martes, enero 23, 2007

Capítulo XVII

ASUNCIÓN

-No es más que una aldea.-murmuró el español.

Callejuelas pringosas, asnos mugrientos y envejecidos, la indiada asoleada y una vaga inscripción en tosca madera le anunciaron que había llegado a Asunción. El azar quiso que lo hiciera justo ese Jueves Santo de 15**.[1]

Qué hacía Santiago de Narváez en un mundo nuevo y alejado de las cortes europeas, es un enigma que en algún momento nos veremos obligados a resolver. Por el momento, bástenos con saber que, a pesar de su edad, el ibérico esbirro conservaba su potencia física y su inteligencia intactas, e incluso su virilidad juvenil apenas había decaído. El tiempo, -es redundante afirmarlo-, suele ser una sierpe cruel de los huesos humanos, pero Narváez, por bendición divina, por pacto diabólico o por mera fortuna, había logrado, al menos si no castrar a Cronos, darle un buen golpe en su bandullo como para dejarlo en los márgenes de su vida durante décadas. Esto explica que, mientras muchos de sus contemporáneos ya habían descendido a la huesa a parlamentar con los gusanos, él, exiguamente senil, aún estaba dispuesto a decidir el fin de sus días como le pluguiere. Pues vamos, mientras la sangre corra por las venas hay esperanzas de vencer a las Parcas, por más canas que uno lleve. Así lo creía Santiago de Narváez, y hemos de creer nosotros que su creencia, poliptote mediante, era más fuerte que el Credo.

Asunción no era entonces más que un poblado que había crecido lo suficiente como para pretenderse capital de protectorado, y cuyo destino estaba lejos de saberse completo cuando veía pasar, día tras día, los cargamentos de oro del Alto Perú -esa gigantesca ostra descubierta casi por fatalidad para gloria y fama de la corona castellana- en dirección a España.

La riqueza del Nuevo Mundo era la piedra filosofal de la economía europea, el elixir de larga vida que buscaban los aventureros, la piedra que es el camino, que es la piedra, que es la encrucijada, que es el sino de todos los discípulos de Hermes Trismegisto, hasta Paracelso y más allá. El oro, esa alfanje que ciega y siega, nunca encontró amantes más voluptuosos ni adoradores más idólatras que en las tierras de esta Atlántida inesperada, ni vasallaje más respetuoso que en la carne de los viajeros españoles.

Narváez había conocido la voluptuosidad de los duros y sin embargo –que me parta un rayo o me quede sin un maravedí– no estaba entre los indios y el pestífero clima de los ríos selváticos por riquezas. Tampoco estaba ya al servicio de nadie, muertos como yacían todos quienes habían sido sus señores. Su objeto, demasiado precioso para ser real, demasiado real para ser asequible, era una búsqueda, un ansiado aplazamiento del final, una última carta para vencer a los hados y obtener el goce solitario, velado y apetecido del ser en el tiempo, a lo largo del tiempo, perpetuamente, sub specie aeternitatis. Algo de magia había en su búsqueda, así como algo de tahúr en su mirada e incluso, sabiéndose soñado como todos, sabiéndose soplado por el viento y deleznable, no renunciaba a encontrar, en este recóndito rincón del orbe, el secreto reparador, el logos perdido ya en Europa, primer soplo de la creación, postrer suspiro de las divinidades de la tierra.

Pero basta ya de sandeces y contemos la historia.

Dispuesto a entregarse al devenir de las cosas, Narváez recibió una breve esquela que lo puso sobre la pista de aquello que conjeturaba perdido. La carta, escrita sin duda con dos plumas, la una nueva y de tinta negra, la otra gastada y azul, alternaba la letra gótica y la romana con la rapidez de quien está a dos pasos del pudridero. Decía así:

