martes, febrero 20, 2007

Capítulo XX

LA SELVA

Caía la lluvia a torrentes, que es una de las formas más divinas que tiene la lluvia de caer. Se mojaban animales y hombres, pero la expedición proseguía su curso. El laconismo, arma de doble filo, bañaba los diálogos y la prosa de los pensamientos. Era necesario e inútil: el agua cerraba las bocas, cerraba los ojos y eclipsaba, luna transparente, sentimental, la razón.

–Cuando no hay mucho que decir, no hay mucho que decir. –sugirió el Mestizo.

–Ajá.

El hombre silencioso se mordía los labios. Su tez consumida por el sol de días pasados, fogosamente colorada y demacrada por las inclemencias de un tiempo inesperado, delataba su origen y su inconformismo europeo. Tenía ganas de cantar, pero no lo hacía para no demostrar ni debilidad ni regocijo ni hastío ni ninguna pasión insensata que traicionara su verdadero estado de ánimo: la melancolía. Il pleut sur la ville comme il pleut sur mon cœur. Divagaba. Siquiera si hubiera un mísero poblado o un blando corazón. Y sin embargo, nada. Malezas y malezas, insectos y animales carroñeros que bebían la sangre de otras sabandijas no menos carroñeras. Por otra parte, su paso aligerado y resoluto, con una sonrisa en los labios y una hoja de una nueva hierba que lo mantenía en pie, era suficiente para que se interesara más en el fin que en el principio, en las columnas de Hércules que en Ítaca, a la que siempre se puede volver.

–No vamos a detenernos.

–No.

Uno de los caballos, de una belleza azabache y profunda, había caído en un pantanal hacía más de dos horas, mordido por una serpiente o por algo que se le asemejaba. Una verdadera pena, si se tenía en cuenta que el otro animal, como si estuviera infundido de una rabia satánica, se había negado a seguir el derrotero de sus amos, escapándose al trote por entre la espesura inconmensurable de los árboles, a los que el mestizo llamaba por sus nombres propios y recordaba por virtudes medicinales (o de las otras) de inverosímil maravilla. Quedarse sin su caballo es un gran problema para un caballero, pero no para un aventurero y mucho menos para un hijo de puta.

–Tendremos que arreglarnos sin ellos. –había mascullado el Mestizo.

–Salvo que lluevan Pegasos.

–Todo es posible.

–Sí, incluso conocer el camino, ¿no?

–Tranquilo, que vamos bien.

Ya no preguntaba. Estaba en una selva, eso lo sabía por analogía o por instinto. Estaba en una selva peligrosa y repleta de alimañas desconocidas. Ya había matado dos animalejos con su daga valenciana y lo peor de todo era que ninguno de ellos tenía aspecto comestible. Parecía que en el Nuevo Mundo había tanta belleza como fealdad, y que la mano de Dios no se había olvidado de crear la sierpe glotona y horrible junto al huevo, como ridícula parodia del dragón guardián del vellocino. Vaya delicadeza.

– ¿Cumpliréis vuestra promesa, señor cretense?

No obtuvo respuesta. Narváez, –pues hasta el lector más idiota se habrá dado cuenta que de él se trataba–, contempló cómo su última palabra era fulminada por un trueno cuyo correspondiente rayo había sido ocultado por el matorral, y de no haber sido porque su estómago ardía de hambre y sus calzoncillos estaban demasiado limpios, se habría cagado hasta las patas. Pero era un valiente y sus intestinos estaban vacíos.

Hacía horas que habían partido. Solos con sus caballos. Sereno el mestizo, desconfiado el español. La noción del tiempo se perdió con la noche, que desplegó su manto tormentoso cuando parecía que aún sería de día durante horas. Y aunque para Narváez no había muchas opciones, maldijo en su fuero íntimo el haber aceptado pactar con un extraño, quien no sólo podía ser vil y rastrero como las víboras que cruzaban el camino cada cinco minutos, sino también imbécil e incapaz.

–Reflexionáis, reflexionáis, no obstante nada decís. Es poco saludable tragarse los pensamientos. Engordaréis de pena y no encontraréis escarmiento.

– ¿Médico de almas sois?

– Soy todo.

– Ah, ya lo sé. Sois el que sois. Vamos, venga la jácara y el consiguiente génesis americano.

