jueves, diciembre 07, 2006

Capítulo XII

LA DUQUESA

Una noche de diciembre, entre las celebraciones de la Natividad y los festejos de la Circuncisión de Nuestro Señor Jesucristo, para los últimos días del año 1548[1], nuestro héroe meditaba una vez más en las palabras de fray Ezequiel (“…habla con la duquesa; sólo ella puede ayudarte en esto: tiene su experiencia y además, Esteban, con ella no correrías ningún riesgo…”) y daba vueltas en su cama para engañar al calor, a los mosquitos y otros demonios que no lo dejaban y no lo habían dejado dormir las últimas noches, cuando sintió que alguien se deslizaba en su alcoba con la delicada ligereza de un ángel y que, metiéndose en su cama, se acurrucaba a su lado.

Reconoció a la muchacha –a quien veía todas las tardes cuando bajaba a pescar al río y a quien creía durmiendo en la barraca en donde habían instalado a su gente junto a la de los Hermanos – que ahora, temblorosa y frágil como una tímida violeta que para abrirse sólo espera ver la luz del día, le susurraba en su lengua:

– Deja que me quede. Tengo miedo

– ¿Y ahora qué sucede?

– ¡La duquesa! Otra vez la duquesa: tengo miedo.

– ¿La duquesa? La duquesa es una mujer encantadora…

Tal vez el lector habrá podido reconocer en los aparentes treinta y cinco aunque maduros cincuenta años de doña Concha Consuelo del Castillo y Ordúñez, duquesa de Ottingen, la misma lozanía y frescura que a los diecinueve habían deslumbrado a nuestro viejo conocido don Santiago de Narváez detrás de un antifaz veneciano en un baile en Estrasburgo, cuando solía entretenerse prestando sus adorables encantos a las intrigas palaciegas de su esposo. Su Excelencia, cuatro veces viudo y ya viejo, la había tomado en quintas nupcias, hechizado por la galante coquetería de esa pobre marquesita de algún lugar perdido de Navarra o de Valencia, huérfana tan joven, tan virginal y fresca, y que, por si eso fuera poco, sacrificaba sus dulces dieciséis a cambio de algo tan insignificante como su bolsa inagotable. No vaya a creerse que el duque fuera tan ingenuo como para suponer que no hubiese algún interés oculto; pero así y todo le había dado en dote el mismo cuerno de la abundancia sin importarle que ella pudiera dotarlo mientras tanto también de una abundancia de cuernos, tan ocupado como estaba siempre en los asuntos de estado. Amor y política son cosas que no deben confundirse, pensaba el duque, y lo mismo creía la duquesa.

– C’est l’amour qui m’a rendue toujours jeune. –, había respondido a los cumplidos de su amigo y confesor en la sobremesa de una noche de octubre, pocos días antes de la llegada de don Ignacio de Narváez a la colonia con una flota repleta de libros y de los más variados y exquisitos vinos. – Se envejece cuando se pierde la costumbre. Y si no, mira en ti, Ezequiel, la falta que te está haciendo. O mira lo triste que se nos está poniendo nuestro joven caballero. ¿No os agradan las aborígenes, jovencito?

Por eso había dedicado su vida al amor; pero –y esto empezando por su propia persona y el cuidado de su cuerpo– al amor de las cosas inexorablemente bellas. Fue así que, en sus ratos de ocio (que eran los más) y cuando el duque no requería de sus encantos para intrigar en la corte, comenzó a disponer de su dote y se hizo retratar, antes que nada, por un pintor y escultor del Milanesado, con el que trabó conocimiento para contratarlo como su propio maestro de dibujo y pintura (jamás quiso esculpir por no arruinarse sus delicadas manos hechas para las caricias) y para que luego la vinculara con otros artistas de Italia, de los que aprendió su más refinado arte copiando y hasta prestándose a ser modelo de Venus y Gracias para infinidad de bocetos (con ellos se inició en los misterios de la anatomía, incluso mucho antes de conocer a su médico personal, un joven cosmetólogo y perfumista charlatán que se hacía llamar el doctor dell’Orto o dell’Arte), siempre reina de su pequeña corte inofensiva de la que el duque, tácito mecenas, pensaba desinteresadamente que era una caterva de borrachos mal paridos.

