Capítulo XIV
MONSEÑOR EL OBISPO, CONDE DE *
Exactamente en ese mismo instante, pero a una gran distancia de allí, daban las diez de la noche en Saint–Germain l’Auxerrois y, mientras el doctor dell’Orto despachaba en la antesala al perfumista de la reina, su adorable mujer, después de una cena encantadora que ella misma había preparado, preguntaba a su huésped que se había quedado solo con ella a la mesa:
– ¿No la pasa uno realmente mejor en París que en Toledo?
– Muchísimo mejor. –, respondía el Conde degustando un exquisito vino de Tokay que ya descendía deliciosamente por su garganta y la caricia de un delicado pie enfundado en la más finísima seda que subía muy suave y lentamente la entreabierta cuesta de su entrepierna.
– Pensar que el doctor sale de viaje en tres días y que me aburro tanto sola. Tampoco es que mi marido me entretenga demasiado. Por eso es una suerte tener en París a una amiga tan buena y tan desinteresada como María. A ver si viene a visitarme alguna vez también vuestra merced: Ah, no sabéis lo importante que es un hombre en la casa. Se hace tan larga la hora de la siesta…
Mas guardó silencio porque en el acto su galante solicitud de anfitriona habló con singular elocuencia por debajo de la mesa, aunque no sin dejar de celebrar con un lacónico hélas! la inflamada susceptibilidad del obispo para volver a callarse, con tacto, hábilmente, casi al mismo tiempo que María, que había ido a dejar la vajilla en la cocina –los dell’Arte no tenían servidumbre en París–, volvía a entrar al comedor diciendo a su amiga de la infancia:
– Ay, Dolores, tienes una casa realmente encantadora…
Monseñor dejó que conversaran las amigas, atento al primer acto del drama que aún no había terminado de desarrollarse detrás del telón que el quieto mantel sutilmente plegaba y desplegaba en sus entrelazados bordados sin encaje. Morir mudo o callar: that is the question. Tres días más y echarse una siesta. Morir: dormir; dormir, tal vez soñar…
And by a sleep to say we end the heart–ache, and the thousand natural shocks that flesh is heir to…[1]
El Conde no podía evitar –aun sabiendo que de esto moriría de un momento a otro, porque era él mismo quien llamaba con su propio cetro a la puerta del Averno– que sus ardores juveniles se fueran inflamando cada vez más con el correr de los años y era precisamente lo que había consultado al doctor mientras las damas se ocupaban en la cocina preparando los últimos detalles de la cena, sin obtener más remedio que una felicitación displicente:
– Ah, Monseñor, si yo a vuestra edad todavía conservare ese vigor, podré decirme el hombre más feliz del mundo.
Y ya no había querido preguntarle entonces sobre las malas pasadas que últimamente le venía jugando la memoria, porque el doctor se había reído como un idiota mientras lo palmeaba en la espalda con la siniestra enfundada en un guante negro mientras que con la diestra de guante blanco se acomodaba el miembro pensativo. Además, ¿qué podía saber de su edad ese monigote doctorado?
– ¿No opinas tú lo mismo, Renato? –, había agregado incluso como si se tratara de un chiste de lo más gracioso, dirigiéndose al perfumista de Catalina de Médicis a quien, de visita inoportuna a las ocho de la noche, hubo que invitar a cenar por compromiso. Pero Renato no había dicho nada y el Conde había considerado de muy mal augurio ese silencio.
Y al presente, todavía seguía padeciendo la potencia penetrante de esa hinchazón llena de vida. Otra vez ese fuego creciente que lo tensaba todo con ardoroso sigilo. Dolores en su palpitante corazón experto que siempre postergaba desangrarse con una dulce agonía: ése era su mal y de ese mal moriría, ya lo tenía asumido. Por eso pensaba ahora con morboso placer que tal vez la señora dell’Arte tuviera intenciones de matarlo o de seguir dilatando sus febriles ansias de acabar la vida así unos días más hasta que su marido saliera de viaje, se aburriese o se siguiese aburriendo y él viniera a entretenerla como creía haberle prometido. Y tal vez no habría tal día. Quizá lo olvidara, quizá muriera antes. Tendría que anotarlo para que no lo traicionara la memoria. Ya cualquier siesta de estas se lo recordaría. De todos modos, quedaba María. María, la que sabía callar con sumisión, la que sabía acatar con humildad sus prohibiciones… Ya descargaría su angustia en ella cuando volvieran a la habitación que no hacía una semana ocupaban en el Louvre.
