sábado, diciembre 16, 2006

Capítulo XIII

REMINISCENCIAS

– Amigos, romanos, compatriotas… –decía o creía que había dicho y luego (o a un mismo tiempo, no estaba seguro) arrojaba un pesado baúl a las aguas del río. Un pesado baúl en el que, por otra parte, la duquesa guardaba sus vestidos (de eso creía estar seguro: no podía borrar de su memoria ni el tapiz de la Melancholia en sus habitaciones ni toda una serie de alocados ejercicios espirituales con la mismísima Concha); pero pesaba enormemente porque los vestidos sepultaban un cuerpo y ese cadáver oculto entre los ropajes, aunque no lo hubiera visto, le parecía (y sin embargo esto era de lo único que estaba seguro: ya lo sabía de antemano y estaba en el trato: «A ti te toca deshacerte del muerto», le había dicho el enmascarado) el de su amigo don Ignacio de Narváez.

Una húmeda explosión súbita en la superficie de las aguas turbulentas lo sacaba entonces del sueño o del ensimismamiento –que muy bien podía ser una cosa como la otra: esa vaga impresión le sobrevenía con más frecuencia al nadar o mientras caminaba solo que al dormir. Tal vez fuera el remoto recuerdo de un sueño que había olvidado, pero ese impostor del sueño no era otro que él mismo y se presentaba siempre bajo la forma de un recuerdo tan vívido que la primera vez hasta creyó ver un espectro al encontrarse con Narváez en la biblioteca, fichando los libros que durante las siestas los dos juntos habían ido ordenando en los anaqueles. Incluso sintió que conocía hacía mucho tiempo a ese hombre. En el recuerdo se llamaba García y acababa de dar la vuelta al mundo. Narraba sus aventuras. El impostor del recuerdo (el otro, él mismo) preguntaba con sorna:

– ¿Y sigues buscando anillos?

– Daré mil vueltas al mundo buscando un solo anillo: el Anillo de las Señoras. –, respondía Narváez que se apellidaba García y ambos reían como solían hacerlo también ahora que las estrepitosas carcajadas se perdían en la penumbra de la biblioteca.

Sin embargo, era Ignacio el que numeraba y registraba los libros y sabía que en la puta vida nunca antes lo había visto. Calló por entonces y seguía sin proferir palabra al respecto, pues bien pudieran haber sido premonición las intrusas imágenes que con tanto tesón estaban usurpando las tierras de su memoria.

Pero, por muy extraño que pudiera parecer todo esto a nuestro héroe (ya que no al lector, a quien, después de haber conocido a Cáceres –si ha llegado a esta parte de la historia– lo creemos capaz de esperar y creer cualquier cosa) no por eso iba tampoco a confesar a fray Ezequiel –que sin embargo era el único que habría podido ayudarlo– pecados que su memoria le estaba atribuyendo y que no había cometido.

[Es así que, por vernos privados de la confesión del héroe, el verdadero autor de este libro –que no es Óptimo de Plagiè– se siente obligado a abrir paréntesis y a hacer él mismo, si no su mea culpa, al menos la confusión[1] de algunos pecadillos. Oh, no os incomodéis, hipócrita lector, que no son pecados de pensamiento, como los de nuestro héroe, ni de palabra, como los de Cáceres y Plagiè, ni de obra, como los vuestros: sólo he de confesarte –si me permites que me tome el atrevimiento de tutearte (tutú–tutú)– cierta omisión de la obra, queridísima lectora, antes de que me descubras en falta.

De seguro, atento lector, como buen fisonomista que sois –vuestra espada, caballero, me excusa de daros el mismo tratamiento que a las damas–, os habréis ya percatado de que si hay algún rasgo que nos permita distinguir al esbirro español del gallardo don Ignacio de Narváez es precisamente ese ridículo nombre de Ignacio. Pero ¿qué podía significar para un impostor hideputa, que tantas veces había mudado de tierra, casa, amo, mujer, nombre y apellido como de calzones, un mero cambio del nombre de pila? Pues algo de lo más natural y a veces –como podrás apreciar, sensible lectora– casi tan divertido como intercambiar un pronombre (tutú–tutú tututú). Así se hacía llamar el esbirro español cuando quería hacerse pasar por persona gallarda, franca, noble, sincera y amable. Y a decir verdad, representaba tan bien su papel, que hasta vos mismo, lector perspicaz, no lo habríais descubierto si yo no os lo hubiera confesado. Tal vez quieras que te explique también por qué a pesar del paso de los años conservaba esa juventud y ese vigor, pero ése es un secreto que no quiero anticiparme a revelar, coqueta lectora, por no privarte del placer de irlo adivinando de a poco (tututú–tututú tutú–tutú–tu…). Pero ve con tiento –también puedes tutearme si te place– y a no desesperar: ya vendrás a dar en ello.]

