jueves, marzo 01, 2007

Capítulo XXI

CATÁBASIS

Cuando entraron en la cueva, la oscuridad, el olor a podredumbre y ciertos recuerdos de su juventud influyeron para que Narváez pensara que había llegado a la postrera hora de su largo camino. El Mestizo le ordenó que se sentara en un inadmisible escaño tallado en la piedra, en el rincón –si es que podemos llamarlo así, dado que la estancia semejaba la circunferencia antonomástica de todo infierno– más alejado del pórtico.

– Os invito a presentaros, caballeros. –masculló el español.

–Sed corteses, amigos.–sugirió el Mestizo.

Los jinetes ocultaron sus armas y se acercaron a Narváez. El de la cruz dorada dejó que su mirada abisal descendiese sobre el rebelde y habló el primero.

– Je suis Pablo el Diablo.– refunfuñó con una voz de ultratumba.

–Et je suis le fils de Pablo el Diablo. –espetó el otro.

Narváez había escuchado numerosísimas veces la leyenda de los bastardos y los verdaderos hijos de putas o hijos de las putas verdaderas o hijos verdaderos de las putas, o como quiera que la verdad se adjetive, que para eso está, como la belleza, subsumida a la desgracia del matrimonio sustantivo, puesto que en toda la Francia y por ende en toda Europa, los hijos de Pablo identificábanse con la paternidad luciferina, haciendo honor al sabio humor popular, equívoco sólo a la hora de elegir el gallinero para el gallo, pero nunca al juzgar. Mas no estaba dispuesto a que continuaran usándolo como bufón de un rey inexistente ni como regazo de carcajadas.

–Sí. –asintió a destiempo– Y yo soy la verga del arca de Noé o el palo mayor o lo que más gustéis.

Los recién llegados se miraron con furia refleja, fingiendo seriedad y aparentando no comprender las palabras del esbirro en desgracia.

–El español tiene una predilección por los retruécanos, en especial los escatológicos, que es difícil de comprender, cofrades. Deberemos soportarlo por un rato. Ya sabéis que es la orden. –explicó el Mestizo.

–¿La orden?

–No hay tiempo para esclarecimientos.

En ese instante, un aroma indescriptible, superpuesto a los vahos asquerosos y cadavéricos, penetró en la nariz de Narváez. A partir de aquí no podemos garantizar al lector que la historia sea fidedigna, y decimos esto con plena conciencia, ya que si bien es cierto que todo relato verídico es una trampa para ingenuos o desprevenidos, nos cuesta un poco resignar nuestra pasión realista en beneficio de la exactitud de los escasos conocimientos que poseemos. En cualquier caso, quienquiera leer, que lea. Nada se pierde con perder el tiempo, excepto dinero. Pero es de suponer que el ocio de la lectura tiene su origen en la buena bolsa.

Narváez fue el primero en ser visitado por Morfeo y sus yeguas de la noche, tal como los bárbaros llaman a las pesadillas. Mientras esto sucedía, Don Santiago –permítasenos que utilicemos alguna vez su nombre de pila para que el lector no olvide su cristianísimo origen– creyó distinguir que tres animales se le acercaban, uno a uno. Supuso que serían la loba, la onza y el león, bestias de estirpe florentina, a cuya saga arribaría sin duda el lebrel, icono ahora de Carlos V, majestad romanísima. Sin embargo, duro es decirlo, se trataba de un carpincho, un tatú carreta y una yarará, cuyas respectivas simbologías, penosamente piadosas, no yacían aún codificadas por la Santa Iglesia y lejos estaban de satisfacer la egolatría dantesca del arriesgado celtíbero. A continuación se le apareció, como por arte de magia y en una vivísima imagen, la sombra de su madre, que le recriminó haber dejado su jubón sucio sobre el lecho conyugal, mancillando la sacra efigie de su padre Don Ceferino[1], que en paz descanse, suceso que realmente había acaecido en algún remoto día de su infancia. Narváez espantó a la sombra con sus manos, como si fuera una mosca, como si fuera Ulises, como si fuera una mosca que importunara a Ulises en plena prueba del himeneo, como si fuera un niño que llegara a interrumpir a su madre en el sagrado recuerdo de la sombra terrible de su padre, con otro hombre y bajo otro peso, pero al fin y al cabo en el mismo acto evanescente, en la huida del ser, en el polvo enamorado de la petit mort, en la ceniza, en la sombra, en el humo, en la nada. Procuró seguir durmiendo, abandonarse al ensueño delator, tal era su cansancio, aunque no pudo ser. Un sujeto desconocido, siniestro, extraño pero a la vez familiar e íntimo como una palabra alemana, como una hembra alemana –teutona, tetona, tizona, llaga mortífera de blanduras perpetuas– le hizo señas para que lo siguiese, para que penetrase en él o ella, para que su espíritu insuflara, soplo llevado por el viento, un elixir de ímpetu virgen. El español se levantó de su cuerpo, o al menos así le pareció[2], y comenzó el viaje del alma, ése del que tanto hablan algunos poetas sin poder reducir a palabras, hiladas cual hebras, tramadas, entretejidas, fulgurantes, la irrupción extática de la luz en la oscuridad. “Nada te turbe, nada te espante”, escuchó que le susurraban voces polifónicas, consoladas, anhelantes, de ésas que han visto a Dios. Narváez se erigió como nube y flotó por los aires durante un tiempo indefinido, como éste, hasta que el fantasma –¿él, ella, eso?– le hizo un nuevo signo para que se detuviese. Estaban en un círculo de fuego, hoguera inquisitorial de la memoria, en cuyo centro se veían arder las almas de Savonarola, Lorenzo el Magnífico, Lorencito el Conspirador, un Strozzi y César Borgia. Así son las alucinaciones. Tanta sutileza para comprobar que el infierno está poblado de italianos. “Tu quoque, Brutus?”, preguntó el último de ellos. Narváez quería responder, desligarse de cualquier acusación, confortar al reo diciéndole que él nada tenía que ver con la causa de las llamas que le quemaban el traste dándole aspecto de mandril más que de gran general, pero un nuevo gesto le indicó que debía guardar silencio. “Tu destino no está aquí. Avanza. Sigue.” Mensajes que formaban las letras escarlatas que manaban de las bocas de los condenados. “El exceso es el sendero de la sabiduría”. “Habrás de vender el alma para obtener la respuesta.” El guía lo tomó de la mano, inmaterial como el resto de las cosas, y lo sacó de allí con la rapidez de un águila.