“Si entendéis el objeto de ésta, sois vos el elegido. Si no, arrasadme con las alabardas de vuestra ignorancia de inmediato. Debéis saber que hace dos años un joven español partió hacia América a bordo de una pequeña nave con escasos tripulantes. Ese joven, cuyo nombre es uno y es todos, fue víctima de un naufragio en las costas de ese mar dulce que se encuentra en la desembocadura del río salvaje. Desde entonces no ha habido noticias ni de él ni de nadie que lo sobreviviera. Sólo contamos con los restos de la embarcación para reconstruir la historia. Ellos, como lo hacen habitualmente, han renunciado a la búsqueda –o han comunicado que han renunciado– y lo dan por muerto. Y sin embargo yo, que ya no podré gozar de ningún hallazgo, a excepción de la vida eterna, he sido iluminado por Dios, para que a su vez os iluminara a vos. He visto en sueños al joven en compañía de una indígena, lo he visto con su caballo y sus armas, lo he visto en una extraña grieta en la tierra –mera fisura, agujero insondable o abismo– que oculta una ciudad. No me corresponde a mí juzgar si mis sueños son verosímiles o simples fantasmagorías; os corresponde a vos. Usad de éste, quizá el último vuelo de mi alma, como queráis. Sólo os pido una cosa: si el secreto se bifurca, aprovechadlo, agradecédmelo y destruidlo para siempre. Os daría más detalles si pudiera, pero este papel es demasiado estrecho y la aguja amenaza.”

Con presteza, Narváez indagó en su memoria y encontró o creyó encontrar al remitente misterioso. Y dado que no había tiempo que perder, se puso en camino, provisto tan sólo de sus vestimentas, su daga, un ejemplar toledano de la Vulgata, la Arithmetica de Diofanto de Alejandría, los Elementos de Euclides, un curioso retrato oval y una buena bolsa[2]. Río mediante, la travesía lo depositó cual náyade, después de trabajosos peregrinajes, en el patio de una supuesta venta[3].

Entrando en ella, que más parecía un almacén que una taberna y más una pobre tienda que un comercio, y más cualquier cosa que nada cuyo significado se expresara en nombres conocidos, se encontró con un extraño sujeto que sólo se presentó con una seña.

–Acompañadme.– balbuceó, con un acento extraño.

Narváez, que lo único que podía perder era su vida, (valor que no siempre es un fin en sí mismo, como pretenden algunos trasnochados tudescos), lo siguió hasta detrás de unas cortinas formadas con una madera rara, nueva, improbable, como tiras de papel que al entrechocar entre sí imitaran carillones de alguna abadía andrajosa venida a menos. El lugar era oscuro y olía a humedad, siempre y cuando el sensorio estuviera lo suficientemente atrofiado. Se adivinada en un rincón la sombra de una hembra semidesnuda y pelilarga, también húmeda y tal vez fétida, de aromas punzantes y tetas redondas, cuya mirada era difícil discernir, y aún si se lograra, interpretar desde una óptica cortesana.

–No os preocupéis por ella; es mi mujer.

No se preocupaba Narváez, sólo miraba. Aún había restos en su cuerpo de la virilidad pasada y a veces, normalmente por la mañana, experimentaba una erección complaciente, que le solía recordar que estaba vivo y le producía ganas de engendrar algún hijo en alguna matriz o meretriz, que para el caso es lo mismo, sin importar demasiado en cual. Engendrar un hijo, agregar un símbolo más a la infinita serie, ¿por qué no lo había hecho nunca a lo largo de estos años? ¿Cuál era el frenesí abortivo que lo había llevado a desechar la posibilidad de que un vástago, eventualmente bastardo, heredara su apellido, su sangre, su sífilis y parte de su memoria? No lo sabía aún, pero lo conjeturaba. La flor que nace es la flor que muere y la semilla es un modelo en pequeña escala de una tumba, pensó. Y además, con ella, con la única mujer con la que hubiera deseado parir un hijo, no se hubiera siquiera atrevido a proponérselo. Ella era todas, el inefable útero que protege y estrangula. Tantos olvidos y un sinnúmero de lugares comunes, falazmente arcádicos, le habrían provocado carcajadas capaces de vomitar hasta el último vestigio de la fertilidad. No, decididamente ella no era mujer para ser madre y, peor aún, Narváez, en su más profunda humanidad, no era hombre para dar vida a nadie, salvo a sí mismo.

Esperaba encontrar también chiquillos corriendo por la improvisada tienda, balbuceando en una lengua babélica palabras semejantes a papá o mamá. Y sin embargo sólo estaba la hembra mullida, roñosa, que mirada a su hombre con temor y ternura, con temblor y lubricidad.

–Seguramente buscáis al náufrago.

–Hay muchos náufragos hoy en día.