– Os burláis demasiado de las cosas. La naturaleza os dará prueba de vuestra insignificancia...

– No os detengáis. Quiero que me consoléis con una brizna, un grano de arena, una hoja de hierba, o cualquier sandez por el estilo. Y después me acusáis de retórico.

– Prestad atención al suelo que pisáis, don Séneca.

Narváez miró hacia abajo. Había una peña tosca y dura, que parecía emanar envidia de la hermosura de la naturaleza circundante. Una roca desdeñosa, aborrecida por las hierbas, yerma y lúgubre. Cuando levantó la mirada vio, apenas a cinco pasos, la entrada a una cueva espantosa, mal disimulada por una portezuela de madera podrida que, si bien aún persistía en su función de objeto humano, no tardaría en ser destruida por la tormenta tenaz.

–Hemos llegado.–murmuró el mestizo.

¿Adónde habían llegado? ¿A ese refugio indígena que remedaba la peor de las cámaras del más vil de los criados del más ínfimo hidalgo de una corte desertada? Esa cueva, esa gruta, esa covacha, ¿era el fin de su viaje, el fin de su expectación y de su tedio?

–Y una vez más, como a un niño, me toman el pelo. Ah, merecería ser el peor de los bellacos. Decidme, Sibila mestiza, ¿esa sima es nuestro objetivo?

– Así es, español. Esa fosa oculta el secreto que buscáis.

–¿El secreto?

– El cadáver.

–Pues sois bien elíptico e ingrato, además de ignorante. Si hay cadáver, malhaya el secreto y maldito el despojo. ¿Para qué quiero un arcano sin su consecuente revelación? Y Dios sabe que me importa un reverendo pedo entrar en un laberinto del cual no voy a poder salir. Váyanse a la mierda todos los Dédalos del mundo, vos incluido, protervo farsante.

–La cólera no es aconsejable, en ningún caso, paladín de los rufianes. Menos aún vuestra ira escatológica y rastrera. Parece que tendéis al lenguaje del culo, pero ya os curaréis. Recordad a Aquiles, que se emputeció por Patroclo y terminó entregando sus tripas. Sois muy bestia, Narváez, si os dejáis guiar sólo por las apariencias. Os creía más sutil. ¿No conocéis el adagio de los Borgia, vos que trabajasteis para ellos?

–¿Cuál coño de adagio?

–Confiad y esperad.

Narváez se mordió los labios. Ya estaba harto, a esta altura de su vida, de que le dieran sermones y le citaran aforismos mentecatos que él usara solamente para recordarse que había sido tan necio como los demás. Sólo faltaba que a la entrada de la cueva hubiera una inscripción que dijera Nosce te ipsum o algo de esa calaña. Mientras pensaba en su estulticia inveterada, el Mestizo se aproximó a la puerta, o a lo que quedaba de ella y limpió con sus dedos mugrientos la madera, no sin esbozar una sonrisa perversa o pueril, que para el caso es lo mismo.

–Leed.–ordenó.

Narváez se acercó a su vez y, ya derrotado y cubierto de majaderías tenaces, leyó: “Nosce te ipsum”.

– Vaya, tantas jornadas sufriendo el mar para descubrir que uno está en Delfos.

Dicho esto, sacó su espada y arremetió contra el cuello desprevenido del mestizo, dispuesto a acabar de una buena vez con la farsa. No era que no tuviera sentido del humor, pero una cosa es la gracia y otra el exceso.

–Matadme, bruto. Matadme y os quedaréis sin futuro.–vociferó el eventual chivo expiatorio.

El español envainó su espada. No sentía piedad, sino cansancio. Además, había escuchado el retumbar adusto de los cascos de unos caballos que se aproximaban al galope. Cuando se decidió a mirar, el Mestizo ya estaba de pie nuevamente junto a la cueva, con el aspecto apacible de quien acaba de llegar a su casa. Los caballos, al fin, se detuvieron al alcance de un arcabuzazo. La espuma de sus fauces y el brillo de la transpiración denotaban que no habían reventado gracias a la inefable misericordia divina, que suele ser tan inoportuna como las babas del Diablo. No tuvo que observar demasiado Narváez para percatarse de que había dos jinetes vestidos de negro y con el rostro enmascarado, armados con sendas pistolas. Cada uno de ellos llevaba bordada una cruz a la altura del corazón; blanca la del más alto; dorada la del más pequeño. Ninguno habló, pero el de la cruz dorada hizo una seña rápida y exótica al mestizo, que le correspondió con un efímero asentimiento. Narváez, colérico aún, pero resignado, se dispuso a escuchar los argumentos de su circunstancial compañero, ya que si bien presumía que carecerían de sentido, no se sentía en condiciones de enfrentar a tres hombres, por más que quien parecía el jefe –el mestizo hijoputa, evidentemente– no fuera sino un cobarde.