Éste es Marcelo. Será emperador de Roma o nada será.”, escupió una ninfa. “Abandona a ese niño, destiérralo, mátalo.”, musitó una Casandra. “El germen de la destrucción está en tu bota derecha”, agregó un súcubo zumbón. “Yo soy el desengaño”, silenció un poeta.

Voces. Gemidos. Ninguna explicación y la confusión en aumento cual torre de Babel que centelleaba hasta alcanzar el celestial cielo. Nada terrorífico el Averno, después de todo. Y a pesar de la promesa, ¿dónde estaba el cadáver prometido? ¿Dónde el mar, dónde la tierra? ¿Dónde la atroz redención que Lucifer a sus adláteres ofrece? “Fuera toda esperanza, perro. Aquí yacen, desenmascarados, los hipócritas de arriba.” Demasiada parafernalia para no encontrar sino estupideces y negligencias a cada paso, a cada vuelo al vacío que su alma daba.

En miras estaba de abandonar su empresa, cuando otro súcubo bufonesco comenzó a cantar:

“Ama Ana ojo alma mala ajajá la sal la cal alma mala ajajá de solo sed a Dalila da lila la lila da, alma mala ajajá robarás arrobas a borras a babor la maga más amaga mas amaga mal a lola la loca la coloca la cola la lola alma mala ajajá aya maya hay, Amaya ay Amaya hay ama ya alma mala ajajá Adán no cede con Eva y Yahvé no cede con nada alma mala ajajá amad a la dama a la mala dama matas a Dios oíd a Satam damas oíd a Dios amad saetas ateas”[3]

El alma es mala, el alma es mala, el alma es mala”, repetía otra sombra de inteligencia más limitada.

Ahora estaban en una laguna de aguas negras. Apenas si podía flotar su espectro sin masa y sin peso. Había una cruz en el medio, erigida sobre una roca. Una cruz tan negra como el agua. Se acercaron. La aparición le hacía señas y, por primera vez desde que comenzara la pesadilla, Narváez pudo contemplar su rostro familiar. Era él. Era ella. Era lo que era, lo que por una razón tautológica daba por tierra con todo enigma. No tenía más que tres dientes y sonreía. Había sarcasmo en su sonrisa. Había venganza, quizá veneno, tal vez rencor. “Seguidme. No os desviéis de vuestra vía. Allí, bajo la cruz, bajo las aguas, está la horrible sepultura que buscáis.”

– Pero, ¿quién sois, por Júpiter Tonante, por Virgilio, por Dante, por el sudor de los amantes de tu madre la asfixiante?[4]

–Je suis Pablo el Diablo.

–¡Demontre! Lléveme Dios, que iba a decir Pelayo, engendro de visigodos, si os creo cosa alguna.

–Habréis de creer o reventar. Hemos de nadar hasta el fondo del asunto, que es la sima definitiva de vuestra derrota. Si no oscurece antes de medianoche, saldréis con vida.

–Me cago en la vida como en el blasón de vuestro amo, pedo pestífero, ruiseñor de los putos.

–Comprendo la afrenta, Hechura de Mierda como todos vosotros. Mas no es para cualquiera iniciarse en los misterios de la muerte. Y vos necesitáis hablar con un inerte, necesitáis que un difunto os hable y os cuente por qué razón naufragó y abandonó su misión a cambio de su descanso eterno...

–Ahhhhh, lástima que vuestra madre ya sea una meretriz...ah...ah...ah...ahhhhhh...

Narváez gemía con evidentes connotaciones sexuales. Incluso, por un efecto refractario que no justificaremos debido a nuestra casi plena ignorancia de los fenómenos ópticos subterráneos, su miembro, de por sí portentoso, proyectaba una sombra del tamaño de una linterna de los muertos, de esas que abundan en la campiña gala, cuyo efecto inmediato fue el escalofrío y el terror de algunos condenados.