El diálogo lacónico secaba sus labios. El criollo –porque no cabía duda de que aquel hombre mestizo no podía ser español– adivinó su sedienta impaciencia y le acercó una botella de colores extraños.

–Bebed. Es el espíritu del Novus Mundus.

Narváez bebió. No era tiempo ni lugar de desconfianzas. El líquido verdoso, con un fuerte sabor a aguardiente, le quemó la garganta y supuso, en un principio, que si no era veneno tampoco era lo indicado para apagar su sed. El mestizo lo observaba con una sonrisa irónica, que parecía decirle “confiad y esperad”. Al cabo de un instante, sus entrañas parecieron congelarse y la sed, como una nube, como una lluvia pasajera de verano, como cualquier cursilería que se os ocurra, hypocrite lecteur, mon ami, mon frère, desapareció como por arte de magia. En ese mismo momento, el mestizo le acercó un extraño objeto de madera –parecía una raíz o un fruto cavado– que contenía una infusión amarga, que según todas las probabilidades debía absorberse por una ínfima caña que sobresalía de la superficie, como si fuera una canulilla.

–Los indios lo llaman mate. Probadlo.

Narváez probó. No era sabroso, pero no osó despreciarlo. Devolvió el objeto y vio cómo, para su asombro, la mujer lo tomaba en sus manos, lo volvía a llenar con agua y bebía del mismo lugar que lo había hecho él.

–Hay muchos náufragos, es cierto, pero pocos que hayan sobrevivido.

–Aun así, el número ha de ser grande.

–Pero no infinito.

No era hora de entrar en discusiones matemáticas, a pesar de que al español le entusiasmaban las doctrinas pitagóricas, en especial las exóticas cualidades del número veintiséis, que señalaba la fecha de su bautizo. No obstante, no encontraba la manera de ir al grano. Mientras la buscaba, el mestizo zanjó la cuestión con prontitud principesca y decisión salomónica.

–Buscáis al joven que, el 17 de junio de 1548, a bordo de una nave tripulada por unos pocos hombres y un caballo, naufragó en la entrada del río conocido como Jordán o Nuevo Jordán. Buscáis al infeliz que perdió todo contacto con España y que debía encontrar la respuesta al famoso acertijo que Otto Welser propusiera a un alto dignatario de la Iglesia Católica. Buscáis el eslabón que os falta para completar el secreto que podría brindaros la nueva vida a cambio del nuevo mundo. Buscáis la perdición de personas que desconocéis para salvaros.

–No es improbable que tengáis razón. –borgeó[4] Narváez.

–Es probable que la tenga. Pero si no confiáis en mí, nunca sabréis el final de esta historia.

–No tengo muchas alternativas.

–Juraría que no.

La mujer seguía bebiendo la extraña infusión y permanecía silenciosa. ¿Por qué estaba allí? ¿Cuál era su papel en esta representación absurda de su último fracaso? Era difícil saberlo e incluso adivinarlo.

–Puedo colaborar con vos. –sentenció el mestizo– Pero exijo que cumpláis con mis condiciones. Si lo hacéis, hallaréis lo que deseáis.

– ¿Y si no?

– Si no, el camino de vuestra vida quedará truncado en no más de diez minutos.

Por primera vez desde que comenzara la conversación, la mujer sonrió. O al menos así parecía haberlo hecho, ya que su carencia casi absoluta de dientes –un canino y alguna muela, vislumbró el español, al cabo que se preguntaba por las otras Grayas– no permitía asegurarlo con certeza. ¿De qué se reía? ¿Lo habrían envenenado? Recordó Narváez que, si bien ella también había probado el mate, sólo él había bebido el extraño licor.

–Tranquilizaos. –dijo el mestizo, que parecía leer sus pensamientos– No estáis envenenado. Tenemos otros métodos más expeditivos para quitaros la vida. Mi mujer no se ríe de vuestra futura desgracia, si es que la elegís, sino de vuestro.....miembro.

Recién entonces Narváez se dio cuenta de que, al igual que todas las mañanas, la contemplación constante de aquella hembra en tetas le había producido una fabulosa erección que se marcaba fuertemente en sus pantalones, de manera tal que su verga –pendón zahareño de adelantado- parecía un titán impetuoso deseoso de salir del vientre de Gea. La hilaridad de la mujer se había producido por su momentánea calentura, reflexionó con asombro Narváez. Pero más se asombró cuando la hembra se levantó de la banqueta en la que estaba y, acercándosele, comenzó a acariciarle el miembro y a buscar la manera de llevárselo a la boca. Se creyó perdido.

