domingo, noviembre 19, 2006

Capítulo X

CABALGATA

El Anciano cabalgó y cabalgó hasta que se hizo de noche. El caballo estaba a punto de reventar cuando se detuvo en una encrucijada de caminos. Ocultóse tras un árbol, montado aún, y aguardó. Había escuchado, quizá no muy claramente, el ruido inconfundible de unos cascos. El ignoto jinete se acercaba a galope tendido. Una vez que se hallara sólo a unos pasos, el Anciano asomaría su cabeza. Sin embargo, como por arte de magia, la maldita fiera pasó tan prestamente que no alcanzó a distinguirla. Ni siquiera supo si iba montado por un hombre, una mujer o un demonio. Absurdo. Descendió de su corcel y se echó en la hierba húmeda, dispuesto a dormir a la intemperie. Era una de esas habituales noches de verano en las cuales se puede contemplar la luna y contar sus máculas hasta que llegue el sueño. Y así se disponía a hacerlo, pero una breve iluminación pasó por su memoria. El anillo. No podía ser el referido en el Ars magna, ni en el Ars universalis, ni en el Ars demonstrativa ni en el Ars inventiva veritatis, y sin embargo, en el Arbor scientiae había un círculo que se le asemejaba demasiado. Según todas las probabilidades –aunque nunca se asen las contingencias, manojos dispersos de hollín y oquedad – era falso. Cierto es que el orfebre se había esmerado para que no lo pareciera, no obstante no podía engañarse a un experto. Había un pequeño detalle, una raspadura casi imperceptible en la concavidad, cercana al nombre grabado, que no había sido producida por accidente, sino con propósito funesto. El libro describía esa raspadura a la derecha del nombre, y aquí estaba a la izquierda. No podía ser, aunque todo dependía de cómo se leyera el nombre, ya que había dos, e incluso tres, cuatro y hasta cinco posibilidades de interpretarlo. De derecha a izquierda, de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo, de abajo hacia arriba, y sub specie ars magna[1]. Si al menos tuviera el anillo ahora, bajo esta luna, para poder estudiarle.

– Ah, que tú escapes, en el momento de tu definición mejor.– masculló el viejo.

Y había escapado. No se había atrevido a pedirle al joven que le prestara la joya por unos días. Él parecía saber, o al menos intuir o conjeturar o presentir. No se puede forzar la verdad ante alguien que sospecha, ya que forzar la verdad es la manera más rápida de descorrer el velo de las apariencias. Y cuando hay un enigma, –preciso es decirlo– se debe jugar con las apariencias hasta el final. El viejo pensó que la analogía con el ajedrez, que en ese mismo instante venía a su mente, no era del todo correcta. Aquí los jugadores no contaban con las mismas piezas. A alguno de los dos le faltaba la reina y en su lugar pretendía coronar un peón. No. No era posible nominar este juego. Y no lo era porque darle nombre era rematarlo. Quien pudiera decir exactamente qué juego se estaba jugando, acabaría con la partida y obtendría el premio esperado. Nadie podía, sin embargo. Nadie podía nombrar esa cosa.

“Y como me decía ese hideputa de Vespucci, –rumiaba el viejo– todo lo que puede ser dicho puede ser dicho claramente, y de lo que no se puede hablar, mejor es guardar silencio.”

Pero, ¿por qué guardarlo? ¿Por qué abandonar la partida en el momento en que se encontraba con el eslabón que tanto tiempo había buscado? ¿Habría de dejar su trabajo, su sacrificio de antaño, en las manos de cualquier improvisado? ¿Habría de permitir que un vil aventurero lo concluyese y se erigiese con el triunfo? No. No se resigna la lucha de una vida, mucho menos la de varias. No se resigna el pasado a favor del futuro, ni siquiera del propio. Importaba bien poco que el Arbor scientiae contuviera una verdad y aún menos que el misterio del anillo sirviera, efectivamente, para algo. Lo que realmente tenía importancia era la búsqueda, la comprobación, el descubrimiento. Pero no el descubrimiento azaroso y oportuno, como el del genovés, sino el meditado, el paciente, el buscado y a la vez inoportuno, inútil e inefable. Él, mero lector de notas a pie de página de libros perdidos o casi inexistentes, tenía la llave. Él, simple buscador de enigmas en fuentes oscuras, tenía la cifra. Él, que prácticamente había creado la historia, que la había difundido, primero por solaz, luego por diversión, más tarde por placer y al fin por necesidad, debía agotarla, debía exprimirle hasta el postrer vestigio de conocimiento[2].