–Así está mejor. No creí que fuerais tan susceptible. Ahora vais a escuchar la historia que os explicará por qué razón os he traído hasta aquí y luego... –el Mestizo dudó un instante, como si vacilara ante las consecuencias de su construcción lógico–temporal–... y luego haced lo que queráis.

Narváez se sentó sobre la peña desolada, cerró los ojos y se dejó penetrar por el relato.

*****

sábado, febrero 10, 2007

Capítulo XIX

EL ÓBOLO

Lejos de eso, muy otros del sentir de Concha eran los menesteres en los que se holgaba con tanto placer dell’Orto. Mas dejemos que el doctor se entretenga, se divierta y refocile en Estrasburgo y, si no por pudor por discreción al menos, veamos la otra cara de esta moneda para saber qué afligía a la duquesa en la colonia.

La duquesa está triste. ¿Qué tendrá la duquesa?

Al ver la nívea cinta de plata que hace una semana ondea hacia un lado de sus negrísimos cabellos –canas recientes que por otra parte acentúan su enigmático atractivo– cualquiera diría que algo tiene, mas ella procura ocultarlo y esconde el rostro tras la lacia cabellera suelta. Pero ahora, que acaba de retirarse de sus habitaciones de lo más ufano un aborigen sordo, mudo e idiota que ha entrado recientemente a su servicio; ahora, que se ha quedado definitivamente sola, recogida en su cuarto llora desesperada, desnuda, despeinada, cual posesa bacante desposeída; frente al espejo de plata (réplica de otro oculto en un muro del castillo de Estrasburgo) es una llaga en carne viva, una profunda herida abierta sin cura, un pimpollo encarnado a flor de piel, una replegada rosa carmesí sin regar que aun no quiere marchitarse, una inconsolable Concha desconsolada. La duquesa ha estado llorando a mares y suspira por la insondable oquedad nacarada de su nombre marino, pobre conchita de mar cuyos flujos y reflujos la han dejado vacía, descarnada, en lo más hondo de la ensenada.

¿Qué tendrá la duquesa, que desnuda se anuda y desanuda ante el espejo? Una perlada lágrima salobre, la última, brota del negro profundo de un ojo y la beben al descuido los labios que ha fruncido con altivo desdén para contener el llanto, el grito y la furia. La pérdida parece ser irreparable, insustituible, imperdonable. No es que haya perdido la juventud –ya hemos dicho que frisaba unos floridos cincuenta–, ni tampoco sus adorables encantos –de haber estado del otro lado del espejo, ni el imperturbable lector habría podido evitar lo inevitable, controlar lo incontrolable, contener lo incontenible (mas como el original y gemelo estaba vuelto hacia el muro en Estrasburgo, nadie en el orbe habría podido contemplar esa paralizante desnudez de Gorgona lasciva)–, ni mucho menos sus ritos domésticos –hemos dicho también que acababa de salir el nuevo sirviente tarado con el que, aunque le hacía honor al mito[1] a la hora de atender a sus caprichos terrenales, se sentía deshonrada en los divinos, placer sublime del que se había visto privada una semana atrás cuando el malón y la partida de Narváez.

Bruja insatisfecha, desconsolada sirena, circe resentida, la enardecida Concha era una desnuda furia vengativa, una medusa que se pliega, se repliega y se despliega, una imponente hechicera malcontenta, pero impotente sin su varita mágica.