–Ahora no, preciosa –el concepto de belleza de estos mestizos, rumió Narváez, es excepcional–, el señor aún no conoce nuestras costumbres.

–Extrañas costumbres. –sugirió Narváez– ¿Acaso no es vuestra mujer?

–Sí, pero es libre. Nuestra moral no es la vuestra. Ella puede gozar de su cuerpo con quienquiera, para eso se lo dieron.

–¿Aún en vuestra presencia? –inquirió Narváez, más por decir algo para complacer la fugaz rebeldía ética de su huésped que porque le importaran un reverendo coño los usos y costumbres del susodicho coño de la Graya.

–Con quienquiera, cuandoquiera, dondequiera.

Mejor no discutir. La situación era tal que se volvía necesario dar una respuesta.

–¿Y entonces, sí o no?

–Me gustaría saber primero, caballero, cuáles son vuestras condiciones.

–No os las diré hasta que aceptéis. Tendréis que hacerlo a ojos cerrados o renunciar para siempre al futuro.

No era cuestión de dudar. Narváez, que durante tantos años había luchado contra los más astutos ardides del destino, contra las más perversas manipulaciones de las mentes criminales que habitaron el orbe y contra las hipérboles, se veía en la necesidad de resignarse a la mansedumbre de la aceptación o a la desolación de la derrota. Sopesó las ventajas. Sopesó la oportunidad. Sopesó su vida y el azaroso derrotero que lo había vomitado en estas tierras salvajes. Sopesó también la mirada socarrona de la hembra y el impulso fálico de su extremadamente madura adultez. Debía decidirse y dejarse arrastrar por la corriente de este nuevo río indiano, torrentoso y violento, ancho y virgen, salvaje y depredador.

–Supongamos que acepto...

–Nada de retórica, caballero. –interrumpió el mestizo– Sólo sí o no.

“Demasiado duro es el hueso, pensó Narváez, demasiado pétreo para embelesarlo con unas palabras. Nada pierdo con mentir.”

–Pues bien, acepto.

–Tomo vuestra palabra por testigo de vuestro espíritu. Ya no os podéis volver atrás. Bebed de esta copa.

El mestizo le acercó una pequeña vasija oscura que había estado sobre la precaria mesa de madera áspera desde que entrara en la habitación.

–Bebed, por favor. Sólo os quedan algunos instantes para hacerlo.

Narváez, perplejo, tomó el vaso y bebió. Ningún cambio se había operado en su organismo, ni antes ni después de sorber el amargo líquido.

–¿No dijisteis, acaso, que despreciabais el veneno?

–Nosotros también sabemos mentir, don Santiago de Narváez y Albuera.

–¿Y mentisteis antes o ahora?

–Siempre, como los cretenses. –afirmó el mestizo y soltó una carcajada que, de no haber sido por las enormes distancias que lo separaban de Europa, podría haberse escuchado incluso bajo la lobreguez acuosa de un ciprés umbrío, que, en ese mismo instante, cubría el sueño de un hombre cuya historia se verá irremediablemente mezclada en este asunto.

*****



[1] No se distingue la cifra. Evidentemente, la fecha debe estar comprendida entre 1536, año en que Juan de Ayolas estableció allí su fuerte, y 1555.

[2] La enumeración es incompleta. ¿O acaso creeríais que se dejó olvidado su Lulio en las faldas de la Duquesa de Ottingen? Por otra parte, ¿por qué el auctor oblitera el paso de Narváez por la colonia? Yo creo que aquí hay gato encerrado, perro muerto o chajá desplumado. Pero continuad leyendo y os iluminaréis.

[3] Miente y, peor aún, se regocija en el embuste como puerco en la mierda.

[4] Sic.

sábado, enero 13, 2007

Capítulo XVI

EQUÍVOCO

Eran ya las diez de la mañana y esa pocilga que llamaban posta se había puesto endemoniadamente concurrida. Si el coche se había roto que se quedase ahí en la encrucijada. Ya había perdido dos días en Asunción y nadie lo iba a convencer a él, Simón de Montresor, vizconde de la Guarda y el Tajo, de volver a hacer nunca más un viaje en barco cuando conocía otros modos de viajar menos peligrosos, por más que le dijeran que ir por el río era lo más conveniente para la prisa que llevaba. Con carro o sin carro, iba a hacer el recorrido a caballo. Aunque tardara tres meses, qué joder.

