hizo de noche. El caballo estaba a punto de reventar cuando se detuvo en una encrucijada de caminos. Ocultóse tras un árbol, montado aún, y aguardó. Había escuchado, quizá no muy claramente, el ruido inconfundible de unos cascos. El ignoto jinete se acercaba a galope tendido. Una vez que se hallara sólo a unos pasos, el Anciano asomaría su cabeza. Sin embargo, como por arte de magia, la maldita fiera pasó tan prestamente que no alcanzó a distinguirla. Ni siquiera supo si iba montado por un hombre, una mujer o un demonio. Absurdo. Descendió de su corcel y se echó en la hierba húmeda, dispuesto a dormir a la intemperie. Era una de esas habituales noches de verano en las cuales se puede contemplar la luna y contar sus máculas hasta que llegue el sueño. Y así se disponía a hacerlo, pero una breve iluminación pasó por su memoria. El anillo. No podía ser el referido en el Ars magna, ni en el Ars universalis, ni en el Ars demonstrativa ni en el Ars inventiva veritatis, y sin embargo, en el Arbor scientiae había un círculo que se le asemejaba demasiado. Según todas las probabilidades –aunque nunca se asen las contingencias, manojos dispersos de hollín y oquedad – era falso. Cierto es que el orfebre se había esmerado para que no lo pareciera, no obstante no podía engañarse a un experto. Había un pequeño detalle, una raspadura casi imperceptible en la concavidad, cercana al nombre grabado, que no había sido producida por accidente, sino con propósito funesto. El libro describía esa raspadura a la derecha del nombre, y aquí estaba a la izquierda. No podía ser, aunque todo dependía de cómo se leyera el nombre, ya que había dos, e incluso tres, cuatro y hasta cinco posibilidades de interpretarlo. De derecha a izquierda, de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba, y sub specie ars magna[1]. Si al menos tuviera el anillo ahora, bajo esta luna, para poder estudiarle.

– Ah, que tú escapes, en el momento de tu definición mejor.– masculló el viejo.

Y había escapado. No se había atrevido a pedirle al joven que le prestara la joya por unos días. Él parecía saber, o al menos intuir o conjeturar o presentir. No se puede forzar la verdad ante alguien que sospecha, ya que forzar la verdad es la manera más rápida de descorrer el velo de las apariencias. Y cuando hay un enigma, –preciso es decirlo– se debe jugar con las apariencias hasta el final. El viejo pensó que la analogía con el ajedrez, que en ese mismo instante venía a su mente, no era del todo correcta. Aquí los jugadores no contaban con las mismas piezas. A alguno de los dos le faltaba la reina y en su lugar pretendía coronar un peón. No. No era posible nominar este juego. Y no lo era porque darle nombre era rematarlo. Quien pudiera decir exactamente qué juego se estaba jugando, acabaría con la partida y obtendría el premio esperado. Nadie podía, sin embargo. Nadie podía nombrar esa cosa.

“Y como me decía ese hideputa de Vespucci, –rumiaba el viejo– todo lo que puede ser dicho puede ser dicho claramente, y de lo que no se puede hablar, mejor es guardar silencio.”

Pero, ¿por qué guardarlo? ¿Por qué abandonar la partida en el momento en que se encontraba con el eslabón que tanto tiempo había buscado? ¿Habría de dejar su trabajo, su sacrificio de antaño, en las manos de cualquier improvisado? ¿Habría de permitir que un vil aventurero lo concluyese y se erigiese con el triunfo? No. No se resigna la lucha de una vida, mucho menos la de varias. No se resigna el pasado a favor del futuro, ni siquiera del propio. Importaba bien poco que el Arbor scientiae contuviera una verdad y aún menos que el misterio del anillo sirviera, efectivamente, para algo. Lo que realmente tenía importancia era la búsqueda, la comprobación, el descubrimiento. Pero no el descubrimiento azaroso y oportuno, como el del genovés, sino el meditado, el paciente, el buscado y a la vez inoportuno, inútil e inefable. Él, mero lector de notas a pie de página de libros perdidos o casi inexistentes, tenía la llave. Él, simple buscador de enigmas en fuentes oscuras, tenía la cifra. Él, que prácticamente había creado la historia, que la había difundido, primero por solaz, luego por diversión, más tarde por placer y al fin por necesidad, debía agotarla, debía exprimirle hasta el postrer vestigio de conocimiento[2].