Sin embargo, la señora duquesa no perdía el tiempo como creía su marido y lo cierto es que cuando enviudó al cumplir unos floridos y espléndidos veintidós abriles, su colección privada era conocida como de las más exquisitas en motivos profanos en la Europa meridional de la segunda década del siglo y era todo cuanto había podido ahorrar de su dote, además del título, para el momento en que hijos legítimos y bastardos, primos y toda clase de parientes de Baden, Lorena y Estrasburgo se disputaban la herencia de las tierras y el castillo. Dejó el Rhin y se trasladó a París con cuadros y estatuas, además de unos cuantos baúles que pesaban demasiado para contener tan sólo vestidos y recuerdos, y pidió asilo en el Monasterio de Sainte Geneviève a su confesor y amigo fray Ezequiel de la Cruz que, aun siendo el más austero y severo confesor de nobles y reyes de su tiempo, era a la única a quien le consentía los caprichos hasta el punto de sacrificarse a estudiar con ella en el mismo pecado la medida justa de la pena, que acababa tratándose siempre del condescendiente rezo de un padrenuestro y dos o tres avemarías, porque sus caricias de amiga sabían muy bien cómo manipular los firmes y rígidos argumentos del fraile para que llegara siempre a la divina conclusión de que el pecado había valido la pena.

Confiando en que el lector desplegará su ilimitada imaginación para escribir el largo capítulo de esos veinticinco años de viudez en París, Roma o en la ciudad a la que siguiese a su santo confesor, sólo diremos que doña Concha Consuelo del Castillo y Ordúñez, duquesa de Ottingen, los llevó con la alegre naturalidad con la que vistió diez años su coqueto luto riguroso y con la que siguió luego rechazando las propuestas matrimoniales, sin dejar de aprovechar por eso la ocasión de entrar por cuánta puerta de palacio, alcoba o salón se le abriera, incrementando su colección, su modesto peculio y sus conocimientos plásticos y anatómicos, entre los fornidos brazos de muchos hombres y en la envidiosa boca de muchas mujeres; con esa misma querendona naturalidad con la que, fingiendo hechicería en el fascinante pestañear de sus encantadores ojos verdes, le hablaba a Narváez de su prodigiosa varita mágica y con la misma que no hacía dos días le había pedido que fuera a su alcoba durante la siesta a leerle a Alceo (“Porque este joven, don Ignacio, –había dicho– conoce los sonidos pero no entiende las palabras”); con esa misma naturalidad cristiana que no sabía apreciar la muchacha, hija de la naturaleza, esa noche de diciembre en la alcoba de nuestro atribulado caballero.

– Si tanto le temes, baja la voz que puede oírte.

– No puede oírme porque ha bajado al río.

– ¿Cómo lo sabes?

– Todos están en la playa y se divierten. Eres el único que duerme.

– Tampoco dormía. Pensaba en ti.

– Más piensan en mí Narváez y la duquesa. Pero otra vez me les he escapado.

No logro entender qué te asusta en la duquesa, y ya te explicado por qué Ignacio o cualquier hombre te miraría así; yo también…

– Contigo es distinto, porque tú nunca…

– ¿De qué crees haberte escapado ahora?

– Han bajado a la playa con mi gente, las más jóvenes, las han hecho desvestir y las metieron al río. No entiendo los ritos de tu pueblo.

– ¿No te conocí así también? ¿No os desnudáis para que ella os pinte?

– Pero esto es muy diferente; jugaba con ellas en el agua y parecía dirigir la fiesta. Me invitó a bañarme, pero no quise y me vine corriendo. Narváez, que también nadaba, se reía de mí y la duquesa me gritaba que fray Ezequiel nos iba a bautizar a todos juntos. Los hermanos cantaban.

Y eran estas ocurrentes ideas sobre celebraciones y festejos –y que por honor a la verdad diremos que a esos solos menesteres estaban consagrados los más devotos éxtasis de nuestra reverendísima Concha– las que habían hecho que, por padecer como el más aburrido fastidio esa hipócrita austeridad que habían puesto de moda en la religión cristiana tanta reforma y tanto cisma de los que no entendía ni quería entender nada (¿No decía acaso el Evangelio: «Amaos los unos a los otros»?), tomara un día la irrevocable decisión de abandonar definitivamente Europa y su pacata gazmoñería.