Pero sabía que tenía mes y medio para llegar y su misión emanaba directamente de Roma, del Papa, de Dios Todopoderoso.

– ¡Heinrich! ¡’Ño Tomás! Olvidaos del coche. Conseguid tres buenos caballos. Ofreced todo el Perú si es necesario, pero hay que partir cuanto antes.

Y se quedó aguardando impaciente echando putas al río. Al rato, se le acercó un caballero al que distinguía una pluma blanca en el sombrero y a quien el lector, como buen fisonomista, reconocerá antes que Montresor si lo observa con atención y no lo pierde de vista.

– Disculpad, caballero…

– ¿Sí…?

– ¿No nos hemos visto ayer mismo en la antesala de Su Santidad Pablo III, aguardando a que saliera el de Loyola?

Demasiado le había costado el prodigio y más cara aún la discreción del mestizo para que un día después cualquier advenedizo le viniera a hablar del asunto en este culo del mundo que llamaban América. Pero Montresor dejó traslucir su inquietud con una mala excusa:

– A no ser que todos los caminos realmente conduzcan a Roma

– Precisamente por eso.

– No os conozco, caballero.

– Pues permitidme que me presente: mis amigos me llaman don Santiago de Narváez y Albuera, si ese nombre os dice algo.

– Pues, por cierto…y hablando de Roma… Sí, el nombre me dice que entre los cantantes líricos romanos se cuentan prodigios de vos, caballero. –, comentó Montresor y lanzó un impostado suspiro entre burlón y provocativo: –Y yo que os creía un personaje de leyenda.

Mas el aludido, aunque dio muestras de haberse incomodado no fue por el cumplido, sino porque había advertido que una figura idéntica a la suya (el mismo sombrero, la pluma roja) comenzaba a apropincuarse.

– Sabed disculpar el equívoco, – dijo quitándose el sombrero de blanca pluma y haciendo una graciosa reverencia. – Hasta la vista, caballero.

Y si el de la pluma blanca se alejó con rapidez fue porque Narváez llevaba una soga en la mano presto a darle alcance. Se perdió entre el gentío, tomó la forma de Simón de Montresor y comenzó a caminar aun más de prisa; pero lo que no vio el esbirro español fue que luego se transformó en un mestizo y desapareció entre los postillones.

No acababa el caballero de la Guarda de apoyar el culo en la montura, cuando vio al del sombrero emplumado con una soga hacer extraños malabarismos semejantes a conjuros; mas picar espuelas, verse enlazado y derribado del caballo fue todo una misma cosa.

– Te tengo, puto.

– Pues entonces no me sueltes. –, profirió Simón de Montresor y, aunque un poco aturdido por la caída, en lo demás se conservó idéntico a sí mismo.

– ¡Joder! –, dijo Narváez al ver que por más que ajustara el lazo tirando de la cuerda no había forma de que Montresor la mudara.

– Si habías aceptado el envite, podrías al menos haber elegido un modo menos brusco y más amable. – dijo el enlazado poniéndose de pie con elegancia: – Don Santiago, amigo mío: no has hecho honor a la aguda delicadeza que te elogian en Roma.

Narváez que empezaba a comprender comenzó a desprenderse de la soga.

– Sabed disculpar el equívoco, – dijo quitándose el sombrero de roja pluma y haciendo una graciosa reverencia. – Hasta la vista, caballero.

Pero para huir era algo tarde porque ya el africano y el bárbaro lo sostenían cada uno de un brazo.

Entonces Montresor se desembarazó del lazo con gracia femenil y se acercó con parsimoniosa y afectada prepotencia, hasta que se halló a menos de un paso, cara a cara con el esbirro español:

– A ver si es cierto lo que cantan los sopranos. –, dijo y con una sonrisa de triunfo comenzó a acariciar por encima de los calzones el miembro de Narváez, que a pesar de sus esfuerzos no podía evitar sufrir una tamaña erección al menor rozamiento: – Cierto. Aunque flojo en el fondo. –, agregó y luego de buscar con destreza los vulnerables testículos, cerró la mano con tal fuerza que Narváez se habría dado de bruces contra el piso de cómo se retorcía si Heinrich y el Negro no lo hubieran tenido firmemente apresado.