El Anciano ató su caballo al árbol. El animal pastaba con tranquilidad y sosiego, sabedor de que la noche sería su brebaje y su descanso. Sacó una botella y se puso a beber. El vino tinto, producto casero de su correo en los Andes, le disolvió los pensamientos. Su mente vagaba por los recovecos de las imágenes del hoy y los ayeres. Se echó junto al árbol, contempló las estrellas por un rato, dibujó círculos concéntricos y cuadrados lógicos en la tabula rasa del crepúsculo, atribuyó propiedades a los recuerdos de las cosas y letras cabalísticas a las propiedades y al cabo, exaltado pero satisfecho, sonriente, agradecido y sereno, dejó que sus párpados hicieran su tarea acostumbrada, quiero decir que se durmió.

Despertó cuando amanecía, en el instante en que la noche, piramidal, funesta, se retiraba fugitiva junto a la diosa de tres rostros, tres veces hermosa. El sabor agrio en su garganta le indicó que su alma había seguido el derrotero de Nictimene y de Minerva, que su ascenso por la escala de la ciencia había alcanzado a Faetón junto a su carro. El sabor acre en su garguero rubricó las vueltas del reloj sin probar bocado. Abrió la bolsa que llevaba consigo, siempre, y sacó el Tractatus de Lulio, debajo del cual había un mendrugo de pan, un tasajo y algunas frutas secas. Comió el banquete, más de mendigo que de rey, si bien más refinado que frugal, como si fuera el último, mientras contemplaba la salida del sol en el horizonte. Nada tan bello en el orbe que el sol sobre estas tierras, pensó. Nada más sublime que el calor dichoso del veranillo incipiente. Lástima que el Novus Mundus recibiera su nombre de ese florentino traidor, ariete de monjes y soberanos de baja laya. Si el malparido de Fernando hubiera sido más cristiano y menos católico, Colón habría bautizado con su sonoridad este edén. Pero no mucho se podía esperar de semejante padre, bastaba en cualquier caso con contemplar el rostro marchitado de Juana, recluida como una pobre perra perdida, (pálida, perturbada, aliterada, pía), hija de reyes, madre de emperadores pero mujer condenada al yugo y la soberbia de las razones de estado. Y sin embargo, poco valía. Si al menos él, olvidado y ausente de las cortes, llegara a comprender un mínimo porcentaje de la sabiduría del doctor catalán. Si tan sólo obtuviera el mathema universalis que descifrara ese espejo infinito de los signos. Entonces, macro y microcosmos pasarían a ser una vulgar fullería y él contaría perpetuamente con la carta marcada. En última instancia, todo se reducía a un problema de aproximación al objeto. Su acometida, a diferencia de la de Narváez, –que se pudra entre sus hembras–, era más poética y mística que lógica y filosófica. Su sentido de orientación era intuitivo, así había sido desde que iniciara el asunto y hasta el momento había triunfado. Verdad es que atravesar el Leteo, hermano de la muerte y el sueño, no era faena sencilla, pero sólo él, con su experiencia y su conocimiento, podía montarse en la barcaza. La felicidad de la empresa dependía de sus fuerzas, en mayor parte, y muy poco del azar. En cambio para el español y para sus secuaces italianos el azar era una voluntad inquebrantable de la Providencia y apenas si podían alegar una pizca de fuerza en su ayuda, un mínimo de ignorante sabiduría. Sólo tres hombres en el mundo podían colaborar con ellos; él, que era el primero de los tres, jamás lo haría, antes se resignaría a enfrentar la hora suprema. El segundo, oculto en algún secreto rincón de Estrasburgo, sólo respondería a sus órdenes, que de ningún modo serían dadas. Sólo el tercero era peligroso, porque el tercero le era desconocido[3]. ¿Quién, quién de entre los elegidos había borrado su nombre de la faz de la tierra? ¿Quién de entre los iniciados había pactado con Lucifer la entrega del secreto? Era preciso averiguarlo. Forzoso sería reconocer, en las miradas que lo auscultaron en su camino, al traidor, al nuevo Judas del nuevo mundo. Resultaba obvio que el perjuro, el perverso, el nefasto, lo había buscado y lo había encontrado. Más evidente aún era que se había acercado a Esteban, que había dialogado con él, que seguramente en este mismo momento, mientras él meditaba, estaba tramando la forma de conocer su secreto.