El Anciano ató su caballo al árbol. El animal pastaba con tranquilidad y sosiego, sabedor de que la noche sería su brebaje y su descanso. Sacó una botella y se puso a beber. El vino tinto, producto casero de su correo en los Andes, le disolvió los pensamientos. Su mente vagaba por los recovecos de las imágenes del hoy y los ayeres. Se echó junto al árbol, contempló las estrellas por un rato, dibujó círculos concéntricos y cuadrados lógicos en la tabula rasa del crepúsculo, atribuyó propiedades a los recuerdos de las cosas y letras cabalísticas a las propiedades y al cabo, exaltado pero satisfecho, sonriente, agradecido y sereno, dejó que sus párpados hicieran su tarea acostumbrada, quiero decir que se durmió.

Despertó cuando amanecía, en el instante en que la noche, piramidal, funesta, se retiraba fugitiva junto a la diosa de tres rostros, tres veces hermosa. El sabor agrio en su garganta le indicó que su alma había seguido el derrotero de Nictimene y de Minerva, que su ascenso por la escala de la ciencia había alcanzado a Faetón junto a su carro. El sabor acre en su garguero rubricó las vueltas del reloj sin probar bocado. Abrió la bolsa que llevaba consigo, siempre, y sacó el Tractatus de Lulio, debajo del cual había un mendrugo de pan, un tasajo y algunas frutas secas. Comió el banquete, más de mendigo que de rey, si bien más refinado que frugal, como si fuera el último, mientras contemplaba la salida del sol en el horizonte. Nada tan bello en el orbe que el sol sobre estas tierras, pensó. Nada más sublime que el calor dichoso del veranillo incipiente. Lástima que el Novus Mundus recibiera su nombre de ese florentino traidor, ariete de monjes y soberanos de baja laya. Si el malparido de Fernando hubiera sido más cristiano y menos católico, Colón habría bautizado con su sonoridad este edén. Pero no mucho se podía esperar de semejante padre, bastaba en cualquier caso con contemplar el rostro marchitado de Juana, recluida como una pobre perra perdida, (pálida, perturbada, aliterada, pía), hija de reyes, madre de emperadores pero mujer condenada al yugo y la soberbia de las razones de estado. Y sin embargo, poco valía. Si al menos él, olvidado y ausente de las cortes, llegara a comprender un mínimo porcentaje de la sabiduría del doctor catalán. Si tan sólo obtuviera el mathema universalis que descifrara ese espejo infinito de los signos. Entonces, macro y microcosmos pasarían a ser una vulgar fullería y él contaría perpetuamente con la carta marcada. En última instancia, todo se reducía a un problema de aproximación al objeto. Su acometida, a diferencia de la de Narváez, –que se pudra entre sus hembras–, era más poética y mística que lógica y filosófica. Su sentido de orientación era intuitivo, así había sido desde que iniciara el asunto y hasta el momento había triunfado. Verdad es que atravesar el Leteo, hermano de la muerte y el sueño, no era faena sencilla, pero sólo él, con su experiencia y su conocimiento, podía montarse en la barcaza. La felicidad de la empresa dependía de sus fuerzas, en mayor parte, y muy poco del azar. En cambio para el español y para sus secuaces italianos el azar era una voluntad inquebrantable de la Providencia y apenas si podían alegar una pizca de fuerza en su ayuda, un mínimo de ignorante sabiduría. Sólo tres hombres en el mundo podían colaborar con ellos; él, que era el primero de los tres, jamás lo haría, antes se resignaría a enfrentar la hora suprema. El segundo, oculto en algún secreto rincón de Estrasburgo, sólo respondería a sus órdenes, que de ningún modo serían dadas. Sólo el tercero era peligroso, porque el tercero le era desconocido[3]. ¿Quién, quién de entre los elegidos había borrado su nombre de la faz de la tierra? ¿Quién de entre los iniciados había pactado con Lucifer la entrega del secreto? Era preciso averiguarlo. Forzoso sería reconocer, en las miradas que lo auscultaron en su camino, al traidor, al nuevo Judas del nuevo mundo. Resultaba obvio que el perjuro, el perverso, el nefasto, lo había buscado y lo había encontrado. Más evidente aún era que se había acercado a Esteban, que había dialogado con él, que seguramente en este mismo momento, mientras él meditaba, estaba tramando la forma de conocer su secreto.