– Soltadlo ahora –, ordenó Montresor soltándolo a destiempo.

El esbirro español se revolcaba en el piso echando putas, pero no sufrió metamorfosis alguna.

– Lamento en el alma que nos hayamos conocido bajo estas circunstancias, pero el tiempo no me pertenece. No me extrañes, mi don Santiago querido: ya nos volveremos a ver en otra ocasión. –, dijo y poniendo un pie en el estribo se acomodó en la montura.

– ¡En marcha! –, ordenó a sus hercúleos sirvientes que ya estaban a caballo y los tres partieron al galope.

Ignominiosamente derrotado, Narváez se incorporó, se caló el sombrero de pluma roja y sin volver la vista atrás tomó el camino de Asunción[1].

*****



[1] De manera incomprensible –al menos para los seres racionales, como vos y yo- el manuscrito está borroneado sobre la última palabra. Con mucho esfuerzo pude descifrar la escritura que había debajo. Transcribo los versos para vuestro desconcierto: “Y a la vera se reía / un chajá de canto dúctil / y en el suspiro decía / orbis tertius culus mundi”.

miércoles, enero 03, 2007

Capítulo XV

RETORNO

Cedió por fin el día a la noche en el equinoccio otoñal de este lado del mundo cuando el pequeño malón daba término a su desenfrenado galope. Nuestro héroe y la chica se apearon y luego de perder a Quirón en los cañaverales de la oscuridad, ingresaron por el hueco de un ombú a una morada que el lector ya ha tenido ocasión de visitar, en donde por artificio de velas, farolas y espejos parecía haberse quedado detenido el crepúsculo de la tarde. En medio de esa penumbra, como un sol declinante, se sentaba el anciano: también en sus ojos ardía la última luz de una estoica agonía.

– ¡Padre, padre mío! – dijo la joven, abrazándolo y besándolo.

– ¡Padre! –, dijo también el joven mirando al anciano a los ojos.

– ¡No seáis estúpido! Yo no soy vuestro padre. ¿Por qué habría de serlo?

– Creía…

– Joven, el tiempo urge y se me va la vida. Permitidme el anillo y ya habrá tiempo para explicaciones.

– Vos mismo me habíais dicho que lo guardara.

– ¿No lo tenéis?

– Dadme tres horas y…

– Ya es tarde. No hay tiempo y el mío se acaba. –, dijo el viejo encendiendo la pipa con la resignación de quien espera ese golpe, el último, como si hubiese estado escrito en algún lado y ya lo hubiera leído de antemano. – Pero no os culpo: a qué prolongar ya más esta decrépita inmortalidad.

– ¿Acaso sois inmortal?

– Lo era: hace ya muchos años que no lo soy. ¿No lo sois vos, acaso?

– Habláis enigmas.

– Ya no hay tiempo para enigmas. Hablemos claro: ¿Cómo ha llegado el anillo a vuestras manos?

– Es un secreto que no me pertenece.

– ¡Por el amor de Dios! ¡¿No hay acaso recuerdos que tampoco os pertenecen?!– se exasperó el viejo aspirando profundamente por el tubo de la pipa. Luego, fijando su mirada penetrante en la de nuestro héroe, agregó mientras dejaba que saliera el humo: – Francis… Francisco… Escucha. ¿Cómo ha llegado a tus manos?

«Me llamo Esteban.» iba a responder, pero oyó que sus labios proferían otras palabras, que el impostor de sus sueños y recuerdos hablaba por él:

– La chica de Sevilla, ¿recuerdas? Estabas borracho y te lo quitó de la mano mientras te leía la suerte. Me fui con ella y luego se lo quité yo a mi vez; pero no volví a verte, Néstor.

– ¿Lo has usado?

– No. Pero lo usaría ahora. Si lo conservara…

Una leve brisa del norte trajo ocho campanadas de la lejana capilla en la colonia.