Abrió el Tractatus. Dibujó en la tierra húmeda, con una ramita de esa madera quebradiza del árbol durmiente, pluma improvisada de vestigios laceros. Figura ignis, figura terrae, figura aeris, figura aquae. BADC; CDAB; ABDC; DCAB. Tenía que superponer los diagramas, tenía que vislumbrar, tras la imagen irrebatible, el fantasma subliminal, espectro furtivo a las miradas de los mortales durante siglos. Los atributos, las propiedades, las dignidades, acudieron a su memoria como monstruos ingentes en pie de guerra. BCDEFGHIK: Bonitas, Magnitudo, Eternitas, Potestas, Sapientia, Voluntas, Virtus, Veritas, Gloria. Las potencias de Dios debían girar en las ruedas con la fuerza de la razón. Borró con su mano izquierda los diagramas y escupió sobre el barro. Nada era tan fácil como parecía. El doctor de la Iglesia jugaba demasiado con los alfabetos geománticos. Una lombriz, engreída serpiente, se regodeaba en los signos confusos de los elementos. La mayor dificultad, como ocurría a menudo, estaba en la mente del hombre, no en su escritura, que era clara y precisa. El error usual se cometía en la irremediable costumbre de soslayar los presupuestos, como si fueran cuestiones nimias, triviales, cuando en realidad lo eran todo. El resto era facundia, mero artificio, apariencia calcárea que ocultaba la esencia y la verdad. Sabía que Narváez había encontrado, más por albur que por arte, la primera de las claves, Bonitas. Era consciente de que Herr Ausdemhintern tenía la segunda, Magnitudo. Se le antojaba –pero no olvidaba que el juego de los presupuestos conducía siempre a la equivocación– que el tercero, quienquiera que fuere, contaba en su poder con la Eternitas y la Potestas. No obstante él, agonista marginal, había resuelto la Sapientia, la Voluntas y la Virtus. En consecuencia, sólo restaban la Veritas y la Gloria para alcanzar el objetivo, para coronar la empresa. Sólo dos atributos separaban el pasado del futuro, sólo dos estrellas y la rueda comenzaría a girar una vez más, y esta vez nada ni nadie la detendría. Puesto que quien develara las otras dos propiedades, haría cualquier cosa –y no pensaba, cuando apuntaba, con vago sarcasmo y sutil desidia, que “cualquier cosa” fuera sólo el fin de sus días, sino algo mucho más temible– para poseer las otras siete. El que develara las últimas dos dignidades perdería irremediablemente a los poseedores del resto. ¿Para qué engañarse? Bastaba con observar el estado del mundo. El cielo, horóscopo infalible, escribía en los astros que el momento, Cronos provisto de su guadaña, habitaba demasiado cerca en el vernáculo vientre. Hasta su caballo, aparentemente aislado de las cuestiones que abstraían a su amo del orbe, relinchaba asustado. Pero cómo, cuándo, dónde. Atalaya del espacio, una ave desmedida, americana, sobrevoló su figura. Elevó sus ojos al cielo y contempló el azul grisáceo de la mañana que nacía. Cerró los ojos y se dejó invadir por el aire cálido. Figura aeris, farfulló. Júpiter bajo la égida de Acuario. Figura ignis. “Eso es, hay fuego en sus ojos, fuego en sus labios, en su sangre toda.” La clave está en el fuego. El principio, el medio, el final, la llama de la vida y de la muerte, triunfo y derrota de Prometeo, alfa y omega de la sierpe infinita.

–He de iniciar la chispa que conmueva al cosmos y seguir su lumbre vengadora hasta el final de los siglos.–arrojó el aforismo a la quietud de la mañana.

– ¿Pues acaso sois sordo, viejo?