Pero no fuera a creerse que temiera a la muerte, porque a pesar de los recurrentes ardores e inflamaciones, podía decirse que todos sus deseos estaban plenamente satisfechos. ¿No había logrado acaso ya de una vez y para siempre ocultar toda su historia pasada bajo el falso condado de *? ¿No había ocultado acaso su verdadero nombre bajo ese ridículo mote de Monseñor que todo el mundo le daba en Toledo y que le daban ahora en París, donde ya nadie lo recordaba? ¿No había ocultado bajo los castos hábitos de obispo su sola descendencia, ya a salvo de los males del siglo por su divina gracia y por el augurio de un Nuevo Mundo virgen en el que luego lo habría de heredar y recuperaría su memoria?
No poder ocultar (u olvidar) la inhumana evidencia de sus deseos más primarios era lo único que podía reprocharse, porque en eso apenas si se diferenciaba cualitativamente del más común de los mortales.
Se sonrió satisfecho y se dijo orgulloso que su plan había sido perfecto; que su plan era perfecto. Y eso era algo que no podía decirse de sus viejos amigos. Ni del honorable y querido Néstor, ese viejo muchacho ingenuo al que cualquier gitana putarrona le sacaba un anillo de las manos, que ya hacía años había desaparecido de la faz del mundo sin dejar rastros ni descendencia; mucho menos de Rustichelo, Vespucci, Diego García, Narváez[2] o como se llamase ese séptimo hijo de Pablo el Diablo[3], que tampoco había sembrado vástago en la tierra y que (como ese otro degenerado amigo suyo de Juan Borja a quien en nombre de su no menos incestuoso hermano César había tirado al Tíber para entrometerse también él –ce fils de putain!– en el lecho de Lucrecia) dormía su sueño eterno en las profundidades del Rhin –y de esto estaba tan seguro el conde como de que él mismo era el orador romano que había arrojado el pestilente baúl a las aguas; ni siquiera tampoco de Ezequiel, ese fraile bonachón, rechoncho y estéril, que escribiendo versos y estupideces no podía seguir siendo eterno y a quien pronto encontraría en su otra vida…
Porque estaba perdiendo la memoria (¿o la conciencia?) y sólo su punzante hinchazón le recordaba quien era. ¡Ding! Siempre. ¡Dong! Como era en un principio… ¡Dang! Dolores con suavidad. ¡Ding! Ahora y siempre… ¡Dong! Dolores con ímpetu. ¡Dang! In sæcula sæculorum... ¡Ding! Dolores con cosquillas. ¡Dong! Amén. ¡Dang! Ah, si conservara el anillo… ¡Ding! ¿Cuánto tiempo llevaba ya así? ¡Dong! Undécimo golpe del badajo en Saint–Germain l’Auxerrois.
– ¿No crees lo mismo, Francis? –, le preguntaba María, que sólo lo llamaba así en la intimidad.
– Ciertamente. –, había respondido el Conde que no tenía la menor idea de lo que estaban hablando.
– Apostaría que Monseñor dejaba que sus pensamientos se entretuvieran en otros menesteres, –decía Dolores haciendo hincapié en los menesteres del obispo– y no nos prestaba atención.
– Pues me habéis descubierto en falta, señora dell’Arte.
– Y una falta muy grande, caballero, que ya tendréis la oportunidad de remediar en otra ocasión. –, dijo Dolores sonriente, pero dando por terminado el primer acto. – Decíamos que parece extraño que el doctor no haya vuelto aún, habiendo dado ya las once. ¿Os molestaría ir a mirar en su despacho?