Y, como sólo su confesor parecía compartir sus convicciones teológicas (y si no ella ya se las arreglaría para que así fuese), lo había involucrado en su proyecto de fundar una colonia en América, para poder ser allí reina y señora. Fue así que en menos de tres meses había vendido casi su colección íntegra para comprar los veleros y pagar a la tripulación y los costos del viaje, conseguido los permisos y concesiones de sus más íntimos amigos de la corte de España y considerado hasta el más ínfimo de los detalles. Ella misma había elegido a los hermanos que la acompañarían, con la misma minuciosidad que estudiaba a sus modelos, recurriendo inclusive a sentidos más certeros como tacto, gusto y olfato porque, según solía decirles, “la vista sola puede resultar engañosa”.

Así, un domingo de Pascuas por la mañana se le adelantó al duque de Guisa que aguardaba a que fray Ezequiel le diera su bendición para comulgar en la misa e irrumpiendo en el estrecho confesionario besó a su amigo y lo estrechó entre sus brazos diciéndole que ya estaba todo listo. El santo padre, que había creído que tanto preparativo no pasaría de ser un capricho más de la duquesa, no salía todavía de su asombro un mes después, ya embarcado rumbo a América del Sud, dejando que esa femme charmante et terrible decidiera lo que iba a ser del resto de sus días[2].

Y era precisamente la apasionada duquesa quien, aunque hubiera concedido el priorato al fraile, con su infalible poder de decisión y aquella vieja bolsa sin fondo de Su Excelencia, había hecho que la Colonia se estableciera, sembrara, creciera, funcionara y cosechara sus frutos en menos de tres años, obrando muy poco ella pero sabiendo cómo distribuir y delegar trabajos y responsabilidades, limitándose a decorar primero la capilla, ya acabada, y luego a proyectar y ornamentar la iglesia, mientras instruía a los aborígenes, que los hermanos iban amaestrando poco a poco con la Biblia, en el arte del dibujo, la pintura y otros secretos anatómicos que le revelara el doctor dell’Orto, a quien había condenado (no hacía siquiera un año, y esto en ocasión de haber querido pasar la luna de miel en el Nuevo Mundo) a soportar de por vida los desprecios de su esposa Dolores, prohibiéndole tajantemente que se instalara en la colonia e intimándolo a volverse al Viejo Mundo, bajo amenaza de una ignominiosa ejecución que combinaba fatalmente la aguda cirugía de la canzoneta romana con la cruda antropofagia[3].

De su vasta colección, sólo había conservado y traído al Nuevo Mundo su primer retrato, una docena de tapices con motivos campestres y el Chotapollon[4], una blanquísima estatua de mármol pulido que no llevaba firma y a la que se obstinaba en llamar “mi Apolo milagroso” o simplemente Apolo, esculpida en tamaño natural y equilibradas proporciones, pero dotada también de una musculosa virilidad divina de rigidez marmórea hecha a la platónica medida de una rozagante Concha, caprichosa y siempre joven.

No hemos de narrar los avatares que sufriera durante la travesía por el mar Océano, porque merecería capítulo aparte, pero sí diremos que el sumo cuidado y atención que le diera en alta mar su inconsolable dueña permitió que llegara intacto el todo en beneficio de sus delicadas partes, en cuya fragilidad apreciaba la duquesa el goce sublime de su valor estético y que hoy por discreción callaríamos si el dios no se hubiese inmiscuido como personaje de la mayor importancia en esta historia.

Porque Apolo, el que hiere de lejos, tenía tenso el arco y su flecha estaba pronta a dispararse.

– No entiendo qué tiene que ver Febo Apolo en todo esto.

– Tendrías que haberlo visto. Parece un hombre verdadero.

– ¿No creerás que viva? Es una estatua.

– No, pero mientras nos dibuja, a veces ella le dice cosas que no entiendo y parece moverse. Tú dirás si hay brujería o milagro. Ella le habla y se mueve.

– Tú imaginas muchas cosas. Si no te gusta y le temes, cierra los ojos y ya. No tienes por qué mirarlo.

– No digo que no me agrade.

– ¿Entonces?

– Me recuerda a ti en la choza después del naufragio.

– No te comprendo.

– No te he vuelto a ver así.

– ¿Así cómo?

– Así como ahora, que aunque no te vea puedo sentirte.

– Sigo sin entenderte.

– Tú nunca comprendes; nunca quieres entender.

