martes, febrero 20, 2007

Capítulo XX

LA SELVA

Caía la lluvia a torrentes, que es una de las formas más divinas que tiene la lluvia de caer. Se mojaban animales y hombres, pero la expedición proseguía su curso. El laconismo, arma de doble filo, bañaba los diálogos y la prosa de los pensamientos. Era necesario e inútil: el agua cerraba las bocas, cerraba los ojos y eclipsaba, luna transparente, sentimental, la razón.

–Cuando no hay mucho que decir, no hay mucho que decir. –sugirió el Mestizo.

–Ajá.

El hombre silencioso se mordía los labios. Su tez consumida por el sol de días pasados, fogosamente colorada y demacrada por las inclemencias de un tiempo inesperado, delataba su origen y su inconformismo europeo. Tenía ganas de cantar, pero no lo hacía para no demostrar ni debilidad ni regocijo ni hastío ni ninguna pasión insensata que traicionara su verdadero estado de ánimo: la melancolía. Il pleut sur la ville comme il pleut sur mon cœur. Divagaba. Siquiera si hubiera un mísero poblado o un blando corazón. Y sin embargo, nada. Malezas y malezas, insectos y animales carroñeros que bebían la sangre de otras sabandijas no menos carroñeras. Por otra parte, su paso aligerado y resoluto, con una sonrisa en los labios y una hoja de una nueva hierba que lo mantenía en pie, era suficiente para que se interesara más en el fin que en el principio, en las columnas de Hércules que en Ítaca, a la que siempre se puede volver.

–No vamos a detenernos.

–No.

Uno de los caballos, de una belleza azabache y profunda, había caído en un pantanal hacía más de dos horas, mordido por una serpiente o por algo que se le asemejaba. Una verdadera pena, si se tenía en cuenta que el otro animal, como si estuviera infundido de una rabia satánica, se había negado a seguir el derrotero de sus amos, escapándose al trote por entre la espesura inconmensurable de los árboles, a los que el mestizo llamaba por sus nombres propios y recordaba por virtudes medicinales (o de las otras) de inverosímil maravilla. Quedarse sin su caballo es un gran problema para un caballero, pero no para un aventurero y mucho menos para un hijo de puta.

–Tendremos que arreglarnos sin ellos. –había mascullado el Mestizo.

–Salvo que lluevan Pegasos.

–Todo es posible.

–Sí, incluso conocer el camino, ¿no?

–Tranquilo, que vamos bien.

Ya no preguntaba. Estaba en una selva, eso lo sabía por analogía o por instinto. Estaba en una selva peligrosa y repleta de alimañas desconocidas. Ya había matado dos animalejos con su daga valenciana y lo peor de todo era que ninguno de ellos tenía aspecto comestible. Parecía que en el Nuevo Mundo había tanta belleza como fealdad, y que la mano de Dios no se había olvidado de crear la sierpe glotona y horrible junto al huevo, como ridícula parodia del dragón guardián del vellocino. Vaya delicadeza.

– ¿Cumpliréis vuestra promesa, señor cretense?

No obtuvo respuesta. Narváez, –pues hasta el lector más idiota se habrá dado cuenta que de él se trataba–, contempló cómo su última palabra era fulminada por un trueno cuyo correspondiente rayo había sido ocultado por el matorral, y de no haber sido porque su estómago ardía de hambre y sus calzoncillos estaban demasiado limpios, se habría cagado hasta las patas. Pero era un valiente y sus intestinos estaban vacíos.

Hacía horas que habían partido. Solos con sus caballos. Sereno el mestizo, desconfiado el español. La noción del tiempo se perdió con la noche, que desplegó su manto tormentoso cuando parecía que aún sería de día durante horas. Y aunque para Narváez no había muchas opciones, maldijo en su fuero íntimo el haber aceptado pactar con un extraño, quien no sólo podía ser vil y rastrero como las víboras que cruzaban el camino cada cinco minutos, sino también imbécil e incapaz.

–Reflexionáis, reflexionáis, no obstante nada decís. Es poco saludable tragarse los pensamientos. Engordaréis de pena y no encontraréis escarmiento.

– ¿Médico de almas sois?

– Soy todo.

– Ah, ya lo sé. Sois el que sois. Vamos, venga la jácara y el consiguiente génesis americano.

– Os burláis demasiado de las cosas. La naturaleza os dará prueba de vuestra insignificancia...

– No os detengáis. Quiero que me consoléis con una brizna, un grano de arena, una hoja de hierba, o cualquier sandez por el estilo. Y después me acusáis de retórico.

– Prestad atención al suelo que pisáis, don Séneca.