Mas no vaya a pensar mal el lector y a suponer que por mucho que pudiera extrañar el dulce caramillo silvestre de otras siestas que llenaba con la poesía bucólica de Narváez, su aflicción tuviera origen en pérdida tan insignificante, porque mientras en la escala de los dioses los faunos son el pan nuestro de cada día, pensaba la duquesa, sólo en el trato con los olímpicos se puede saborear el néctar y la ambrosía así en la tierra como en el cielo. En fin, ¿qué le podía hacer la rústica flauta de Pan, con toda la fuerza de su poesía, al lado de la incomparable flecha de Apolo, con toda la poesía de su fuerza, cuantimás que era esa saeta la que había derrotado a Pitón en la contienda? Menos le hacía ahora que Febo Apolo, el que hiere de lejos, había sido tan ignominiosamente herido y tan vulgarmente desarmado: un golpe seco –un golpe bajo– de martillo, y no de hoz –ni tan abajo– como el de Cronos, había hecho de la estatua del Apolo Pitio el Uno Uranus. Y por eso lloraba la duquesa el vacío de su malacostumbrada aljaba y la desatendida blancura de su desatinado blanco.

Desnuda, despeinada, desesperada, desconsolada, desenfrenada, desbocada, pergeñaba venganzas inverosímiles contra el desconocido culpable, mientras consultaba el cuerpo que se conservaba tan joven en el espejo:

– Espejito, espejito: ¿quién es la más bonita?

Mas el espejo no dejó oír respuesta alguna, por lo que ofendida volvió el pulido anverso contra el muro y dándole la espalda se tendió a llorar boca abajo sobre el lecho.

No muy lejos de allí, muy otro del sentir de la mestiza estaba el saberse injustamente sospechada por la afrentada y confundida duquesa. Pero dejemos que la desencantada Concha busque en vano consuelo de su aljaba en la alcoba y volvamos a dar vuelta la moneda para ver a la adorable hija de Néstor junto al río.

¿Qué tiene? ¿Qué le falta? ¿Qué espera la mestiza?

Ha desaparecido el anillo y Esteban ha vuelto una vez más hasta el hueco del ombú a buscarlo. Esta vez Ezequiel también los acompaña, pero ella no a ellos porque ya no le importa y espera en la orilla a que den por perdido lo inhallable.

Venus con un toque de Diana, todo su ser ancestral mana nuevo de su cuerpo, de su piel, de sus poros, y se duplica rizado y risueño en el ondulado espejo del remanso: cualquiera habría creído ver a Afrodita naciendo de la espuma pero al mismo tiempo habría tenido la fascinación y el horror de haber sorprendido a Artemisa en el baño. Mas no tema el lector a los perros –que sólo a él le pertenecen– ni ser presa de ellos por verse coronado de cuernos –otra será la causa de esa metamorfosis, pues ha de saber asimismo que ella le pertenece toda en cuerpo y alma a nuestro héroe. Lanza, bastón, báculo o cayado, la espada de Esteban que su mano aferra en actitud de triunfo es su sostén y apoyo, su cetro de princesa, su vara de hechicera, su atributo divino.

¿Qué se le da de la pérdida? ¿No es toda metal fundido, joya recién forjada, ardorosa, luminosa, incandescente? ¿Fuego su alma, caldera el pecho, fragua su vientre? Fénix de las cenizas de su padre, ¿no resucita de cada nuevo ardor con vehemencia renovada? ¿No espera ahora como siempre a Esteban para seguir amasando eternamente el barro elemental de sus ancestros, mientras el agua que la refleja apenas si refresca la fecunda llama en que se incendia?

Mas nuestro héroe y el fraile han desistido de la infructuosa búsqueda y vuelven resignados a la orilla.

– …juventud, inmortalidad, eternidad no son cosas para tomar a la ligera, Esteban. Por eso se perdió Pablo. Pero mejor así: démoslo por perdido para que nadie más se pierda[2].

Y la hija de Néstor al oírlos se volvió y dio su espalda a las canoras aguas para que el líquido himen himeneo no se llevara también con el murmullo sus fecundos ardores, su ajuar fraguado, sus encantos nupciales, su anillo de bodas.

Verdaderamente inconcebibles y muy otros de los deseos de la mestiza eran los designios del doctor en Estrasburgo cada vez que se retiraba satisfecho de lo propio y dejaba a María con Dolores dell’Orto. Pero dejemos a la mestiza con nuestro héroe en América y volvamos a ver el anverso de la moneda para saber qué hacía dell’Arte solo en una retirada habitación del castillo de Estrasburgo de la que con tinta, papel y un aguamanil de aguas mugrientas había hecho su gabinete, mientras Dolores y María se recogían en la suya.

¿Qué ha firmado el doctor? ¿Qué rezará el postscriptum?

En el sobre que acaba de sellar con lacre puede leerse no el nombre sino el título del destinatario –las relaciones con Roma y Alejandro Farnesio vienen en virtud de un espejo hurtado a su detestado o destetado hermano de leche (otra réplica gemela en plata del oculto en el castillo) con que agasajara al Papa a cambio de “ciertos favores presentes, pasados y futuros, que ya reclamaría en su momento”–, mas hemos llegado tarde para adivinar el cifrado contenido. El doctor ha vuelto a mojar la pluma en el tintero y se dispone a escribir a América por el correo de Asunción, aunque no ha hecho más que fechar con premeditado anacronismo la hoja en blanco.

En menos de quince días que llevaba en el castillo había atado más de un cabo y dado en el clavo, si no con el clavo. Dar con la amiga de su esposa, otrora amante del conde de * (y el que es conde esconde, él siempre lo había dicho, cuantimás ahora que ha entrevisto qué es condado y qué ha escondido, ahora que no hay más conde que esconda y que él es clavo y ella esclava), había sido dar en la clave, con la clave. En cónclave después de la muerte de monseñor el Obispo estaban los tres –también ciertas consoladoras caricias de su mujer, cómplice inocente de lengua desatada, habían hecho el camino menos arduo para él y menos doloroso para María–, cónclave que presidía ya con la clave, con la llave en la mano pero disponiéndose a atisbar antes de entrar por el ojo de la cerradura. Y había sido esa experta y aguda perspicacia que le había dado su profesión la que le permitió al fin y al cabo anudar el cabo en lo más profundo del oscuro secreto que ni siquiera María sabía que guardaba en lo más hondo de su ser. Como quien hiende la tierra con medido tiento para dar con el tesoro que guardan sus entrañas, primero dejó el doctor dell’Orto que ella sola fuera develando y sacando a la luz con confianza sus intimidades más recónditas y una vez descubiertas fue todo golpear suavemente a la puerta como con una varita mágica para que se fuera entreabriendo y mostrando el oscuro camino que es trecho estrecho hacia lo oculto, con lo que el auctor quiere dar a entender que el doctor había empezado a penetrar el hermético misterio del anillo.

Supo primero, gracias a su aguda penetración anatómica, que María hubo dado a luz en su temprana adolescencia y bien que si había dado mucho de mamar nunca fue leche a niño alguno y lo ha confirmado luego, gracias a su penetrante agudeza psicológica, al saber de su boca que casi había perdido la vida al parir un bastardo de su señor Monseñor el Obispo, que, según le habían dicho, nació muerto. Llegado a este punto, el doctor no necesitó usar más de subterfugios para que María se aflojara y se abriera y terminara por desatar la lengua. Supo entonces que años mas tarde se había visto consolada de esa pérdida criando a un niño –tal vez hijo del conde, mas ella no se lo reprochaba– al que también había perdido un año atrás siendo ya mozo, cuando por desavenencias que habían despertado los celos de Monseñor lo había mandado al Nuevo Mundo con nada más que un caballo, una espada y un anillo, y que después había perdido también al Obispo pero era una verdadera suerte poder contar con Dolores y el doctor, siempre tan solícitos y tan amables.

– ¡Una verdadera suerte! –, se dice el hipócrita dell’Orto, que aunque ha mojado la punta de una ajada pluma en el tintero, aun no ha llegado al fondo del asunto. Mas la pluma la ha dejado junto a la hoja en blanco y ha tomado el tintero y, si el lector mira con atención los círculos concéntricos, podrá ver que ha vertido parte de la tinta en el aguamanil y que ahora coge una pluma nueva, que lleva grabado el escudo de la casa de Ottingen, y reconocer con el doctor las figuras que ha conjurado: el joven de la goleta perdido en el naufragio, un caballo, una joven de belleza sobrenatural, un ombú hueco o el hueco de un ombú, un anillo del tamaño de un doblón, una espada, un río.

Entonces vuelve a mojar la antigua pluma y debajo de la anacrónica fecha comienza a escribir la carta como quien juega una baraja:

Don Santiago de Narváez y Albuera:

Si entendéis el objeto de ésta, sois vos el elegido…”

Y mientras escribe piensa que con este impagable favor ha de ganarse el incondicional servicio del esbirro español.

Pero muy otras de las intrigas del doctor eran las de Montresor en las habitaciones de Alejandro Farnesio. Así que dejemos a dell’Arte en Estrasburgo y demos vuelta una vez más la moneda para saber qué papas se cuecen en Roma a la hora del almuerzo.

¿Qué aguarda Montresor? ¿Qué sellará el pontífice?

– Cardenal de los Estados de Ultramar, ¿os place al oído al menos?

– Si a Vuestra Santidad le agrada…

– Yo y Su Majestad Imperial, que en nada estamos de acuerdo, esta vez hemos acordado que lo que no es mío ni suyo tampoco es nuestro, y esto no por ánimo de compartir, sino de seguir compitiendo: el juega sus cartas, yo las mías. Así que el Emperador se decidió a arriesgar algunos hombres, pero se desentiende de ellos para que respondan a vuestras órdenes, que son, de más está decir, las mías. Y os lo vuelvo a repetir: estad allí antes de junio, porque si llegáis después que las tropas, ya no seréis obispo sino marioneta de Carlos V y de sus españoles. Mas de lo otro, no se hable más, Montresor: halladlo y tendréis vuestro capelo. Aquí está escrito, firmado y sellado mi compromiso del que pongo por testigo imparcial, así como del lugar en el que se guardará hasta bien vos cumpláis con lo vuestro, si no ponéis objeción, a la signora. –, dice Pablo III acercándose al espejo de plata en el que, como puede apreciar el lector, la Ruffini ha estado aparentemente admirando sus propios encantos, y luego de depositar un sonoro beso sobre sus blancos hombros desnudos, esconde el papel lacrado en la parte de atrás, entre la pared y el marco.

– Y ahora, adiós, caballero: salid por donde entrasteis.

Y aunque la Ruffini vio abrirse la puerta en el espejo, le pareció que el reflejo de Montresor se había desvanecido antes de salir por ella.

Muy otras de la impresión de la Ruffini eran las expresiones de fray Ezequiel y la duquesa unos días más tarde, después de la visita del correo de Asunción. Dejemos entonces a Montresor dejando Roma y demos vuelta la moneda para saber qué nuevas había traído el postillón de correo a la colonia cuando ya mediaba mayo.

¿Qué nueva ofusca al fraile? ¿Qué nueva a la duquesa?

Ezequiel ha murmurado algo que no conviene poner en la boca de un fraile, mas como no ha habido más remedio y el lector lo ha oído, sepa a cuento de qué viene y entenderá sus maldiciones, porque no es justo que justo ahora que ya tienen la iglesia terminada y no hay más que sentarse a discutir el nombre, le nombren un condenado obispo a la colonia, los muy hideputas. Pero que venga ese obispo y ya van a saber quién es Ezequiel de la Cruz, los muy cabrones.

Por su parte la duquesa, mientras acaricia el bulto como si quisiera estrangularlo, ha suspirado y callado altiva al tener por fin a la vista las dos caras de la misma moneda. El correo le ha traído de Asunción uno de esos perritos falderos que suelen entretener la soledad senil de más de una madre superiora en el convento cuando no la de una virginal novicia en el claustro, de cuyo collar pende una medalla de plata a modo de lacónica esquela que de un lado reza la dedicatoria (en compensación de cuanto pueda haber perdido vuestra reverendísima Concha,) y al dorso, en letras capitales, el altisonante apellido del fementido remitente.

Y como acaba de aprender que el mejor modo de esconder una carta –ya sea en el amor como en el juego de barajas, en la prestidigitación como en la magia, en el buscar como en el esconder, en la Tierra como en el Cielo– es dejarla a la vista, para evitar más confusiones de Ignacios y Santiagos llamó al perro Narváez a secas, como ese bastardo traidor malparido, ojalá una perra de dientes más filosos le haga lo que él le ha hecho a su Apolo y el Diablo lo pierda en las catacumbas de Estrasburgo, de donde el muy hideputa no debió salir nunca.

Ante tan solemne espectáculo, el del correo, sin parar mientes en que al heraldo se le ha de respetar la vida, se cuidó de reclamar con mucha discreción y disimulo a uno de los hermanos un caballo que decía le habían robado en el verano y que había visto en el establo, y haciendo gala del refrán que dice que el cartero es el hombre invisible, puso pies en polvorosa y desapareció en lontananza tan misteriosamente como había aparecido.