Recordando entonces nuestro héroe las palabras de fray Ezequiel (“…por el amor de Dios, imagina luego el horror que sería para ti enterarte...”), se dio vuelta en la cama y le dio la espalda, en parte avergonzado pero orgulloso también al verse ascendido en la escala de los dioses, de arcádico y grotesco como él mismo se veía, a olímpico y esbelto a los ojos de la muchacha.

– Quédate por esta noche, si quieres. –, le dijo: – Pero será mejor que duermas y me dejes dormir.

Y como, según ha demostrado Ovidio, es difícil que Apolo sea mejor arquero que Cupido, volvió a amanecer la Aurora virgen, calzando sus sandalias de oro para no dejar rastros en el lecho de nuestro héroe quien, luego de una intensa noche de insomnio, amaneció sonámbulo a la hora del almuerzo.

Estaban todos sentados a la mesa del patio bajo el emparrado, pero todavía no habían servido la comida. Como siempre, la duquesa llevaba adelante la conversación, pero nuestro héroe no se había desvelado todavía como para poder enterarse de qué hablaban. Hacía calor y zumbaban las moscas.

– Der Teufel! Parece que nuestro joven ha pasado una mala noche. Guten Morgen, caballero, ou dirais–je bonjour? Ya os decía yo que no os convenía seguir los consejos y ejemplo de vuestro confesor. Y tú mejor cállate, Ezequiel, ¿no ves que si sigue acumulando esos humores se nos va a poner malo? Yo sé muy bien lo que digo.

– Tal vez le siente bien un poco de ese vino de Málaga que nos ha traído nuestro querido Ignacio.

– Ay, Ezequiel, Ezequiel, si sigues empeñándote en esa prodigalidad bobalicona, agotarás la bodega antes de que llegue el invierno. El muchacho necesita otro remedio. Pero allá él… Si sigue obstinándose en cargar la cruz de tus sermones, terminará por crucificarse solo y ya tendremos Cristo para nuestra iglesia.

Mas el fraile no le replicó, porque para sorpresa de nuestro trasnochado caballero, salía en ese momento de la cocina, trayendo en una bandeja una botella y cuatro vasos, la joven mestiza de sus insomnios y comenzaba a escanciar el vino en la copa de Ezequiel con su habitual e inocente contoneo, del que Narváez, según creía comprobar ahora nuestro héroe, a pesar de mantenerse al margen con el libro entreabierto, no perdía de vista el más mínimo detalle.

El joven se levantó de un salto, le quitó la botella de las manos y le habló en su lengua aborigen.

– ¿No os decía yo que se nos estaba poniendo malo? Si hasta parece endemoniado ¿Qué conjuro acabáis de pronunciar, jovencito? Servidle a don Ignacio, pues yo no bebo vino en el almuerzo. De todos modos, se os agradece el gesto.

Llegó el hermano cocinero con la comida. La chica se había retirado a un costado e iba llenando los vasos a medida que se vaciaban.

– ¿Narváez? ¿No conocí yo a un tal Narváez en mis años mozos?

– ¿No habíamos hablado ya de esto, duquesa? ¿No siguen siendo mozos los años para vos?

– No me aduléis, don Ignacio, que me haréis sonrojar como una doncella. ¿No me habíais dicho que podría tratarse de vuestro padre?

­– Creía haberos dicho que con seguridad fuera mi hermano mayor.

– Me seguís adulando, caballero. ¿Y qué es de la vida de vuestro hermano, si puede saberse?

– Apenas si lo recuerdo: un día partió hacia el Rhin y no volvimos a saber de él. Mi madre solía decir, y espero no ofender con esto vuestros graciosos oídos ni los de nuestro santo fraile, porque tales eran las palabras de mi madre y las palabras de una madre son sagradas, que seguramente lo habría perdido alguna puta.

– Pues tal vez entonces fuera él… Era un hombre apuesto vuestro hermano y vos me lo recordáis, don Ignacio, os parecéis tanto a él.

– Tal vez fuera yo mismo, señora.

– Oh, ya basta de lisonjas, caballero; –concluyó la duquesa– pues terminaréis haciendo que crea que aún estoy en la primavera de la vida, y a vos no voy a ocultaros que ya he vivido unas cuantas. Y muy alegres, por cierto.

Y mientras se acomodaba como al descuido la orquídea que lucía en su pronunciado escote, acompañando sus palabras de esas miradas y fruncimientos de labios que tan buenos resultados le habían dado a lo largo de su vida, agregó risueña:

– Et je ne dis pas ces printemps qui me restent et qu’il faut vivre pour toujours.