No había escuchado al caballo, tan concentrado estaba. Menos aún al jinete que lo increpaba desde su montura cubierta de oropeles. Mas estaba seguro de que la sombra de centauro que se proyectaba junto al soto pertenecía a la misma aparición fugaz que lo inquietara por la noche. Al ver el rostro del caballero, no pudo menos que sonreírse. Después de todo, es un lugar común, pero todos los caminos conducen a Roma. Y ni siquiera los ríos de la salvaje América, tan presurosos y caudales, que no medianos ni más chicos, desviaban sus cursos para evitar los encuentros en la inmensidad de esta dulce tierra.

*****



[1] Sic.

[2] Me atrevo a discutir esta afirmación. ¡Bienaventurados los pobres de espíritu, pues ellos no se proclaman creadores más que de su propio sino! D.h: Vete al demonio, Néstor.

[3] Miente y, peor aún, se regocija en el embuste como puerco en la mierda.

sábado, noviembre 11, 2006

Capítulo IX

CÁCERES Y PLAGIÈ

El 14 de marzo de 1552[1] no sería un buen día para nadie, ni siquiera para el autor[2] de esta mezquina y enredada crónica. Podríais pensar que la frase que antecede suena rimbombante, pero veréis: después de muchos años de buscar y no encontrar, ya estaba hartándome de jugar a la gallina escondida. Las desavenencias con mis camaradas, esto es, con mis cómplices, habían llegado al máximo tolerable de paciencia. Se me había educado, desde niño, para hacerles honor a las virtudes cardinales y para tener inclinación a las teologales. Cierto es que una cosa es lo que a uno le enseñan y otra muy distinta lo que efectivamente se aprende. Y si no, interrogadme a mí, Óptimo de Cáceres y Plagiè, que en estas cuestiones tengo más que experiencia. Mas no es oportuno interrumpir una digresión con otra, lo que implica que he de continuar.

El lento transcurrir de los inviernos me había transformado en un ser desconfiado por naturaleza, medianamente vil, rencoroso y con una dosis considerable de envidia malsana –suponiendo que exista esa otra que llaman buena–, por lo que mi temprana instrucción de cristianísima esencia se fue diluyendo cual la sal en el agua, cual la lluvia en la tierra, cual la sangre en el cadáver, quiero decir que se esfumó. He aquí que tan pronto como mi infancia hubo llegado a su fin –y podéis creer que llegó rápido– miréme en el espejo y vime metamorfoseado en una bestia incontenible imbuida de deseos epicúreos e innobles, ciertamente perversos y diabólicos. Es probable que creáis que os cuento todo esto tan sólo con el afán de justificar mis acciones, pero haced a un lado vuestra anteojera religiosa, que alguna vez fue la mía, pues ya veréis que no es así. Nada más lejano para mí que la necesidad de ser comprendido ni el interés en ser escuchado. Mi único y consecuente placer es gozar con la perplejidad de mis prójimos, siempre ha sido así y no veo por qué habría de ser de otra manera. Al fin y al cabo, durante lustros he meditado sobre un nuevo lenguaje que imitara el balbucir incontinente de los niños, ese dadadududadipapácagá. ¡Ay de vosotros, los que buscáis el cáliz de la sabiduría como si del Santo Grial se tratara! Apenas lograríais vislumbrar mis intenciones si yo las esbozara directa y claramente, tal como se estila en cuanto escolástico tratado de materias inverosímiles e inútiles circula por el orbe. Valga por caso esa falsa retórica obtusa de los gramáticos y los poetastros que da de beber a Tántalo y destruye la rueda mítica. Pero no escribo para enseñaros, diantre. Escribo para que contempléis en mí el resultado –que jamás tocaréis– del camino a la fortuna que anheláis. (Recordad: didudadadudimamáchupá.) Escribo para que vosotros no manchéis con vuestras plumas insolentes el caro pergamino, tan difícil de amar como de odiar con la sutileza que se merece. Pues vamos, escribo para burlaros y burlarme, para daros una estocada y limpiar la punta de la espada enrojecida en los recodos de mi memoria, sábana de pliegues riquísimos que acumula los mayores encantos de más de una existencia propia, (aunque capitalmente ajena, a qué mentir).