Mas quedaba el ardor inflamado (sin cosquillas, sin dolores) que le impedía levantarse de la mesa y el doctor ya volvía al comedor y se disculpaba por la tardanza.
– ¿No creéis que sea hora de volver, Monseñor? –, dijo María que no tuteaba a su amante delante del doctor ni de nadie. – Tal vez Dolores y el señor dell’Orto se quieran ir a la cama.
– Oh, para nada…–, dijo éste, que no veía la hora de que se fuesen y de ir al lecho con quien fuera, aunque fuese con su esposa, que lo hacía dormir en otro cuarto y cerraba con llave el suyo desde que volvieran de América.
– No faltaba más. –dijo Dolores escanciando lo que quedaba en la botella del vino de Tokay– Bebamos otra copa a la salud de Monseñor.
Pero la copa no pareció ser tan larga como el parloteo de las damas, ni tan profunda como el silencio de los caballeros. Sólo Dolores los acompañó hasta la puerta.
Huidiza Siringe, escucha el canto aflautado de la pena que endulzaste en los cañaverales.
Dolores desvaneciéndose como una ninfa de la que sólo queda la música.
Mais, l’autre, tout soupirs, dis–tu qu’elle contraste comme brise du jour chaude dans ta toison? [4]
La petite maison de los dell’Arte estaba casi a en el ángulo de Saint–Honoré y la rue du Pont Neuf, es decir, a dos pasos del Louvre; pero el Obispo sugirió:
– Volvamos por el río. La noche está apacible.
El desierto escenario de París a las once y media invitaba a animar con un segundo acto la velada. Sólo el roce del vestido de María se fugaba en lo profundo de la noche. No había luna.
¿Dónde te escondes, dulce Selene? Mi pobre caramillo es un puñal desnudo ¿Tendré que rasgar el manto azul de la noche para dar contigo? Monta a la grupa, trepa y dancemos.
– ¿Estáis viniendo, Monseñor? No alcanzo a veros.
– Sigo tus pasos, María. Toma mi mano…
– ¡Por Dios, Francisco, estás loco! ¿No ves que estamos en la calle?
– Está oscuro. ¿Quién puede vernos? ¿Quién nos conoce en París?
Huye, María, corre, métete al río; juega a que no te alcanzo. Huye, María, fluye y cuando no puedas más, espérame.
– Ya basta, Monseñor. Esperad a llegar a vuestra alcoba.
No me bastan, casta Pitis, ni tu castidad ni tus guirnaldas: un abeto ha crecido en mi jardín y está solo sin las flores de tu huerto.
– Por el amor de Dios, ¿qué te sucede; Francisco? Parece que has bebido demasiado.
– ¿Borracho yo, que tuve un día a las ménades de Baco todas juntas?
Ay, Arcadia, Arcadia…, ¿qué han hecho de ti los hombres?
– Pero, ¿qué hacéis, Monseñor? Os vais a tropezar con vuestras calzas.
Ay, Arcadia, Arcadia…, ¿qué han hecho de mí las mujeres?
– Desnúdate también, María. Vamos al río. Nademos en las aguas del Ladón.
– Vuelve en ti, Francis. ¿Qué pasa contigo? Escucha. Estamos en París y ése es el Sena. Van a dar las doce y el Louvre va a cerrar las puertas. Apurémonos, por Dios.
N’aie peur, ne crains pas, discrète Marie, nous sommes à Paris mais j’ai l’épée nue…[5]
Monseñor subió el telón y cerró el segundo acto. Llegaban al Louvre y había que envainar la espada.
Les salió al paso un suizo:
– Wohin gehen Sie, junger Mann? Wer seid ihr, Sie und das Mädchen?
– Ich bin der Graff von *. Und sie ist aber nicht ein Mädchen.
– Qui est–ce que c’est elle alors, la jolie mademoiselle?
– Monsieur, je suis...
– Sie ist die Gräffin von *.–, mintió el obispo, cuando sonaba la primera de las doce campanadas que cerraban las puertas del palacio.