Pero ya fuera porque era verano o porque servían los postres, Narváez no cogió o no quiso coger la flor.

No obstante, la fragante y lozana Concha alegre volvía a la carga, abriendo los prometedores pimpollos de su jardín florido:

– Quisiera que hoy nos leyerais a Safo, porque los pastores de ese Garcilaso que trajisteis de España son unos llorones y mis modelos se han puesto un poco tristes. A ver si nos alegráis la siesta, que os esperamos ansiosas.

– Tal vez nos quiera acompañar Esteban. Ven con nosotros, que hace calor y a esta hora el sol está que arde.

– Ah, no, don Ignacio, libradnos de ese joven malhumorado que nos aguará la fiesta. Tantas veces ha rechazado ya nuestra oferta, que cuando venga a golpear a nuestra puerta estaremos tan ocupados que nadie va a salir a abrirle. Si tiene calor, que vaya a ahogar su fuego al río. Venid vos solo, que ya tenemos suficiente compañía con las tres gracias y las ninfas que pienso poner en la tela. ¿Sabíais que esta salvaje belleza que nos escancia el vino modela hoy para nosotros como Venus?

– Mi adorable Conchita, –la interrumpió el fraile– ¿por qué no te llevas tus infatigables labios rojos y sigues ejercitando tu incontenible lengua con don Ignacio en tu alcoba? He comido demasiado y quiero echarme una siesta a la fresca. Ayúdame a poner la hamaca, Esteban, y alcánzame el libro y la copa.

– Pues me llevo también a mi Afrodita para que no te sigas bebiendo la bodega. Y vos, don Esteban, no os prestéis a ser su Ganímedes, porque es lo único que nos estaba faltando.

– Ve tranquila, Conchita, que no beberé más que una copa.

Nuestro héroe quedó a solas con el fraile, que le había dicho: “…No me mires como si lo supiese, si estuviera seguro hablaría. Es a ti a quien le toca descubrirlo, yo sólo puedo orientarte. Confía en mí, y ten paciencia. Mientras tanto esconde bien ese anillo, no se lo muestres a nadie…”.

Había ocultado muy bien el anillo, perfecto: por ese lado no corría ningún riesgo. No volvería a preguntar por su padre, todo eso lo había entendido y estaba haciendo todo lo posible por aprender a tener paciencia. Ya estaba empezando a comprender lo que tendría que haber hablado con la duquesa y se daba cuenta de que también ya varias veces había desaprovechado la ocasión. Sin embargo, le quedaban muchas cosas por preguntar todavía. Pero Ezequiel ya había empezado a roncar despatarrado en la hamaca.

Así que pasó la tarde solo, ahogando sus penas en el río.

Cuando cayó el sol, ya a la hora de la cena, fue el primero en sentarse a la mesa, pensando en que no había vuelto a ver a la chica ni a nadie desde el almuerzo. Narváez y la duquesa se mostraban risueños y había creído notar cierta familiaridad nueva en el trato, como si comenzaran a tutearse, pero no había podido confirmarlo porque, como doña Concha estaba cansada y aparentemente satisfecha de la vida y no tenía ganas de que nadie le hablara ni hablar con nadie, recordó repentinamente que era el día de los Santos Inocentes y como no había cosa en el ancho mundo que su confesor no le concediera, le sugirió que toda la Colonia hiciera un voto de silencio hasta que dieran las doce. Comió muy poco y luego de cenar se retiró a su cuarto.

A la luz de una vela, Fray Ezequiel se había entregado a la lectura y a sus consuetudinarias libaciones. También leía Narváez, y cada tanto escribía en el libro con una pluma que tenía en la mano. Nuestro héroe quiso preguntarle qué anotaba, pero como luego recordó el voto que les había impuesto la duquesa, compartió unos minutos más de silencio con ellos y se retiró a su alcoba.

Se desvistió y tendió los miembros sobre el blando colchón de su lecho. Seguían dándole vueltas por la cabeza y por todo el cuerpo las palabras del fraile (“…no digo el horror del acto, porque la carne es débil; no digo el horror de saberlo, que vaya y pase, porque todavía nos queda el arrepentimiento; pero el horror de enterarte luego de haber engendrado en tu propia sangre…”), y no obstante, como la noche estaba más fresca y corría una leve brisa, sintió que el sueño le iba cerrando los párpados.

