miércoles, enero 03, 2007

Capítulo XV

RETORNO

Cedió por fin el día a la noche en el equinoccio otoñal de este lado del mundo cuando el pequeño malón daba término a su desenfrenado galope. Nuestro héroe y la chica se apearon y luego de perder a Quirón en los cañaverales de la oscuridad, ingresaron por el hueco de un ombú a una morada que el lector ya ha tenido ocasión de visitar, en donde por artificio de velas, farolas y espejos parecía haberse quedado detenido el crepúsculo de la tarde. En medio de esa penumbra, como un sol declinante, se sentaba el anciano: también en sus ojos ardía la última luz de una estoica agonía.

– ¡Padre, padre mío! – dijo la joven, abrazándolo y besándolo.

– ¡Padre! –, dijo también el joven mirando al anciano a los ojos.

– ¡No seáis estúpido! Yo no soy vuestro padre. ¿Por qué habría de serlo?

– Creía…

– Joven, el tiempo urge y se me va la vida. Permitidme el anillo y ya habrá tiempo para explicaciones.

– Vos mismo me habíais dicho que lo guardara.

– ¿No lo tenéis?

– Dadme tres horas y…

– Ya es tarde. No hay tiempo y el mío se acaba. –, dijo el viejo encendiendo la pipa con la resignación de quien espera ese golpe, el último, como si hubiese estado escrito en algún lado y ya lo hubiera leído de antemano. – Pero no os culpo: a qué prolongar ya más esta decrépita inmortalidad.

– ¿Acaso sois inmortal?

– Lo era: hace ya muchos años que no lo soy. ¿No lo sois vos, acaso?

– Habláis enigmas.

– Ya no hay tiempo para enigmas. Hablemos claro: ¿Cómo ha llegado el anillo a vuestras manos?

– Es un secreto que no me pertenece.

– ¡Por el amor de Dios! ¡¿No hay acaso recuerdos que tampoco os pertenecen?!– se exasperó el viejo aspirando profundamente por el tubo de la pipa. Luego, fijando su mirada penetrante en la de nuestro héroe, agregó mientras dejaba que saliera el humo: – Francis… Francisco… Escucha. ¿Cómo ha llegado a tus manos?

«Me llamo Esteban.» iba a responder, pero oyó que sus labios proferían otras palabras, que el impostor de sus sueños y recuerdos hablaba por él:

– La chica de Sevilla, ¿recuerdas? Estabas borracho y te lo quitó de la mano mientras te leía la suerte. Me fui con ella y luego se lo quité yo a mi vez; pero no volví a verte, Néstor.

– ¿Lo has usado?

– No. Pero lo usaría ahora. Si lo conservara…

Una leve brisa del norte trajo ocho campanadas de la lejana capilla en la colonia.

– Y vamos a morir, Francisco. ¿No lo había dicho la misma chica? –, comentó el anciano, pero nuestro héroe ya no lo escuchaba: se dejaba llevar por otros menesteres en los que en ese preciso instante, en la sobremesa de una cena en París, hacía hincapié Dolores (¿pero no era la señora dell’Orto, con la que alguna vez había coqueteado a hurtadillas del marido durante la larga travesía por el Mar Océano?).

Sin embargo, esto duró unos segundos; no dejó que la alucinación se lo llevara y preguntó al anciano:

– ¿Decíais, caballero?

– Francisco, óyeme.

– Mi nombre no es Francisco. ¿Quién es ese Francisco a quién habláis? ¿Quién es ese impostor que habla por mí?

– Ese impostor, caballero, sois vos mismo: y ese Francisco es también vuestro padre.

– Pues decid también que es el Espíritu Santo y ya tengo en mí solo a la Santísima Trinidad. Yo soy el que soy.

– ¿Esa soberbia es vuestra u os viene de herencia? Vos sois el que sois y también el otro. ¿Pero por qué me obligáis a hablar en enigmas cuando el tiempo apremia?

– Sed claro, entonces. Id al grano.

– Quisiera pasar los últimos momentos a solas con mi hija, pero es necesario que antes le revele ciertas cosas que también a vos os incumben. En dos horas voy a morir; lo sé, lo presiento…

– ¿No os decíais eterno? –, preguntó el joven pero ya no con burla, sino tratando de sembrar esas inútiles esperanzas cristianas de ocasión en el vivaz moribundo.

– Dije que había sido inmortal, pero que ya no lo era. Ya no soy inmortal, es cierto; pero aun soy eterno. Lo seré mientras tú vivas, hija mía, aunque hoy mismo muera. Tú también eres eterna. Y también es eterno el caballero; pero ¿sois aún inmortales? ¿Amáis a mi hija, joven?

– Seguís hablando enigmas para mí.

– Ya no soy virgen, padre mío. Nos amamos, aunque no como tú quisieras; pero no lo culpes: te creía su padre y si no privaba a la hermana del incesto la preservaba de su fruto. Aún soy inmortal, padre, si alcanzo a comprender lo que preguntas.

– Y yo apenas si entiendo la mitad de lo que habláis.