– Y vamos a morir, Francisco. ¿No lo había dicho la misma chica? –, comentó el anciano, pero nuestro héroe ya no lo escuchaba: se dejaba llevar por otros menesteres en los que en ese preciso instante, en la sobremesa de una cena en París, hacía hincapié Dolores (¿pero no era la señora dell’Orto, con la que alguna vez había coqueteado a hurtadillas del marido durante la larga travesía por el Mar Océano?).

Sin embargo, esto duró unos segundos; no dejó que la alucinación se lo llevara y preguntó al anciano:

– ¿Decíais, caballero?

– Francisco, óyeme.

– Mi nombre no es Francisco. ¿Quién es ese Francisco a quién habláis? ¿Quién es ese impostor que habla por mí?

– Ese impostor, caballero, sois vos mismo: y ese Francisco es también vuestro padre.

– Pues decid también que es el Espíritu Santo y ya tengo en mí solo a la Santísima Trinidad. Yo soy el que soy.

– ¿Esa soberbia es vuestra u os viene de herencia? Vos sois el que sois y también el otro. ¿Pero por qué me obligáis a hablar en enigmas cuando el tiempo apremia?

– Sed claro, entonces. Id al grano.

– Quisiera pasar los últimos momentos a solas con mi hija, pero es necesario que antes le revele ciertas cosas que también a vos os incumben. En dos horas voy a morir; lo sé, lo presiento…

– ¿No os decíais eterno? –, preguntó el joven pero ya no con burla, sino tratando de sembrar esas inútiles esperanzas cristianas de ocasión en el vivaz moribundo.

– Dije que había sido inmortal, pero que ya no lo era. Ya no soy inmortal, es cierto; pero aun soy eterno. Lo seré mientras tú vivas, hija mía, aunque hoy mismo muera. Tú también eres eterna. Y también es eterno el caballero; pero ¿sois aún inmortales? ¿Amáis a mi hija, joven?

– Seguís hablando enigmas para mí.

– Ya no soy virgen, padre mío. Nos amamos, aunque no como tú quisieras; pero no lo culpes: te creía su padre y si no privaba a la hermana del incesto la preservaba de su fruto. Aún soy inmortal, padre, si alcanzo a comprender lo que preguntas.

– Y yo apenas si entiendo la mitad de lo que habláis.

– Pues dejemos esa mitad de lado y hablemos de la otra. Desde el momento en que os salvasteis milagrosamente del naufragio he venido adivinando en vos lo que recién hoy he podido confirmar. Sois, como yo también lo he sido, caballero, un ser inmortal. Y he conocido a vuestro padre cuando aún lo era también. Antaño, Francisco y yo hemos sido los mejores amigos pero, como ya os he referido en otra ocasión, un mal amigo me separó de él y del resto del mundo. Cuando me vi abandonado en estas tierras, sin mi[1] anillo, sin posibilidad de regreso, tuve el único deseo que está vedado a toda criatura inmortal. Haced en vos mismo la prueba de daros muerte, caballero, y comprenderéis cuán vanos han sido todos mis intentos. Sin embargo, si era necesario morir, moriría y había un solo modo, si no de hacerlo, al menos de intentarlo. Nuestra inmortal estirpe, caballero, tiene el sino fatal de una pasión amorosa que enciende desde la antigüedad nuestros apetitos carnales y nos abre el camino hacia la muerte, y yo puedo jactarme de haber luchado siglos contra el temido peligro de darme fin engendrando. Pero engendrar no es morir, sino perder la inmortalidad para seguir siendo en nuestro hijo después de nuestra muerte. Fue así que al verme solo en estas tierras buscando dar fin a mi vida me entregué a desenfrenar esa pasión durante más de veinte años, intrigando en más de una tribu, jugando al hechicero para poder ganarme el favor de cuanta mujer me abriera las piernas. Nueve veces engendré nueve mujeres sin importarme siquiera en quién, sin poder hallar al hijo que me sucediera, al varón, tampoco en la encantadora hechicera de quien me enamoré al volver a la orilla de este río, y que me dio antes de morir a esta hermosa pequeña que os he confiado, la única que queda, mi única esperanza, la única que parece haber heredado la condición de mi estirpe. Porque mis otras nueve hijas han muerto todas y cada una trágicamente[2]. Pero aun vivo en mi sola hija y en ella seguiré viviendo, como en vos vivirá al morir vuestro padre…

El viejo volvió a encender la pipa y prosiguió:

– Tal vez haya jugado sucio con vos, pero que esta confesión me sirva de disculpa. Confié en que al entregaros a mi hija engendraríais en ella el varón en el que quería renacer… Pero hoy os lo pido, caballero: dadme un nieto, dadle un hijo y en él viviremos los dos. Imaginad qué poderosa fuerza seríamos si uniésemos las nuestras en un solo ser. ¡Imagina, Francisco, el poder de nuestra fuerza…! Nada os pido, caballero: tan sólo que seáis como el más común de los mortales, que seáis un héroe sacrificando vuestra inmortalidad…

– Pero ¿el anillo?