Habiendo confesado la omisión de mencionar que Narváez era Narváez, tan sólo diremos que, a excepción de fray Ezequiel y por razones que no vienen al caso[2], nadie en la colonia conocía ni reconocía al esbirro español, así como tampoco éste había dado el menor motivo de desconfianza. Llamaba a Esteban «amigo mío» y hasta se había encariñado con él y esto tal vez a causa de su locuacidad en las más diversas lenguas –otro motivo de sorpresa para nuestro héroe, que había comenzado a leer y hablar los idiomas romances y antiguos y bárbaros como si recuperase un viejo saber olvidado– y de un cómplice interés por los libros apócrifos. Por su parte, también el muchacho había encontrado una divertida compañía que consideraba franca amistad sin desconfianza, no sólo a causa de los libros y retruécanos con los que Narváez los comentaba y criticaba, sino también porque le había abierto la puerta para ir a leer en las habitaciones de la duquesa, a quien también él había empezado a tutear, aunque sólo fuera en la discreta intimidad de algunas lecturas matutinas.

Y fue en la soledad de una mañana a fines de febrero que, estando los dos compenetrados en la cadencia de un verso, interrumpió la lectura porque tuvo la impresión de que había alguien escondido detrás del tapiz de la Melancholia. Y hasta creyó que podía ser Narváez. Pero detrás del tapiz no había más que un muro de ladrillos de barro cocido y argamasa.

No obstante el enmascarado había dicho que Narváez era ambicioso y, ciertamente, el enmascarado parecía un hombre honrado.

– Amigos, romanos, compatriotas… –decía o creía decir, pero nunca pasaba del exordio porque arrojaba el baúl como si se quisiese quitar un enorme peso de encima.

Y había más. Estaba, por ejemplo, el recuerdo de Sevilla (adonde había ido una vez muy de pequeño) y de esa mujer a la que jamás había visto en su vida. Los ojos rasgados y profundos, los pendientes de oro de sus orejas, la enrulada y larga cabellera suelta, la perlada sonrisa provocativa, la boca roja y fresca y sabrosa como una ciruela madura, la piel cobriza y desnuda, el lúbrico sudor, el olor a mirra e incienso, los pechos dulces y tiernos, un ardiente contoneo de caderas, el cálido abrazo de sus piernas morenas, el refulgente tintineo de collares y pulseras, un brazalete de oro, unas voluptuosas caricias, unas manos de rojas uñas esmaltadas y en un dedo de la izquierda un anillo que brillaba como la estrella de la tarde. Un solo anillo. El anillo (¿No se lo había dado acaso Monseñor?).

– Ese anillo no te pertenece.

– ¿No será tuyo, guapo?

– Se lo acabas de quitar a mi amigo.

Lo había recuperado, pero nunca más había vuelto a ver al amigo y por eso no podía saber si en verdad había realmente amigo, si el mismo impostor de su recuerdo no era un impostor también en el recuerdo.

Pero lo había recuperado (y era el mismo que le había dado el obispo antes de partir). No había vuelto a pensar en él en todo el verano y ahora, que ya mediaba marzo (beware the idus of March, Caesar!), el recuerdo de Monseñor se confundía en todos esos falsos recuerdos.

O lo que fuese. Como le sucedía con María.

