domingo, noviembre 05, 2006

Capítulo VIII

SALVOCONDUCTO[1]

Huele a muerto en todas partes. –, comentó el Orador Romano.

Sí, huele como la mismísima mierda., creyó oír que resumía Su Excelencia el Duque, porque el tapiz de la Melancholía que opaco apagaba las voces, apenas si amortiguaba y ocultaba el mentado perfume y al mentido difunto.

El culo fruncido en la pared y apretando la espalda contra el muro, «Actuar pronto o esfumarse, he ahí el dilema» fue cuanto apenas tuvo tiempo de reflexionar Santiago de Narváez y Albuera con la daga en la mano, porque una vez más la indecible Fortuna le decía que Dios siempre provee y que finalmente todos los caminos conducen a Roma, por esa sencillísima virtud que tienen los castillos góticos de abrir puertas donde uno menos se lo espera.

Pero qué hacía el esbirro español en la alcoba de la Bella Durmiente, es algo que trataremos de explicar prontamente al lector, porque él mismo apenas si podía explicárselo. Por lo pronto le convenía cambiar de estrategia, guardar la daga inútil y hacer uso del arma que le había cargado la putona enmascarada, porque una belleza no durmiente, boca abajo e incorporándose de lado apenas en la cama, preguntaba con una voz dulce:

Sei tu, caro mio?[2]

– Sono propriamente io, carissimo amore[3] –, quiso su malhadado don de lenguas que respondiera instintivamente Narváez con acento florentino, sin poder evitar su delatora sonrisa de tahúr, mientras reflexionaba que aunque la Bella Durmiente tuviera unas pequeñas tetas de puntiagudos pezones que parecían tan reales como los que el cuento calla, también tenía por corazón[4] un culo tan maravilloso que había hecho que se le cayeran los calzones hasta las rodillas como por arte de magia y que, por si eso fuera poco, saliera a relucir su prodigiosa y fornida vara mágica, vieja compañera de tantos encantamientos y hechicerías.

Y parecía ser precisamente Santiago de Narváez el Príncipe Azul destinado a despertar a la doncella que tan profundamente dormía en el interior de esa portentosa y adorable maravilla, y tal vez a eso se debiera que se hubiese abalanzado sobre el cuerpo durmiente e iniciado una polvorosa cabalgata o viceversa, que esto muy bien el cuento no lo aclara. Lo que apunta claramente la fábula es que sólo temió ser el príncipe no esperado o esperado como príncipe o simplemente lo inesperado, pero que así y todo atinó a dar –aunque estuviera oscuro– en el único blanco que se le ofrecía para que la Bella Durmiente recuperara el habla y dijera con voz encantadora:

– Mai si ha visto più dolce equivocazione.[5]

Y aunque Narváez no comprendía si se lo decía porque hubiera mejorado o empeorado la puntería –vaya uno a saber con quien lo confundía– no dejó de hacer enternecedores comentarios que albergaban una lógica galante y altruista:

– Sabrás disculpar el equívoco, pero si elijo este camino, de tierras menos fecundas, es sólo porque a ti te conviene seguir siendo una puta sin parir que convertirte más tarde en la mismísima puta que lo parió.[6]

Y ya fuera porque la Bella Durmiente no entendiera los más agudos sofismas de la lengua castellana o porque le importaran un pito las razones cada vez más profundas del esbirro español, lo cierto es que al ritmo de su batuta mercenaria insinuó ya en bailarinas ondulaciones y contoneos los idóneos conocimientos musicales que revelaría más tarde luego, prescindiendo momentáneamente de su melodiosa voz hasta que la danza hubo acabado en afinadísimos jadeos.