– Preguntad por él a Ezequiel. ¿No es ése el nombre del fraile? Podréis hablarle de mí, de mi hija y de mi proyecto; pero procurad hacerlo bajo el secreto de confesión: la amistad que lo unió al padre de mi enemigo[3] y que ha transferido al hijo (que ya es y será vuestro rival) es casi tan antigua como la de vuestro padre y la mía. Pero podéis confiar en él: también Ezequiel pertenece a nuestra estirpe y podrá aclarar todas vuestras dudas. Y ahora, adiós. Dejadme morir a solas con mi hija.

El viejo calló y clavó los ojos en su única hija, en la que ya vivía, porque se estaba muriendo.

El hondo silencio fue acentuado por nueve lejanas campanadas apenas perceptibles y nuestro héroe se retiró con solemne sigilo.

Afuera, el negro manto de la noche sin luna había terminado de cubrir la tierra, pero nuestro héroe apenas si padeció el horror de esa profunda oscuridad porque sentía mucho más intensamente el espanto de ser ese otro que lo estaba poseyendo. Apostado en el sinuoso tronco del ombú, luchó una larga hora en la absoluta oscuridad contra la sombra, pero hubo de reconocer finalmente su derrota al dar las diez en la lejana capilla. Y sin embargo, la victoria del otro no lo había anonadado: seguía siendo el mismo.

Mas se supo un hombre nuevo.

No había terminado de vibrar como un eco la décima campanada cuando salió la muchacha, luminosa, como si hubiese traído en la piel la luz de la morada.

– Ha muerto. –, dijo.

De la oscuridad brotaron dos indígenas que se introdujeron por el hueco del ombú para volver a salir con el cadáver de Néstor. Lo depositaron sobre un montón de leña y hojarasca e hicieron fuego. Luego se retiraron con discreción.

Al resplandor de la hoguera nuestro nuevo héroe vio que no había lágrimas en los ojos de la hija y que se le dibujaba una leve sonrisa de triunfo en las comisuras de los labios. No hablaron ni se separaron de la pira hasta que terminó de arder y aun se quedaron solos hasta que se extinguieron en la noche los últimos rescoldos. Entonces, como un deber sagrado, se desnudaron e hicieron el amor entre las cálidas cenizas.

En la madrugada, la muchacha, que ya era una mujer, rompió el sacrosanto silencio para decir:

– Ya es hora de regresar.

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[1] La aseveración es falsa y la cursiva es nuestra. Por honor a la verdad tan sólo diremos que Pablo, su verdadero dueño, unos años antes de morir, confió el anillo a Ezequiel Bel Rabí, quien lo había ayudado en otro tiempo a forjarlo, aunque jamás se había atrevido a hacer uso de él. Si durante un largo tiempo brilló como mero adorno inofensivo en manos de Néstor, fue porque el judío, al valorar de la joya sólo la paulatina perdición de su amigo, a su vez prefirió confiar a la prudencia de aquél lo que consideraba una peligrosa tentación en sus propias manos. Es así que, en rigor de la verdad y de la herencia –y en esto no hay retórica ni retruécano–, el derecho al posesivo sólo le cabría a un verdadero hijo de Pablo El Diablo.

[2] Si el libro peca de lacónico a este respecto es porque el autor sobreabunda en detalles al cifrar en una maraña de versos cada tragedia en nueve cantos de los doce que componen Lamentos, tribulaciones y fracasos de las nueve hijas de Néstor el Antiguo. La baladí discusión de por qué eran diez las nueve hijas de Néstor, excede no tanto el marco de la brevedad de los márgenes como el de la sensatez de los escolios.

[3] Cf. Nota Nº 54