Porque a María no la recordaba así: a veces estaba con María, creía estar con María. Con María y su poesía: una poesía bucólica de alcoba. Al principio y sólo una vez, en la mismísima habitación de Monseñor en Toledo; luego, durante un largo mes, en el interior de un carro y con las incomodidades y el traqueteo del viaje o en el cuarto de alguna posada; últimamente, no hacía dos días, en una habitación del Louvre, en París. Se internaba en el cañaveral y entraba con María en la alcoba; se metía al río y nadaba en el cuerpo de María; se echaba una siesta a la fresca y las yeguas tiraban del carro en el que viajaba en la noche con María. Y en verdad, antes que sueño o recuerdo más bien parecía una evocada y grata aparición. Y por ver y sentir tan real a la que se desvanecía luego de abandonarlo en la espesura a su desnuda y triste condición de fauno, la primera vez creyó que había caído bajo el hechizo de un súcubo o de cualquiera otra pícara diablesa enamorada salida de esos cuentos que su misma institutriz le leyera de niño; pero, al percibir más bien que era su propia alma la que se le salía del cuerpo para llegarse al Viejo Mundo y meterse en la alcoba de María y quizá también a causa de los ensayos de esa farsa que iban a representar en carnaval[3] y de uno de esos incunables que ordenaba con Narváez en la biblioteca[4], temió estar convirtiéndose él mismo en un marceloencelo[5], [que viene a ser algo así como la singularidad de una segunda persona más dulce y penetrante que esta noche tú, al dejar el libro bajo la almohada, albergarás en tus sueños o en tu insomnio, mi querida lectora, y que quizá ya no puedas olvidar en la mañana.]

Pero esas disparatadas conjeturas no eran más que un inocente paliativo para desentenderse de algo mucho más intenso y más terrible que todo lo que le estaba sucediendo. Pues más horroroso que el mismo pecado (si lo había) es el deseo (como una necesidad inminente) del mismo pecado. No sólo porque buscara la soledad silvestre como si invocase la aparición de su institutriz, sino porque en esos alucinados éxtasis orgásmicos había comenzado a sentir un irresistible deseo: «Ah, el anillo… si lo conservara…» (¿No lo conservaba acaso? Pero en aquel falso recuerdo Narváez volvía a repetir, como un eco ya sin gracia: «El Anillo de las Señoras.»).

Cierta mañana, cerca ya del mediodía, se entregaba a sus diarios ejercicios en el río, y llevaba ya media hora solo nadando con María en una alucinada orgía sobre el sillón de un cabriolé que las desenfrenadas yeguas arrastraban por los campos de Castilla rumbo al norte, cuando lo que sobrevino no sólo fue deseo irresistible e inminente, sino tentación factible e inmediata (y cuanto más posible más abominable) porque en la realidad nadaba y llevaba el anillo al cuello.

Se dejó llevar por la corriente.

– ¡Por Dios, Francis! ¿Qué te sucede? –, preguntó María, pero recuerdos más reales lo sacaron del ensimismamiento (Haz con él lo que con mi nombre: ocúltalo, había dicho Monseñor; Seguid guardándolo con la misma diligencia, le había dicho el anciano; Mientras tanto esconde bien ese anillo, no se lo muestres a nadie, le dijo fray Ezequiel)

– ¡Vas a ahogarte! –, le decía su conciencia: – ¡Ocúltalo donde no puedas ya encontrarlo!

Dejó que el agua lo arrastrara hasta un recodo y ganó la orilla. Había salido de la alucinación, pero la tentación era invencible. Consideró el tamaño[6]. «Imposible», pensó y volvió a verlo desnudo, brillando como la estrella de la tarde, en la diminuta mano de la mujer de Sevilla. «No te dejes llevar, ocúltalo.»

Se internó en el cañaveral hasta ganar un claro; buscó el ombú que allí crecía e introdujo el anillo por un hueco del tronco sinuoso. Ahora, para alcanzarlo, era necesario valerse de un palo o de una caña. Lo observó en la semipenumbra del hueco brillando como una fascinante estrella venérea.

¿No tenía ya suficiente con las noches en los brazos de la mestiza, las mañanas con la duquesa y las siestas con el espectro de María para querer también tener trato carnal con un anillo?