Escribo porque se me da la gana y se me canta el ojo del culo, al que algunos denominan, con cierto manierismo americano, upite.

Cuando reconocí a la bestia en el espejo, cuando noté que mi rostro era un minotauro más de un laberinto indestructible, decidí dar comienzo a mi tarea. Eso implicaba, lo sabréis con certeza, puesto que sois medio filólogos, encontrar una Ariadna, un Teseo, un Dionisio y variar la trama de la historia. Eso liaba el sabor de los jóvenes atenienses con la acritud de la repetición, sin ser matado ni vencido, ni malvado ni probo, sin valores éticos ni héticos. El permanecer eterno, fiel, inalterable, en el remoto fondo de un secreto jardín, ciego por igual al cielo y al infierno, pero por igual afecto a Dios y a Lucifer. Cortar la encrucijada, dar por tierra con las bifurcaciones, omitir el azar y reducir el destino –mi destino– a un romance heroico declamado por mi propia voz.

La bestia en el espejo, mi propio yo, mi esencia, habría de ser un demiurgo capaz de amasar el barro y destruir la carne y de someter el aire, el fuego, la tierra y el agua. Una Elefantenkarawane. Y para ello, debía realizar de nuevo la casi totalidad de mi aprendizaje. Mejor dicho, debía aprender y no ser enseñado. Mejor dicho aún: debía sentar las posaderas y ponerme a leer hasta que se quedaran sin línea divisoria ni límite alguno que diera lugar a la ebullición de la mierda.

Fue entonces que lo conocí.

Ocurrió en el instante mismo en el que mi conciencia se vio iluminada por el abismo oscuro de la desesperación; quería gozar de todos los placeres, desde luego, pero ya lo sabéis, timor mortis conturbat me, lo que podríamos reformular como: vade retro, marica mors. Me preguntaba, cara a cara con el monstruo en el espejo (caravana de elefantes, mastodontes, paquidermos) si sería perpetuamente yo aún más allá de la muerte. La imagen especular me devolvía ojos en llamas y desesperanzas funestas. La lobreguez del vacío se apoderaba de mis pensamientos y, si bien apenas contaba con quince años, veía a los sepultureros cavar la fosa tras mis espaldas. No podía ser.

Lo conocí un 14 de marzo. (Esta fecha me marca, es una cruz sobre mi espalda, la impronta de los dioses.) Allí estaba, con su barba rojiza, sus pómulos salientes y las fauces de lobo. Parecía esperar a que me decidiera a llamarlo, a darle un nombre que sin duda le pertenecía, pero que yo desconocía por completo. Debéis saber cuán peligroso es dar nombres a las cosas, puesto que más allá de las mañas nominalistas y las negaciones eternas de la realidad de los signos, nadie puede escapar a la vorágine de usar siempre, eternamente, las palabras adánicas que danzan en la ancestral memoria.

Se me presentó desnudo, tal como lo imaginamos en los juegos infantiles, siniestro, demoníaco. No podía ser de otra manera. El espíritu de la perversidad es efectivamente vil y hubiera sido ingenuo de mi parte esperar que me deslumbrara de belleza. Es cierto que los hombres cultos suelen ser amigos de la paradoja, pero yo me había curado de espanto hacía rato, al menos desde que me decidiera a abandonar la fe de mis padres. Y en cualquier caso, ¿para qué buscarlo? Sólo buscamos cosas perdidas, esto es casi normal, sólo buscamos lo que hemos poseído y olvidado y nadie que no haya sido partícipe de la maldad puede entregarse a ella. Por eso no me preocupa que me encuentren; no me oculto, simplemente me aíslo del mundo para pensar mejor. Nunca ha sido fácil el oficio de nigromante, menos aún en mi caso, poseyendo un secreto anhelado por algunos poderosos. Las pálidas mañanas de Estraburgo me convencen, no obstante, de que mi decisión ha sido acertada. El tenue sol y sus recíprocas estrellas completan el ciclo de mi existencia y mi rutina. ¿Qué podéis hacerme? ¿Qué podéis obligarme a hacer? No guardo mi secreto por mandato ni por juramento. No lo guardo ni por egoísmo ni por honra. Incluso podréis pensar, si queréis, que lo conservo por brutalidad. Nada quiero para mí, nada pido. Podría ocurrir que viniera el rey mismo a solicitarme, podría arrodillarse ante mí y llorar y yo sólo diría “Majestad, perdéis vuestro valioso tiempo. Llamad a vuestros verdugos, torturadme, pero mi boca y mi cuerpo entero están sellados.” Vosotros pensaréis que me vanaglorio de mi silencio con una inconsecuente verborrea, pero vuestras conjeturas me tienen sin cuidado. Sucede que me resigno a mí mismo. A lo único que me veo constreñido es a escribir, a tomar la pluma cada día y combinar los pocos signos que conducen al infinito. (Verbigracia: dadadidadadacogéputá.) Es una necesidad vital, una forma de establecer un puente entre mi mente y las que vendrán una jornada a recoger la historia de mi vida. De esta manera engendro mi hijo, como si recogiera conchas en el mar –si se me permite la metáfora–, ya que me está prohibido hacerlo de otra.