Con la última ya terminaban de subir las escaleras y pensó que tal vez en la mañana Su Majestad se dignaría a concederle audiencia. Le pidió a María que lo acompañara a su alcoba y lo ayudara a desvestirse.
– Quítame todo.
– ¿Pensáis tomar un baño? Ya es tarde, Monseñor…
– Pienso nadar. Voy a arrojarme al Ladón, Siringe, hasta alcanzarte.
– ¿Otra vez, Francis? ¿Qué pasa contigo esta noche? Deliras…
– Estoy bien, María. Es sólo un juego. Desnúdate, también, que ya no quiero ahogarme más en tus vestidos.
Luego de más de veinte años de entretener las siestas del obispo y satisfacer sus caprichos, entregándose a todo tipo de juegos con los que había ido aprendiendo también a divertirse, María se dejó convencer acostumbrada y participó con inocencia en el que ya no consideró más enfermedad ni delirio y por eso no es culpable de las consecuencias posteriores, en las que habría de querer implicarla el doctor dell’Orto en la mañana y a lo largo de los dos años siguientes.
Por eso así, sin pecado concebida, María comenzó llena de gracia a desnudarse de espacio, solícita a la lúdica devoción del conde, enardeciendo la expectativa de un tercer acto en el que se descorren mil telones sucesivos al solo resplandor oscilante de una vela encendida.
Sumisa María, sal muy lentamente del vestido, así como florece en la engañosa fronda la más tímida ninfa…
Recuerda mis pecados en tus oraciones… Benedicta tu in mulieribus… Are you honest? Ruega por nosotros pecadores. Are you fair?
Húndete en las sedosas aguas, huidiza Siringe, y surge entre los pliegues de las olas, brota de la espuma en plena metamorfosis…
Velos que caen velo tras velo: María en el presente y el pasado, adiestrada por la tiranía de sus libretos, cambiando de papel como una actriz experta: el de nodriza por el de institutriz, el de esposa por amante, el de señora por criada.
‘Tis a pity she’s a whore… La puta que lo parió: Life’s but a walking shadow… Mysterium fidei. Et tuam resurrectionem confitemur, donec venias…
Ah, mi dócil nereida, sueño con la orilla de un río donde amasamos juntos el fango elemental de mis ancestros.
Morir en ti, María, donde ya he muerto; morir donde he vuelto a ser inmortal. Morir, dormir, tal vez soñar…
Mortem tuam annuntiamus…
Oye cómo oscila el péndulo del tiempo, atento a esos preludios fugaces que demoran la espera; es hora de entrar en escena: ya cae el telón como el último pétalo de una rosa desflorada en cuyo cáliz duermes tú como una sílfide desnuda.
Luna desnuda y muda, blanquísima Selene plena, monta como antaño, que mi vellón es tibio y suave: quiero subir al Liceo y bajar penetrando en la espesura, quiero zambullirme contigo en el Ladón y revolcarme en el barro de la orilla; pero así, cabalgando al paso, de a poco, suavemente, sin apuro, despacio, hasta que sea imposible estar tan quietos y mansos. Y entonces huye, María, fluye y cuando no puedas más, espérame…
Quia tuum est regnum, et potestas, et gloria in sæcula sæculorum…
Así, el péndulo osciló hasta su apoteosis in crescendo con la cuenta regresiva de las horas, y al dar la campanada de la una, sonó la última para el conde; el cual, entre convulsiones y lágrimas que allí estallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió. María, que con el último golpe de badajo del obispo sintió su cuerpo vibrar como la campana de Saint–Germain l’Auxerrois y que siguió vibrando un rato más y que todavía vibraba cuando se tendió a dormir a su lado, no se percató de ello hasta las ocho de la mañana, cuando al descubrir el péndulo del conde tal cual como se había detenido y atribuyendo el hecho a los frecuentes albores lúdicos con los que auguraba Monseñor un buen día, no pudo despertarlo aun a pesar de poner en juego sus más sonoros carillones.