[Y ciertamente no, no tenía suficiente, os responde el autor de esta historia, desorientado lector, para que no os quedéis al margen tratando de sacar vuestras propias conclusiones por desconocer lo que ignoraba nuestro héroe: si hubiera hecho uso del anillo, su institutriz, o la dama en quien pusiese sus deseos, habría incubado un íncubo en su lecho[7]. Hoy, 15 de Marzo de 1552[8], mientras delineo estas páginas confusas y refresco mi garganta con la segunda botella de Málaga que aun no se agota a pesar de que Narváez nos lo trajo ya hace mucho tiempo, no he podido resistir la tentación (que sin embargo he vencido por años) de iniciarme de facto en el mágico secreto. Pero a qué describir lo inefable: no hay puerta de marfil que se resista. Vigilad esta noche en el sueño a vuestra esposa, si le habéis dado a leer estas páginas]

Así estaban las cosas para nuestro confundido héroe en los últimos días de ese verano. La noche previa a la partida de Ignacio (las naves estaban prestas a soltar amarras) yacía con la muchacha en el lecho y ninguno de los dos podía conciliar el sueño.

– Me siento extraño. –, comentó.

– Yo también. Mi padre está por regresar.

– ¿Cómo lo sabes?

– No lo sé. Sólo lo siento.

Al día siguiente, se asó un ternero para despedir a don Ignacio, que pensaba remontar el río hasta el norte y luego ganar el Perú por la selva.

La sobremesa del almuerzo se prolongó hasta la siesta y la siesta se durmió en las últimas horas de la tarde. Pero fray Ezequiel no durmió. Parecía inquieto y no podía encontrar a Narváez, que probablemente estuviera despidiéndose de la duquesa.

A las seis de la tarde se dejó oír un murmullo lejano, como de aguas turbulentas, pero media hora después se oyó con más claridad: parecían caballos al galope. A pesar de la polvareda, a la distancia, se creyó ver entonces un pequeño ejército de centauros. Pero cuando se detuvieron ante la puerta del muro oeste de la colonia se confirmó que eran aborígenes a caballo.

El jinete que venía al frente no podía hacerse entender y a Ezequiel no le sirvieron ni el latín ni el romance ni el griego. ¿Dónde se había metido Narváez? La misma duquesa estaba allí, dispuesta ya a ofrecer su cuerpo para salvar a la colonia y lo habría hecho si nuestro héroe, que no conocía al jinete pero reconocía al caballo, no hubiera dicho «Dejadme esto a mí» para interpelar a continuación al aborigen en su propia jeringonza.

Entonces el jinete se apeó y nuestro héroe de un salto montó sobre Quirón.

– Calma. No hay peligro. Dejadme ir solo: ya os explicaré a mi regreso.

Mas la mestiza ya se había trepado a la grupa y a un grito salvaje el malón ya se alejaba al galope precedido por Quirón rumbo al noroeste.

Caía el sol y la colonia era ya una mancha diminuta en el horizonte, pero a pesar del estrépito de los cascos, se dejaron oír siete distantes aunque sonoras campanadas.

*****



[1] Sic.

[2] Durante la diáspora, Narváez rescató al influyente judío del calabozo al que lo había confinado la Santa Inquisición y lo sacó de España, según puede leerse en Los doce trabajos de Narváez. Con respecto a la conversión de Ezequiel al Cristianismo no existe bibliografía que pueda consultarse y hasta es conveniente que así sea.

[3] [Me refiero a la farsa satírico–burlesca Pablo El Diablo, en la que se recogen algunos episodios de los últimos años de la vida del equívocamente legendario Paolo Marcelo Malatesta. El tal noble, soldado, clérigo, astrólogo, mago o alquimista se supone que había enloquecido por penar de amor y que comenzó a llenar de tachaduras, insultos y dibujos obscenos cuanto libro religioso o de teología cayera en sus manos –a los que jamás se adivinó cómo tenía acceso– y que firmaba sus escolios con la mentada consonancia castellana. Pasado el tiempo y cuando ya se lo consideraba muerto, en el norte de Italia se comenzó a temer con horror las apariciones nocturnas de un íncubo que luego de atormentar, según algunos, o de velar, según otros, por el sueño de las doncellas, se presentaba con este nombre y desaparecía con las primeras luces del alba. La cosa no habría pasado a mayores si no se hubiese presentado el caso de siete mujeres encintas que aseguraban haber sido visitadas por Pablo El Diablo. Seis de ellas perecieron en la hoguera sin haber parido al engendro que incubaban sus entrañas y la séptima –de cuyo nombre no quiero acordarme para preservar a su linaje de esa mancha– parió y crió al hijo con mejor fortuna en el silencio y el destierro.