Abrió el Tractatus. Dibujó en la tierra húmeda, con una ramita de esa madera quebradiza del árbol durmiente, pluma improvisada de vestigios laceros. Figura ignis, figura terrae, figura aeris, figura aquae. BADC; CDAB; ABDC; DCAB. Tenía que superponer los diagramas, tenía que vislumbrar, tras la imagen irrebatible, el fantasma subliminal, espectro furtivo a las miradas de los mortales durante siglos. Los atributos, las propiedades, las dignidades, acudieron a su memoria como monstruos ingentes en pie de guerra. BCDEFGHIK: Bonitas, Magnitudo, Eternitas, Potestas, Sapientia, Voluntas, Virtus, Veritas, Gloria. Las potencias de Dios debían girar en las ruedas con la fuerza de la razón. Borró con su mano izquierda los diagramas y escupió sobre el barro. Nada era tan fácil como parecía. El doctor de la Iglesia jugaba demasiado con los alfabetos geománticos. Una lombriz, engreída serpiente, se regodeaba en los signos confusos de los elementos. La mayor dificultad, como ocurría a menudo, estaba en la mente del hombre, no en su escritura, que era clara y precisa. El error usual se cometía en la irremediable costumbre de soslayar los presupuestos, como si fueran cuestiones nimias, triviales, cuando en realidad lo eran todo. El resto era facundia, mero artificio, apariencia calcárea que ocultaba la esencia y la verdad. Sabía que Narváez había encontrado, más por albur que por arte, la primera de las claves, Bonitas. Era consciente de que Herr Ausdemhintern tenía la segunda, Magnitudo. Se le antojaba –pero no olvidaba que el juego de los presupuestos conducía siempre a la equivocación– que el tercero, quienquiera que fuere, contaba en su poder con la Eternitas y la Potestas. No obstante él, agonista marginal, había resuelto la Sapientia, la Voluntas y la Virtus. En consecuencia, sólo restaban la Veritas y la Gloria para alcanzar el objetivo, para coronar la empresa. Sólo dos atributos separaban el pasado del futuro, sólo dos estrellas y la rueda comenzaría a girar una vez más, y esta vez nada ni nadie la detendría. Puesto que quien develara las otras dos propiedades, haría cualquier cosa –y no pensaba, cuando apuntaba, con vago sarcasmo y sutil desidia, que “cualquier cosa” fuera sólo el fin de sus días, sino algo mucho más temible– para poseer las otras siete. El que develara las últimas dos dignidades perdería irremediablemente a los poseedores del resto. ¿Para qué engañarse? Bastaba con observar el estado del mundo. El cielo, horóscopo infalible, escribía en los astros que el momento, Cronos provisto de su guadaña, habitaba demasiado cerca en el vernáculo vientre. Hasta su caballo, aparentemente aislado de las cuestiones que abstraían a su amo del orbe, relinchaba asustado. Pero cómo, cuándo, dónde. Atalaya del espacio, una ave desmedida, americana, sobrevoló su figura. Elevó sus ojos al cielo y contempló el azul grisáceo de la mañana que nacía. Cerró los ojos y se dejó invadir por el aire cálido. Figura aeris, farfulló. Júpiter bajo la égida de Acuario. Figura ignis. “Eso es, hay fuego en sus ojos, fuego en sus labios, en su sangre toda.” La clave está en el fuego. El principio, el medio, el final, la llama de la vida y de la muerte, triunfo y derrota de Prometeo, alfa y omega de la sierpe infinita.

–He de iniciar la chispa que conmueva al cosmos y seguir su lumbre vengadora hasta el final de los siglos.–arrojó el aforismo a la quietud de la mañana.

– ¿Pues acaso sois sordo, viejo?

No había escuchado al caballo, tan concentrado estaba. Menos aún al jinete que lo increpaba desde su montura cubierta de oropeles. Mas estaba seguro de que la sombra de centauro que se proyectaba junto al soto pertenecía a la misma aparición fugaz que lo inquietara por la noche. Al ver el rostro del caballero, no pudo menos que sonreírse. Después de todo, es un lugar común, pero todos los caminos conducen a Roma. Y ni siquiera los ríos de la salvaje América, tan presurosos y caudales, que no medianos ni más chicos, desviaban sus cursos para evitar los encuentros en la inmensidad de esta dulce tierra.

*****



[1] Sic.

[2] Me atrevo a discutir esta afirmación. ¡Bienaventurados los pobres de espíritu, pues ellos no se proclaman creadores más que de su propio sino! D.h: Vete al demonio, Néstor.

[3] Miente y, peor aún, se regocija en el embuste como puerco en la mierda.

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