– Vuoi dargli un’ altra vuolta alla pagina, caro amore?[7] –, preguntó entonces la Bella Durmiente; pero el esbirro español, amurado cual hiedra a su carne y más afirmado que los clavos de Nuestro Señor Jesucristo al madero, no tuvo la menor necesidad de volver la página porque ya empezaba a adivinar el final de la historia. Si bien había descubierto ya que la bella no dormía –tampoco vamos a creer que fuera tan ingenuo como para creer en todas esas bobadas de los cuentos infantiles–, ahora comenzaba a descubrir con espanto que la inocente protagonista era también, como suele decirse, un hombre de armas llevar y que, además, tenía una daga tan bien afilada como la suya, en tanto que al rosado resplandor del crepúsculo de la mañana reconocía en la Bella Durmiente al Cantante Romano –que no debe confundirse con el Orador– disfrazado de sílfide, al que apenas si le había prestado atención en el baile, mientras filosofaba con el duque y atendía a otros menesteres que se ocultaban detrás de las engañadoras máscaras y los inciertos antifaces.

– ¡Mierda! Tú me metiste en esto y tú me vas a sacar de ello –, gritaba enfurecido, luchando por quitar el puto hueso de las ignominiosas fauces de la jodida y embustera perra y sin comprender si el cuento tenía o no tenía moraleja.

– Tranquilízate, caro amore. Hacía tiempo que nadie me hacía sentir mujer y va a ser muy difícil olvidarte. Así que voy a ayudarte en todo lo que pueda. Di qué precisas y lo tendrás al punto.

– Salir de aquí, por lo pronto; salir del castillo sin que me reconozcan: es lo único que te pido. Y también que me guardes el secreto, por supuesto –, respondió mientras reflexionaba que, después de todo, no valía la pena llorar sobre la leche derramada y que nada le hacía una puta mancha más al tigre.

– Tal vez pueda ayudarte. –dijo el agradecido soprano– Me has dado una idea. Pero vas a tener que someterte y hacerme caso en todo lo que te diga, amore mio. Y podrías empezar por desnudarte y darte un baño, porque estás realmente que apestas.

Y parece ser que Narváez se sometió y le hizo caso, pues a las nueve de la mañana se vio andar por el castillo a una esbelta mujer vestida como las hadas en el teatro, a quien nadie había visto ni creído reconocer en el Maskenball y que, sin hacer caso de las galanterías de los jóvenes más madrugadores, buscaba presurosa la salida del palacio, donde perdió un zapato de cristal y a quien no obstante se vio poniendo pies en polvorosa a orillas del Rhin como una tímida doncella a quien siguiera un sátiro lascivo.

Y como sólo nos resta decir que el amenazado honor de esa enigmática dama –pero, ¿no vistió acaso el mismo Aquiles atuendos de doncella para que no lo embarcaran a Troya?– ha quedado intacto y sigue hasta el día de hoy castamente inmaculado, invitamos al lector a dar vuelta la página que Narváez no quisiera, a dejar atrás lo pasado y a seguir adelante con la historia.

*****



[1] Si nuestra responsabilidad de traductores no nos obligara a dar a la luz la versión íntegra de la obra, censuraríamos este capítulo de tan mal gusto por carecer de la más absoluta verosimilitud.

[2] En italiano en el original: ¿Eres tú, mi amor?

[3] En italiano en el original: Soy yo, querida mía.

[4] En el apéndice que se añade a la edición flamenca de Pablo El Diablo de Ezequiel Bel Rabí, se recopilan en metros de los más diversos y lenguas de lo más extrañas algunas líneas que se atribuyen a la invención del protagonista de la farsa. Tal vez el autor esté pensando en la copla que transcribo a continuación:

Teu bel culu sy assemeixa

a um cuoraçâo dybuxadu:

ô, arqueiro Amor, lho–festeixa

da meja fleita assaetadu.

No quiero dejar pasar la ocasión de recordar a vuestra merced lo que han hecho de esta copla el paso del tiempo y la lengua castellana, tal cual tuvimos oportunidad de escuchar a orillas del Paraná en el Rosario camino a Asunción, de boca de un joven criollo que se acompañaba de una pequeña guitarra:

Tu culo orondo se ofrece

cual corazón dibujado:

más lindo a mí me parece

con mi flecha traspasado.

[5] En italiano en el original: Jamás se vio tamaña equivocación

[6] En castellano en el original.

[7] En italiano en el original: ¿Quieres pasar a la página siguiente, amor mío?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Está un poco mejor el asunto, pero creo que el tal Narvaez tiene poco que dar...