En esta representación, al mismo Esteban le tocó, por sus continuas distracciones y escasas condiciones histriónicas, el papel menor de Frank, el estudiante de teología renegado, a fray Ezequiel el de Samuel el Alquimista y a Narváez el protagónico, mientras que a la duquesa, como sostenía que los personajes femeninos debían ser representados exclusivamente por mujeres, le correspondió en el prólogo el de la princesa Amalaberga, mujer de Clodoveo el Grande, y el de su alocada heredera la marquesa de * en los tres actos y en el epílogo, y a la joven mestiza el de su criada, que oficia también de corifeo en numerosas escenas. Como los hermanos de la colonia, asumiendo la misma postura estética de Concha, no quisieron prestarse para el coro de las Nueve Doncellas Soñadoras, hubo que recurrir a las aborígenes, cuya extremada gracia, sensual aunque inocente, desvirtuó en parte el carácter grotesco de la obra.] (N. del A.)

[4][Una valiosísima edición flamenca del tratado De incubis et de aliis panicis daemonibus, de Ezequiel Bel Rabí con grabados originales de Pablo El Diablo, en uno de los cuales había descubierto, como en la obra de Lulio, las mismas inscripciones que estaban grabadas en el anillo] (N. del A.)

[5] En el capítulo XIII, De marcellincellibus et de illorum deliciis et leporibus (p. 69 y ss.) se narra en detalle la paulatina transformación (paulina metamorphosis) en íncubo de Pablo El Diablo, que –como todo el mundo sabe– es un marceloencelo por antonomasia. Este género de íncubo tan singular se diferencia principalmente de su especie por no provocar en sus amadas culposas y amargas pesadillas sino los más dulces y delicados sueños (“non graves efialtes sed plena somnia et dulcia et voluptuosa”, p. 71), por cuya mágica puerta de marfil se introduce luego de golpear varias veces con una misma palabra (“ac solum verbum est tu alternum”, p.72); pero queda claro que la influencia de la luna es indistinta y que un marceloencelo es más propenso a meterse en el lecho de las damas que estén leyendo el décimo tercer capítulo de un libro maldito (p.74 y ss.).

[6] Si bien en el décimo tercer capítulo mencionado la alusión es colateral y ambigua (“virilibus suis pereuntibus ad intros omnibus in paulissimo anello, puellae captum est somnium… , p. 70) casi en la misma medida, aunque por otras razones, que en el grabado XVI de la edición flamenca, hay ciertas líneas que pueden resultar significativas en el prólogo de la farsa satírico–burlesca en cuestión, libro faltante hoy en día en la biblioteca pero cuyos versos vierto de memoria (el traductor de este libro puede jactarse también de haber representado en la farsa el papel protagónico). En el infierno, mientras revuelve con sus manos un mágico crisol, habla la princesa:

Pero el tamaño no importa:

A pesar de su grandeza

(que no es cosa del linaje:

lo digo por experiencia),

en esta pequeña olla

que hierve entre mis dos piernas

y brilla como el lucero,

sabrás, que apenas si llega

a colmar toda medida

del varón cuanto yo meta.

Es elástico el metal

de mi pequeña caldera,

con él forjarás un día,

Pablo, una joya incierta:

Por ti solo la destapo

y conjuro a tu grandeza

a penetrar con confianza

mis secretos de hechicera.

Pablo: No por nada, mi señora,

os llamáis Amalaberga

y hacéis honor a ese nombre

como una digna princesa…

Por otra parte, basta mencionar mi propia experiencia personal, confiando a vuestra merced, que tan bien me conoce y puede dar fe de lo mío, que yo mismo me he iniciado en el secreto y que asimismo he podido comprobar esa mágica elasticidad metálica de nueve grados. Aunque me faltan las palabras para describir el prodigio, si vuestra merced insiste podrá arrancar algunas en confesión a sor Carmen que os confirmarán cuanto digo.

[7] No vaya a entenderse por “incubar un íncubo” la idea de gestar y dar a luz a un demonio. Los siete engendros de Pablo El Diablo fueron el resultado de valerse de la enardecida pasión que había “incubado” en los sueños de sus amadas para meterse en sus lechos en cuerpo y alma por la ventana de sus alcobas, de donde algunas veces salía apaleado por los maridos celosos, tal como sucede en el segundo acto de la farsa.

[8] Cf. Nota 2.

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