– Pues dejemos esa mitad de lado y hablemos de la otra. Desde el momento en que os salvasteis milagrosamente del naufragio he venido adivinando en vos lo que recién hoy he podido confirmar. Sois, como yo también lo he sido, caballero, un ser inmortal. Y he conocido a vuestro padre cuando aún lo era también. Antaño, Francisco y yo hemos sido los mejores amigos pero, como ya os he referido en otra ocasión, un mal amigo me separó de él y del resto del mundo. Cuando me vi abandonado en estas tierras, sin mi[1] anillo, sin posibilidad de regreso, tuve el único deseo que está vedado a toda criatura inmortal. Haced en vos mismo la prueba de daros muerte, caballero, y comprenderéis cuán vanos han sido todos mis intentos. Sin embargo, si era necesario morir, moriría y había un solo modo, si no de hacerlo, al menos de intentarlo. Nuestra inmortal estirpe, caballero, tiene el sino fatal de una pasión amorosa que enciende desde la antigüedad nuestros apetitos carnales y nos abre el camino hacia la muerte, y yo puedo jactarme de haber luchado siglos contra el temido peligro de darme fin engendrando. Pero engendrar no es morir, sino perder la inmortalidad para seguir siendo en nuestro hijo después de nuestra muerte. Fue así que al verme solo en estas tierras buscando dar fin a mi vida me entregué a desenfrenar esa pasión durante más de veinte años, intrigando en más de una tribu, jugando al hechicero para poder ganarme el favor de cuanta mujer me abriera las piernas. Nueve veces engendré nueve mujeres sin importarme siquiera en quién, sin poder hallar al hijo que me sucediera, al varón, tampoco en la encantadora hechicera de quien me enamoré al volver a la orilla de este río, y que me dio antes de morir a esta hermosa pequeña que os he confiado, la única que queda, mi única esperanza, la única que parece haber heredado la condición de mi estirpe. Porque mis otras nueve hijas han muerto todas y cada una trágicamente[2]. Pero aun vivo en mi sola hija y en ella seguiré viviendo, como en vos vivirá al morir vuestro padre…

El viejo volvió a encender la pipa y prosiguió:

– Tal vez haya jugado sucio con vos, pero que esta confesión me sirva de disculpa. Confié en que al entregaros a mi hija engendraríais en ella el varón en el que quería renacer… Pero hoy os lo pido, caballero: dadme un nieto, dadle un hijo y en él viviremos los dos. Imaginad qué poderosa fuerza seríamos si uniésemos las nuestras en un solo ser. ¡Imagina, Francisco, el poder de nuestra fuerza…! Nada os pido, caballero: tan sólo que seáis como el más común de los mortales, que seáis un héroe sacrificando vuestra inmortalidad…

– Pero ¿el anillo?

– Preguntad por él a Ezequiel. ¿No es ése el nombre del fraile? Podréis hablarle de mí, de mi hija y de mi proyecto; pero procurad hacerlo bajo el secreto de confesión: la amistad que lo unió al padre de mi enemigo[3] y que ha transferido al hijo (que ya es y será vuestro rival) es casi tan antigua como la de vuestro padre y la mía. Pero podéis confiar en él: también Ezequiel pertenece a nuestra estirpe y podrá aclarar todas vuestras dudas. Y ahora, adiós. Dejadme morir a solas con mi hija.

El viejo calló y clavó los ojos en su única hija, en la que ya vivía, porque se estaba muriendo.

El hondo silencio fue acentuado por nueve lejanas campanadas apenas perceptibles y nuestro héroe se retiró con solemne sigilo.

Afuera, el negro manto de la noche sin luna había terminado de cubrir la tierra, pero nuestro héroe apenas si padeció el horror de esa profunda oscuridad porque sentía mucho más intensamente el espanto de ser ese otro que lo estaba poseyendo. Apostado en el sinuoso tronco del ombú, luchó una larga hora en la absoluta oscuridad contra la sombra, pero hubo de reconocer finalmente su derrota al dar las diez en la lejana capilla. Y sin embargo, la victoria del otro no lo había anonadado: seguía siendo el mismo.

Mas se supo un hombre nuevo.

No había terminado de vibrar como un eco la décima campanada cuando salió la muchacha, luminosa, como si hubiese traído en la piel la luz de la morada.

– Ha muerto. –, dijo.

De la oscuridad brotaron dos indígenas que se introdujeron por el hueco del ombú para volver a salir con el cadáver de Néstor. Lo depositaron sobre un montón de leña y hojarasca e hicieron fuego. Luego se retiraron con discreción.

Al resplandor de la hoguera nuestro nuevo héroe vio que no había lágrimas en los ojos de la hija y que se le dibujaba una leve sonrisa de triunfo en las comisuras de los labios. No hablaron ni se separaron de la pira hasta que terminó de arder y aun se quedaron solos hasta que se extinguieron en la noche los últimos rescoldos. Entonces, como un deber sagrado, se desnudaron e hicieron el amor entre las cálidas cenizas.

En la madrugada, la muchacha, que ya era una mujer, rompió el sacrosanto silencio para decir:

– Ya es hora de regresar.

*****



[1] La aseveración es falsa y la cursiva es nuestra. Por honor a la verdad tan sólo diremos que Pablo, su verdadero dueño, unos años antes de morir, confió el anillo a Ezequiel Bel Rabí, quien lo había ayudado en otro tiempo a forjarlo, aunque jamás se había atrevido a hacer uso de él. Si durante un largo tiempo brilló como mero adorno inofensivo en manos de Néstor, fue porque el judío, al valorar de la joya sólo la paulatina perdición de su amigo, a su vez prefirió confiar a la prudencia de aquél lo que consideraba una peligrosa tentación en sus propias manos. Es así que, en rigor de la verdad y de la herencia –y en esto no hay retórica ni retruécano–, el derecho al posesivo sólo le cabría a un verdadero hijo de Pablo El Diablo.

[2] Si el libro peca de lacónico a este respecto es porque el autor sobreabunda en detalles al cifrar en una maraña de versos cada tragedia en nueve cantos de los doce que componen Lamentos, tribulaciones y fracasos de las nueve hijas de Néstor el Antiguo. La baladí discusión de por qué eran diez las nueve hijas de Néstor, excede no tanto el marco de la brevedad de los márgenes como el de la sensatez de los escolios.

[3] Cf. Nota Nº 54

1 comentario:

Anónimo dijo...

No sé por qué, pero se me escapa el hilo de la trama...