Comencé haciendo versos –es cierto y lo confieso–, versos sinceros y por ende malísimos, como todo el mundo. Intentaba verter al castellano esa forma tan bella y veloz de los tercetos. Pero me quedé a mitad de camino y me di cuenta de que la confusión babélica destruyó –quizá de manera irreversible– la posibilidad de traducir las eufonías. Me aburro. Es algo que me pasa desde joven. Cuando no hay acción, me irrito. Demasiado acostumbrado estaba a la espada como para contentarme con las estocadas de mi pluma y sus ficticias heridas de papel. Eso sí lo extraño. Las espadas, los duelos motivados por el absurdo, el viril entrechocar del acero a campo abierto. Podría, si quisiera, volver al ruedo. Siempre fui un buen espadachín y mejor esgrimista. Pero debería inventar los motivos, y ya estoy cansado. No es para siempre la juventud, por más pócimas que uno tome o elixir que conozca.

No hablé mucho con él, sin embargo fue suficiente. Teníamos una pasión por lo absoluto y proyectamos nuestros deseos en la esfera celeste y en los mundos subterráneos, simulando en nuestra inconciencia o nuestra ignorancia que existía un más allá en el cual había al menos dos seres que contaban con el don de la omnisciencia. Pero estábamos en un error. Aún lo estamos. Todos son fragmentos de saber, parcelas del conocimiento original, apenas sabiduría apocada. Todas las historias son citas veladas y alusiones encubiertas. Ahora et in illo tempore. También ésta, claro. Ni siquiera Dios posee la totalidad de los antaños, de los espacios, de las cosas y sus relaciones. Dios –debo decíroslo– no es filósofo. Tampoco el diablo. Por eso, si me preguntáis un nombre, diré un pronombre. Y si me pedís la vida, os daré la muerte. C’est tout, Boooloú[3].

*****



[1] Cf. Nota 2.

[2] Esta aseveración, del mismo modo que el capítulo íntegro, ha sido objeto de las más disparatadas y contradictorias conclusiones, desde considerar la existencia de dos autores hasta negar la autoría de Ezequiel de la Cruz o pensar el capítulo apócrifo. Sin embargo, basta echar una simple mirada a la caligrafía del manuscrito para echar por tierra cualquiera de las hipótesis. Ahora bien, argüir a partir de esto que toda la obra es apócrifa es una postura tan ingenua como la de negar la autoría del fraile por esconderse en el libro bajo la máscara de la tercera persona: hasta el farsante menos entrenado sabe que es más fácil cambiar de pronombre que de nombre.

Por otra parte, el carácter proteico del manuscrito no es sino una ficticia conjetura más de la siempre indiscutible autoridad, por cierto (aunque no por eso de alguien menos impostor), de un bibliotecario corto de vista que se ha perdido en el laberinto de las palabras como si amonedara sueños en el revés de los espejos.

[3] No es improbable que este extraño vocablo sea de origen provenzal, si bien no lo hemos corroborado. Su significado aproximado es “sujeto que lleva abalorios o bolitas de peso excesivo para su jubón, cota o mera vestidura.” Desconocemos el sentido que pudiera tener en este contexto.