Se hizo llamar al doctor dell’Arte para que labrara y firmara el acta de defunción, quien comentó que nunca había leído en un ningún libro de medicina que algún caballero hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como el conde; por lo cual, sin compasiones ni lágrimas de los que allí se hallaron, pidió hablar en privado con su compungida criada que era la única que lo lloraba:
– Estimadísima María, dos palabras. He estudiado el caso de vuestro señor y he de suponer que nada nuevo os dirá que os mencione el paro cardíaco, pues vos misma lo habéis visto y hasta palpado, si me permitís la confianza. Pero hablemos con rigor científico, sin metáforas y sin rodeos: la causa del paro es fácil de determinar y todo apunta a una misma culpable: rigor mortis, rigor mortui, rigor membri. Por no hablar del rigor de las leyes y del rigor de la justicia. Cherchez la femme! No es que yo tenga intenciones de hablar pero, en rigor de la verdad, si me preguntan… Noblesse oblige. No se puede ocultar lo que es evidente y la evidencia es muy grande. Porque un doctor no es el cordero de Dios, qui tollit peccata mundi. Y menos los pecados de un obispo. Por lo pronto, yo no me preocuparía por vestirlo, pues sería inútil. Más vale meterlo en un cajón así como está y callada enterrarlo con su cayado cuanto antes. Ya otro día hablaremos con más tiempo.
El cortejo a Montmartre se limitó a una litera de alquiler que siguió a una distancia prudencial a la carroza fúnebre.
En el cementerio, sólo dos mujeres presenciaban el entierro y, alejado apenas unos pasos y esperándolas junto al coche de alquiler, un personaje funesto a muy pocos pasos de los cipreses debajo de los que conversaban las damas.
– Me habría encantado verlo.
– ¡Por Dios! Para mí fue algo terrible.
– No sería tan terrible cuando vivía. ¿Cuánto tiempo llevabas con él?
– Más de veinte años. Siempre fue igual. Yo tenía dieciséis y él parecía tener veinte o treinta.
– ¿Es verdad que era tan viejo como dicen?
– No sé si era vejez: era experiencia… Ya era mayor cuando lo conocí. Pero no estaba viejo…
– No lo aparentaba. Yo no le hubiera dado treinta y cinco; cuarenta años como mucho.
– Ni siquiera eso. Tal vez lo fuera, pero ni parecía ni estaba viejo…
– Entonces es cierto lo que dice mi marido…
– Así como dice y tal vez más, Dolores. Ni te imaginas…
– ¿Pero es normal?
– No lo sé. Jamás me lo había preguntado. Pero vamos ya, que nos está esperando el doctor en la litera y una buena criada no debería llorar a su señor.
A la hora del almuerzo, Dolores quiso salir de la duda y le preguntó a su esposo si era algo normal lo que había visto y si no cabía la posibilidad de que, dadas las circunstancias, el conde estuviera vivo todavía.
– No. –dijo el intrigante doctor dell’Orto como si expresara un deseo y planificara echarse una siesta– Éstas son cosas que sólo se dan cada muerte de obispo.
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[1] En inglés en el original: Y con echarse una siesta acabar las aflicciones del corazón y dar fin a otras miles de reacciones naturales que la carne ha heredado…
[2] No menos ingenuo que Néstor, Monseñor participa del error de confundir ciertas figuras con ciertos nombres. Pero vos, atento lector, no dejéis que las mascaradas os confundan.
[3] Être d’un fils de Pablo El Diablo, hoy caída en desuso, era expresión corriente todavía en la época en que se desarrollan los sucesos para designar eufemísticamente a cualquier sujeto mal parido. No obstante, corresponde juzgar a vuestra merced si Monseñor usa el giro eufemísticamente o si no alude o designa con conocimiento de causa al hijo verdadero de este pobre diablo vapuleado por la historia.
[4] En francés en el original: Pero, la otra, toda suspiros, ¿crees que contrasta como la brisa que el sol sopla tibia en tu vellón?
[5] En francés en el original: No temas, María, que estamos en París pero llevo una espada.