sábado, enero 13, 2007

Capítulo XVI

EQUÍVOCO

Eran ya las diez de la mañana y esa pocilga que llamaban posta se había puesto endemoniadamente concurrida. Si el coche se había roto que se quedase ahí en la encrucijada. Ya había perdido dos días en Asunción y nadie lo iba a convencer a él, Simón de Montresor, vizconde de la Guarda y el Tajo, de volver a hacer nunca más un viaje en barco cuando conocía otros modos de viajar menos peligrosos, por más que le dijeran que ir por el río era lo más conveniente para la prisa que llevaba. Con carro o sin carro, iba a hacer el recorrido a caballo. Aunque tardara tres meses, qué joder.

Pero sabía que tenía mes y medio para llegar y su misión emanaba directamente de Roma, del Papa, de Dios Todopoderoso.

– ¡Heinrich! ¡’Ño Tomás! Olvidaos del coche. Conseguid tres buenos caballos. Ofreced todo el Perú si es necesario, pero hay que partir cuanto antes.

Y se quedó aguardando impaciente echando putas al río. Al rato, se le acercó un caballero al que distinguía una pluma blanca en el sombrero y a quien el lector, como buen fisonomista, reconocerá antes que Montresor si lo observa con atención y no lo pierde de vista.

– Disculpad, caballero…

– ¿Sí…?

– ¿No nos hemos visto ayer mismo en la antesala de Su Santidad Pablo III, aguardando a que saliera el de Loyola?

Demasiado le había costado el prodigio y más cara aún la discreción del mestizo para que un día después cualquier advenedizo le viniera a hablar del asunto en este culo del mundo que llamaban América. Pero Montresor dejó traslucir su inquietud con una mala excusa:

– A no ser que todos los caminos realmente conduzcan a Roma

– Precisamente por eso.

– No os conozco, caballero.

– Pues permitidme que me presente: mis amigos me llaman don Santiago de Narváez y Albuera, si ese nombre os dice algo.

– Pues, por cierto…y hablando de Roma… Sí, el nombre me dice que entre los cantantes líricos romanos se cuentan prodigios de vos, caballero. –, comentó Montresor y lanzó un impostado suspiro entre burlón y provocativo: –Y yo que os creía un personaje de leyenda.

Mas el aludido, aunque dio muestras de haberse incomodado no fue por el cumplido, sino porque había advertido que una figura idéntica a la suya (el mismo sombrero, la pluma roja) comenzaba a apropincuarse.

– Sabed disculpar el equívoco, – dijo quitándose el sombrero de blanca pluma y haciendo una graciosa reverencia. – Hasta la vista, caballero.

Y si el de la pluma blanca se alejó con rapidez fue porque Narváez llevaba una soga en la mano presto a darle alcance. Se perdió entre el gentío, tomó la forma de Simón de Montresor y comenzó a caminar aun más de prisa; pero lo que no vio el esbirro español fue que luego se transformó en un mestizo y desapareció entre los postillones.

No acababa el caballero de la Guarda de apoyar el culo en la montura, cuando vio al del sombrero emplumado con una soga hacer extraños malabarismos semejantes a conjuros; mas picar espuelas, verse enlazado y derribado del caballo fue todo una misma cosa.

– Te tengo, puto.

– Pues entonces no me sueltes. –, profirió Simón de Montresor y, aunque un poco aturdido por la caída, en lo demás se conservó idéntico a sí mismo.

– ¡Joder! –, dijo Narváez al ver que por más que ajustara el lazo tirando de la cuerda no había forma de que Montresor la mudara.

– Si habías aceptado el envite, podrías al menos haber elegido un modo menos brusco y más amable. – dijo el enlazado poniéndose de pie con elegancia: – Don Santiago, amigo mío: no has hecho honor a la aguda delicadeza que te elogian en Roma.

Narváez que empezaba a comprender comenzó a desprenderse de la soga.

– Sabed disculpar el equívoco, – dijo quitándose el sombrero de roja pluma y haciendo una graciosa reverencia. – Hasta la vista, caballero.

Pero para huir era algo tarde porque ya el africano y el bárbaro lo sostenían cada uno de un brazo.

Entonces Montresor se desembarazó del lazo con gracia femenil y se acercó con parsimoniosa y afectada prepotencia, hasta que se halló a menos de un paso, cara a cara con el esbirro español:

– A ver si es cierto lo que cantan los sopranos. –, dijo y con una sonrisa de triunfo comenzó a acariciar por encima de los calzones el miembro de Narváez, que a pesar de sus esfuerzos no podía evitar sufrir una tamaña erección al menor rozamiento: – Cierto. Aunque flojo en el fondo. –, agregó y luego de buscar con destreza los vulnerables testículos, cerró la mano con tal fuerza que Narváez se habría dado de bruces contra el piso de cómo se retorcía si Heinrich y el Negro no lo hubieran tenido firmemente apresado.

– Soltadlo ahora –, ordenó Montresor soltándolo a destiempo.

El esbirro español se revolcaba en el piso echando putas, pero no sufrió metamorfosis alguna.

– Lamento en el alma que nos hayamos conocido bajo estas circunstancias, pero el tiempo no me pertenece. No me extrañes, mi don Santiago querido: ya nos volveremos a ver en otra ocasión. –, dijo y poniendo un pie en el estribo se acomodó en la montura.

– ¡En marcha! –, ordenó a sus hercúleos sirvientes que ya estaban a caballo y los tres partieron al galope.

Ignominiosamente derrotado, Narváez se incorporó, se caló el sombrero de pluma roja y sin volver la vista atrás tomó el camino de Asunción[1].

*****



[1] De manera incomprensible –al menos para los seres racionales, como vos y yo- el manuscrito está borroneado sobre la última palabra. Con mucho esfuerzo pude descifrar la escritura que había debajo. Transcribo los versos para vuestro desconcierto: “Y a la vera se reía / un chajá de canto dúctil / y en el suspiro decía / orbis tertius culus mundi”.

No hay comentarios: