jueves, febrero 01, 2007

Capítulo XVIII

AUS DEM HINTERN


Salimos de París[1] desesperados, perseguidos, acosados, prófugos. El carruaje –zum Teufel mit ihm![2] no era de los más cómodos, –ni liso, ni blando, ni cerdoso, ni alisado, sino más bien seboso, áspero, escabroso, desigual, erizado, viscoso, grasiento, apestoso, caldeado[3]–, era, zuletzt, el que se pudo conseguir en dos horas y con una buena cantidad de pistolas. María yacía intranquila, durmiente, abrasadora e incandescente, inflamada y tórrida, verbrennend, en un rincón junto a nuestro escaso equipaje gélido y Dolores, al igual que siempre, ígnea y sofocante, estaba dispuesta a seguirme hasta el fin del mundo, dado que yo debía, wie immer, zu gutem Ende führen. De hecho, me había acompañado hasta las costas salvajes, revueltas, caniculares, längs der wilden Küste, que ese inepto de Waldseemüller llamó con el nombre de Amerika[4], al no encontrar otro mejor o bien porque el florentino, amigo de cartógrafos y forajidos de esa especie, lo aceitara previamente con una buena bolsa, aber Geld regiert die Welt[5]. Huíamos, por supuesto, pero sólo yo estaba al tanto de las causas de nuestra fuga. Lo más triste del asunto fue abandonar la casa de la rue Saint–Honoré, y más que eso abandonar sus secretos, que tanto tiempo y esfuerzo me había llevado descubrir, weil ich des Himmels unergründliche Tiefe mass. Tenía conmigo el manuscrito, una copia en doce pliegos del trabajo del alemán y un plano del castillo de Estrasburgo, que era nuestro puerto. El cochero, vaya suerte, parecía mudo, y atravesábamos los ríspidos caminos –Montmirail, Châlons, Sainte Menehould, Verdun– sin la menor zozobra, a no ser por la fetidez hedionda de los vahos mugrosos de los meandros. Hasta Metz todo resultó tranquilo, salvo quizá un pequeño incidente cuando nos acercábamos a Varennes y fuimos detenidos por una compañía de mosqueteros borrachos de alientos acidulados y agridulces, cuando no avinagrados y salinos. Malévola aldea, Varennes, arenosa y recalcitrante. Es probable que alguna vez le cueste la cabeza a alguien pasar por allí. Por lo pronto, nosotros pasamos y en cuanto los mosqueteros se fueron con parte de nuestro dinero y nuestra honra (fue María, la dulce, quien se sacrificó por nosotros, sie ging auf den Strich, süβ, schön, sinnlich) a Dolores le dio un ataque sensual –notorio, insigne, singular e infrecuente, ilógico e incomprensible, sospechoso e ido- que no pudo mitigar (¡Ah, mi puta esposa, virginal y conchuda, hacía tanto que ignorabas mi venéreo ser, carnal e instintivo, mi amatorio carajo!) y del cual hube de hacerme cargo dentro del carruaje, mientras la misma María, primero tímida y apartada pero luego deseosa y solícita, se sumaba a nuestras caricias und wir vögelten und vögelten und vögelten[6] como pajaritos. Nach dir, María, heben schon tausend Herzen sich. El amor de a tres, debo decirlo, contiene una extraña belleza y un placer difícilmente inherente a otros menesteres. Wird nie der Liebe geheimes Opfer ewig brennen? Por suerte mi esposa, la hermosa Lolita, Lo Lo Lo, Dolly, Dolores, no se puso celosa y compartió su fuego con la viuda del desdichado Francisco, que en paz descanse, e incluso continuaron ellas solas besándose las nalgas y limpiándose el polvo del camino con sus lenguas durante un buen rato, cuando hacía ya tiempo que yo estaba exhausto, müde, matt. Quién sabe que pensaría el cochero allí arriba, si es que algo escuchaba, pero con gusto lo hubiera invitado a nuestra pequeña orgía privada, a nuestra kleine Nachtmusik. Porque si hay algo que he aprendido a lo largo de la vida es a compartir. Esencialmente las mujeres y el vino, (ein Leib, ein Leib in himmlischem Blute), que no se le niegan a nadie. Llegamos a Metz a la noche siguiente y recién ahí nos decidimos a pernoctar en una taberna de mal aspecto. Ni siquiera nos habíamos permitido bajar durante las postas, para no despertar sospechas. Estuve tentado de pedirle a una de las dos mujeres que se disfrazara con mis ropas, para simular dos hombres y una hembra y no al revés, pero ya había desistido cuando saboreara las tetas de ambas. Demasiado bulto para ocultar bajo un jubón. Y además, es sabido que el mejor lugar para esconder lo que todo el mundo busca es ponerlo a la vista de todo el mundo, tal cual ya lo he probado con mi manuscrito, que dejé durante años junto a mis cartas sobre un escritorio desvencijado a la entrada de mi despacho, y que nadie nunca atinó a robar, más allá de estar al alcance de la mano de cualquiera. Pero así de estúpido es el buscador de tesoros, y nada más fácil que engañar a los que escudriñan enigmas velados tras las fauces de un dragón. Ebenfalls, la eterna carrera del perseguidor y el perseguido siempre da sus frutos, porque el primero supone que el otro huye a toda velocidad hacia lugares recónditos y que teme por su vida, y nada más lejos de la verdad en nuestro caso. Que huíamos era cierto y también que habíamos