Aunque a un paso de allí, muy lejos estaba de saber la hija de Néstor que el postillón se llevaba el brioso corcel que su padre dejara al morir y que había traído a la colonia con Esteban. Pero dejemos que se lo lleve y veamos el reverso de la moneda para saber qué se traen nuestro héroe y la mestiza que celebran con tanto regocijo.

La mestiza está alegre. ¿Qué tendrá la mestiza?

La mestiza está encinta y lo sabe y Esteban se felicita. ¿Qué se le da del anillo ahora, que ya es un hombre, ahora que es también un héroe, ahora que ha confiado la vida a su espada?

Mas ¿no ha visto el lector que al aferrarla cual cetro ha hecho que se soltara la tapa de la empuñadura (¡oh, delicada orfrebería! ¡oh, Benvenuto Cellini!)? Allí debió esconder el anillo, piensa ahora mientras retira del mango hueco un rollo de papeles entre los que descubre su acta de nacimiento, la herencia del condado de *, tres pliegos en romance[3] que parecieran arrancados de un libro, y un ajado pergamino con caracteres extraños.

Pero casi tan lejos como las del lector están las posibilidades de que Narváez pueda leer lo que cifraba doblemente en copto y en griego el manuscrito, porque ahora así lo quiere y dispone el auctor al volver una vez más la moneda para ver qué hacía en la selva el esbirro español caminando bajo la lluvia.

*****



[1] No hemos querido sumar al tedio de las alusiones mitológicas de este capítulo el fastidio inútil de la explicación de tantos lugares comunes, mas en este caso hemos de reconocer que desconocemos el mito al que se pudiera haber querido aludir.

[2] Que tamaño embuste lo pague el culo del fraile. Ezequiel no puede haber dado nunca por perdido el anillo en tanto se lo había guardado para él. No sólo se burla de Esteban, a quien se lo ha birlado, sino también del lector. Si no halla v.m. suficiente para sostener lo dicho recordar aquella irrupción del autor en el Capítulo XIII (“…no he podido resistir la tentación (que sin embargo he vencido por años) de iniciarme de facto en el mágico secreto…”), baste seguir con suma atención la moneda que gira delante de nuestros propios ojos en éste a la luz de esa delatora afirmación de más adelante (“…el mejor modo de esconder una carta (…) es dejarla a la vista…”) para desenmascarar la farsa.

[3] Más allá de los anacronismos y otras faltas, que son responsabilidad del anónimo mitógrafo, creemos que tal vez pueda echar alguna luz sobre el asunto transcribir parte del contenido legible de estos pliegos:

“Diz que dizen que en el prinzipio solo era Pan el demonio dellos Arcadios y que dél y della su flauta fazevan burla las moças que llamavan ninfas porque se corriesse y la oviesse sempre templada y por cogellas al dios tam le placeva meditar la su çampoña quanto más las ninfas fugían y ya no eran más quando la su mussica las alcançava. Uno día dessos lexos della patria nel desserto vio una ninfa que non escapasse ne se desfiziesse porque esse una mulier xudia de nomen Judith pero otros dizen que se llamava la ramera de Babylonia. Siete vezes siete durante siete dias y siete noctes se conozieron y al cabo de siete lunas dio a lux la mulier siete varones y ainda fosse muorta. Crezidos que fueron moços et jam magis velhos se ovieron por immortales y um dueño Nimrod qui los aveva criado les dixo um dia fizieran una turre que alcançasse el caelo, mas el dios que dizen Jahve enfurezisse y com uno radjo la fortaleça fuesse destructa y las linguas dellos homnes confusas. Sed los siete frateres viveron in l’alcaçar ad todas cononoscendo y quando las aprendiessen una a una dexaron la urbe onomata Babel y sese separaron per omne lato orbe. Mas passados annos más de doscientos y mil aun quatro o cinco dellos eran vivos et non morrían ne supieran que suo padre esse um dios immortal sinon aliquando ovieron conoscença de illora propria morte.«¿Eres ahí, Tamo? Quando a Palodes ades quida de anunçiar que el dios Pan est muorto.» y ansi lo supieron. Y multos annos magis avevan de esse secutos multo tempo sine medida quando un dia in Carthagin…”

El resto del contenido se confunde en una informe mancha mohosa.