Narváez miró hacia abajo. Había una peña tosca y dura, que parecía emanar envidia de la hermosura de la naturaleza circundante. Una roca desdeñosa, aborrecida por las hierbas, yerma y lúgubre. Cuando levantó la mirada vio, apenas a cinco pasos, la entrada a una cueva espantosa, mal disimulada por una portezuela de madera podrida que, si bien aún persistía en su función de objeto humano, no tardaría en ser destruida por la tormenta tenaz.

–Hemos llegado.–murmuró el mestizo.

¿Adónde habían llegado? ¿A ese refugio indígena que remedaba la peor de las cámaras del más vil de los criados del más ínfimo hidalgo de una corte desertada? Esa cueva, esa gruta, esa covacha, ¿era el fin de su viaje, el fin de su expectación y de su tedio?

–Y una vez más, como a un niño, me toman el pelo. Ah, merecería ser el peor de los bellacos. Decidme, Sibila mestiza, ¿esa sima es nuestro objetivo?

– Así es, español. Esa fosa oculta el secreto que buscáis.

–¿El secreto?

– El cadáver.

–Pues sois bien elíptico e ingrato, además de ignorante. Si hay cadáver, malhaya el secreto y maldito el despojo. ¿Para qué quiero un arcano sin su consecuente revelación? Y Dios sabe que me importa un reverendo pedo entrar en un laberinto del cual no voy a poder salir. Váyanse a la mierda todos los Dédalos del mundo, vos incluido, protervo farsante.

–La cólera no es aconsejable, en ningún caso, paladín de los rufianes. Menos aún vuestra ira escatológica y rastrera. Parece que tendéis al lenguaje del culo, pero ya os curaréis. Recordad a Aquiles, que se emputeció por Patroclo y terminó entregando sus tripas. Sois muy bestia, Narváez, si os dejáis guiar sólo por las apariencias. Os creía más sutil. ¿No conocéis el adagio de los Borgia, vos que trabajasteis para ellos?

–¿Cuál coño de adagio?

–Confiad y esperad.

Narváez se mordió los labios. Ya estaba harto, a esta altura de su vida, de que le dieran sermones y le citaran aforismos mentecatos que él usara solamente para recordarse que había sido tan necio como los demás. Sólo faltaba que a la entrada de la cueva hubiera una inscripción que dijera Nosce te ipsum o algo de esa calaña. Mientras pensaba en su estulticia inveterada, el Mestizo se aproximó a la puerta, o a lo que quedaba de ella y limpió con sus dedos mugrientos la madera, no sin esbozar una sonrisa perversa o pueril, que para el caso es lo mismo.

–Leed.–ordenó.

Narváez se acercó a su vez y, ya derrotado y cubierto de majaderías tenaces, leyó: “Nosce te ipsum”.

– Vaya, tantas jornadas sufriendo el mar para descubrir que uno está en Delfos.

Dicho esto, sacó su espada y arremetió contra el cuello desprevenido del mestizo, dispuesto a acabar de una buena vez con la farsa. No era que no tuviera sentido del humor, pero una cosa es la gracia y otra el exceso.

–Matadme, bruto. Matadme y os quedaréis sin futuro.–vociferó el eventual chivo expiatorio.

El español envainó su espada. No sentía piedad, sino cansancio. Además, había escuchado el retumbar adusto de los cascos de unos caballos que se aproximaban al galope. Cuando se decidió a mirar, el Mestizo ya estaba de pie nuevamente junto a la cueva, con el aspecto apacible de quien acaba de llegar a su casa. Los caballos, al fin, se detuvieron al alcance de un arcabuzazo. La espuma de sus fauces y el brillo de la transpiración denotaban que no habían reventado gracias a la inefable misericordia divina, que suele ser tan inoportuna como las babas del Diablo. No tuvo que observar demasiado Narváez para percatarse de que había dos jinetes vestidos de negro y con el rostro enmascarado, armados con sendas pistolas. Cada uno de ellos llevaba bordada una cruz a la altura del corazón; blanca la del más alto; dorada la del más pequeño. Ninguno habló, pero el de la cruz dorada hizo una seña rápida y exótica al mestizo, que le correspondió con un efímero asentimiento. Narváez, colérico aún, pero resignado, se dispuso a escuchar los argumentos de su circunstancial compañero, ya que si bien presumía que carecerían de sentido, no se sentía en condiciones de enfrentar a tres hombres, por más que quien parecía el jefe –el mestizo hijoputa, evidentemente– no fuera sino un cobarde.

–Así está mejor. No creí que fuerais tan susceptible. Ahora vais a escuchar la historia que os explicará por qué razón os he traído hasta aquí y luego... –el Mestizo dudó un instante, como si vacilara ante las consecuencias de su construcción lógico–temporal–... y luego haced lo que queráis.

Narváez se sentó sobre la peña desolada, cerró los ojos y se dejó penetrar por el relato.

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