reventado varios caballos, pero tener miedo, eso ya es otra cosa. Uno no teme cuando sabe que la carta ganadora está en su mano. Qué diablos, no por nada me había tomado el lento trabajo de conseguirla. El plan iba a realizarse y el proyecto, a diferencia de la mayoría de ellos, que por definición jamás llegan a la concreción de las cosas, iba a verse plasmado sobre el reino de este mundo, para gloria y felicidad de la única persona que me importaba en la tierra, es decir, de mí mismo. No era gratuito que me hubieran bautizado con el eufónico nombre de Joseph aus dem Hintern, aunque yo me hiciera llamar D’ell Orto, para salvar las apariencias y fuera, en realidad[7], hermano de leche de Óptimo de Cáceres y Plagié, quien seguramente estaba interesado no sólo en que no se supiera que nos habíamos criado en la misma casa de la puta de su madre sino también en no hacer madres a las putas de su casa, que eran muchas y de entre las cuales alguna vez había raptado a Dolores. El mayor de los goces con el cual me puedo encontrar en la vida es que mi querido Óptimo –ich habe dich empfunden, Sorete! O! lasse nich von mir!– se entere de que el hijo de su sirvienta, niñera, cocinera, mandadera y primera Venus, a quien él le negaba sus juguetes de madera y los autómatas belgas que traía año a año su padre –prefería dárselos a los cerdos, en perfecta consonancia con el evangelio apócrifo de Georg Ludwig– no sólo está vivo sino que además le ha robado aquello que él cree que le pertenece por derecho. Al fin y al cabo nos educamos en la misma escuela de acerbas hipocresías y azucaradas toronjas, y aunque él seguramente me ha olvidado hasta borrarme de sus recuerdos infantiles, me recordará no bien le muestre mi cicatriz en el pecho, la misma que me causó cuando intentara matarme. Teníamos apenas diez años, pero el maldito traidor ya era las dos cosas, lo que me demostró con una cuchillada que apuntaba al vientre, pero que gracias a mi destreza fue desviada al pecho solícito que sólo recibió de su fuerza el agotamiento. Mi madre –la única mujer que conocí que no se prostituía habitualmente, sino sólo cuando era preciso– logró sacarme de esa casa atroz –engelreines Mütterchen![8]– y llevarme a la de un alemán que me recibió como criado, me crió como esclavo, me maltrató hasta volverme menos que un perro, pero me dejó en herencia la suficiente cantidad como para pagarme algunos cursos en un pobre seminario de Königsberg, que mucho más tarde complementé con mi educación parisina. Es una historia que sólo conoce Dolores, y que nadie más sabrá, excepto esa serpiente venenosa de Óptimo. Vaya nombre el que le pusieron al puto, como si algo en su vida alcanzara alguna vez la perfección, empezando por sus pelos romos, purpúreos, bermellones, carmesíes, morados, encarnados, bermejos y carmines, su boca de cascabelillo, coral, remolacha, cereza, orín, salmón, sus ojos sombríos pero exangües, chispeantes y mortecinos como las velas, desvaídos y ruidosos, sus dientes picudos, levantados, corvos, vampirescos, que proferían bisbiseos embadurnados de eses, gorjeos retumbantes, repiqueteos entusiastas, gruñidos de avestruz o de cacatúa, en ese timbre mineral, tintineante, estrepitoso, gárrulo, nasal, crujiente, ufano pero siempre discordante, atronador y nefasto, pavoroso y virulento. Todo esto lo pensaba yo mientras mimaba, ajaba, hincaba, probaba, hurgaba, prensaba, tocaba, fregaba, chupaba, palmeaba, lijaba, rascaba, oprimía, frotaba, amasaba, esculpía, aplastaba, manoseaba, espoleaba, desgarraba y al fin y al cabo inundaba con simientes las vulvas suaves y pegajosas de mis dos hembras con mi rudo, concreto, tenaz, espeso, peñascoso, invulnerable, móvil, íntegro, engreído, implacable, tupido, tierno, orondo y líquido ariete de elefante justiciero.

¡Ah, que tú escapes, Óptimo, en el momento de tu definición mejor!

Château Salins, Sarrebourg, Saverne

Ya estamos ante las puertas de Estrasburgo.

Hay un guardián.

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[1] Miente y, peor aún, se regocija en el embuste como puerco en la mierda.

[2] El relato, proveniente sin duda del diario privado de su narrador, abunda en expresiones tudescas de dudosa procedencia, varias de ellas incluso con errores gramaticales infantiles. No nos molestaremos en traducir todas estas irrupciones bárbaras para no incomodar al lector, sino que sólo verteremos a nuestro dúctil castellano –lengua a todas luces superior y más eufónica– aquéllas que dificulten la comprensión. Por lo demás, la mayor parte de las palabras en alemán no dicen sino naderías.

[3] Estos ataques de voluptuosidad adjetiva denotan el avance irreversible del morbo. Se repetirán, para tedio nuestro y vuestro.

[4] América.

[5] Poderoso Caballero es Don Dinero.

[6] ...y volamos cual palometas mensajeras.

[7] No miente y sin embargo se engaña. Cfr. Nota 107.

[8] ¡Ay, madrecita querida!

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