Al rato despertó con un dulce y anhelado sobresalto:

– ¿Otra vez por aquí?

– Deja que me quede. Me siento sola: extraño a mi padre y sólo tú me lo recuerdas.

– ¿Me le parezco?

– No, pero recuerda que él mismo pidió que cuidaras de mí como de una esposa.

– O como de una hermana… Hazme lugar que hace calor.

Sin embargo la noche está fresca. ¿Has olvidado a mi padre?

– En él pienso; pero, dime: ¿cómo has pasado la siesta? ¿O tal vez deba decir “la fiesta”?

– Eres injusto.

– Perdona, he tenido un mal día.

– Yo también. Abrázame, sólo te pido que me abraces, nada más; me siento tan sola…

– ¿No la has pasado bien?

– Sólo ellos se divierten. Me aburro, me aburro espantosamente.

– ¿No declama a las mil maravillas don Ignacio?

– Apenas si entiendo lo que lee. Y hoy ha leído muy poco.

– ¿Qué hacía?

– Comentarios de los más galantes. “¡Qué belleza…! ¡Qué hermosura…! ¡Sublime…! ¡Encantador…! ¡Extraordinario…!”

– ¿Y por qué lo decía?

–No sé si por nosotras o por lo que ella pintaba. Luego se calló y sólo se oía el roce del pincel sobre la tela y cada tanto a la duquesa, que lanzaba sus acostumbrados suspiros.

– Pero, ¿qué hacía Ignacio?

– Yo no podía verlo porque me habían hecho posar de espaldas, pero en los ojos de mis compañeras podía adivinar que algo haría. Vas a burlarte, pero tuve la impresión de que la estatua estaba cobrando vida de nuevo…

– ¿No me vas a decir que otra vez se movía?

– Quise volverme pero no pude, porque oí que me decían: «No te muevas, jovencita: no sea cosa que te suceda lo que a la mujer de Lot». Era la voz de Narváez, y la duquesa se reía a carcajadas. No entiendo qué quiso decirme ni lo que estaba pasando, pero tendrías que haber oído cómo se reía la duquesa.

– ¿Y dices que no sabes lo que hacían?

– No logro imaginarlo.

– ¿Quieres saberlo?

– ¿Lo sabes tú?

– Voy a tratar de explicártelo. Date vuelta y mírame… No temas: no soy el Ángel de la Destrucción. –, le dijo cariñosamente y comenzó su explicación con parsimonia y de espacio, besándola primero en los labios y luego en la boca, y acarició y también besó con devoción sus florecientes pechos virginales y juntó su cuerpo al suyo para iniciarla e iniciarse en los sagrados misterios más embriagadores de ese rito ancestral que confunde todos los recuerdos en un solo Leteo, la eternidad y todas sus delicias en un intenso instante de éxtasis sublime, en cuyo balsámico momento culminante apenas si tuvo tiempo de preservar a la chica de esos humores de los que por fin se estaba liberando, para poder pensar sin horror y aliviado (“curado”, diría al día siguiente la duquesa) en lo que le había querido decir fray Ezequiel.

*****



[1] Cf. Nota 2.

[2] Sería faltar a nuestra responsabilidad de historiadores no recordar a vuestra merced que la verdadera razón por la cual la duquesa logró tal agilidad y apoyo en sus preparativos de viaje fue que Ezequiel se había tornado ya molesto, por no decir peligroso, para la nobleza y el clero, desde que sus más influyentes representantes comenzaran a sentirse aludidos en los elocuentes sermones con que el preclaro confesor los sorprendía cada domingo desde el púlpito.

[3] El manuscrito, no por pecar de literal es menos artificioso e intenta expiar la falta en verso con prosaicos hexámetros:

dicens esse ipsam scissuram dentibus illi

esuramque suis ipsam testiculos crudos.

No menos artificiosa, la traducción es metafórica.

[4] En griego en el original: Apóllon phallikós o phallephóros

1 comentario:

Anónimo dijo...

Mira tú por dónde viene a saberse la historia de mi tataratataratatarabuela. Pero no creais todo lo que os cuentan. Que ni Pablo era tan Diablo, ni Marcelo estaba tan en celo. En el fondo siempre le tuvieron un poquitín de miedo a la Duquesa.