–¿Y ahora qué pasa, eh?

– Que me caigo, hombre, y busco un punto de apoyo. ¿No os acordáis de aquella máxima de Arquímedes? Pues aquí tengo la palanca.

– Sostened mi mano y no os despeñaréis.

– Prefiero caer, puesto que tengo con qué horadar la tierra. Abajo, más abajo. Hasta la desolación misma del miasma de la putrefacción, hasta el engusanamiento y el silencio. Ahí sembraré mis semillas.

– Como gustéis. En el extremo más alejado del límite de la razón yace la paradoja que explicará vuestra historia. Dormid. Soñad. Morid. En algún momento de vuestro sueño hallaréis el camino. Que es la piedra. Que es el camino.

–Habláis como un maldito oráculo, Satanillo.

–¿Y qué esperabas? Estás frente al diablo. Mi mundo es la oscuridad, la desdicha, la confusión y la retórica.

–Encima hacéis alarde de vuestras bobadas.

–Llamadle como queráis. Soy el espíritu que todo lo niega.

–Pues haceos a un lado y dejadme dormir.

Su falo ardía ahora. Era fuego helado, hielo abrasador, herida que duele y no se siente. Su falo era un puño, un fausto, un golpe cerrado sobre la comisura de sus labios. Narváez comenzó a sangrar y percibía el líquido cálido sobre su boca, el sabor agrio en su garganta, el vacío en su estómago. Vomitaría. Escupiría una a una todas sus inquietudes y todos sus fracasos para purgar el pasado y nacer de nuevo.

Cuando hubo dado una nueva brazada sobre el agua negra, congelada, acarició la cruz. En ese instante se abrió la tumba y emergió la figura solemne, desgarrada, de un joven de unos veinte años, con el rostro curtido por el sol, sonriente, despreocupado, ajeno a las circunstancias que perturbaban su eterno descanso.

–¿Qué queréis de mí?

–Vuestro secreto.

–¿Cuál secreto?

–Vuestro mensaje.

–Pues no hay tal. Todo es desilusión, más en la muerte.

– Al menos decidme quién sois.

–¿Por qué habría de hacerlo? ¿Acaso todos vosotros creéis que los muertos esperamos con ansia que se nos perturbe para responder desatinos? ¿Qué coño os importa mi nombre?

– De él depende mi destino.

–¿Y qué diantre me importa vuestro destino? ¿No veis que me consumo?

El terrible espectro, para demostrar sus palabras, se arrancó el testículo izquierdo, que ardía como una brasa incandescente, y se lo ofreció a Narváez con una sonrisa en los labios. Inmediatamente se volvió y se puso en cuatro patas, ofreciéndole el trasero al desconcertado español.

–¿Qué esperáis? Besadme donde no me da el sol.

–Anfibologías, diablillo, pues aquí, bajo este remolino de excrementos, no asoma Febo en el convento.

Por si fuera poco, por si no bastara con las sinrazones y los desparpajos de estos seres malogrados, no era muy apetitoso el manjar, ya que además de ser peludo y oler a mierda cagada en el siglo VII[5], mostraba estrías y hendeduras por donde gusanillos con rostros de esfinges se desplazaban libremente. Narváez hizo una mueca de asco y escupió sobre algo que se movía en el inverosímil suelo.

–¿Acaso pretendéis invocarme gratuitamente?

–Decidme vuestro nombre.

–¿Insistís? Pues soy Amduscias, Asmodeo, Maimón, Behemoto, Barbiel, Bael, Belzebub, Belial, Mefistófeles, Lucifer, Satán, Pablo el Diablo, el hijo de Pablo el Diablo, Ignacio, Amerigo Vespucci o quien queráis.–se ofuscó el espíritu y a continuación fuésele una pluma, soltó un preso, dejó que sonara el río o, lo que es lo mismo, largó un nebuloso pedo.

Narváez, ahogado por la nube nauseabunda y ya decidido a acabar con la pantomima, se encontrara frente al señor de las tinieblas, el gran duque de los abismos, el demonio destructor, el rey de los diablos, el patillas de la glotonería y la lujuria, el primer rey de los infiernos, el señor de las moscas, el macho cabrío, el súcubo de la sodomía, el instigador de los espíritus, el ángel de la luz oscura, el náufrago anhelado, el mestizo, el mero producto de su imaginación dormida o frente a nadie en absoluto, disipó con un rápido movimiento de esgrima el velo de su rostro.

–Volved a la huesa y haced de vuestra madre un culo con ojos, pues no valéis un cuarto.–exclamó, para sumirse luego en su profundo sueño, del cual lo despertaría, a la mañana siguiente, la persistencia inviolable de la lluvia.

*****



[1] Más convendría decir el esposo de su puta madre o su padre putativo, en tanto el verdadero progenitor de Narváez es Paolo Marcelo Malatesta, más conocido por sus nombres Marceloencelo (nomen et Æris et Aquæ) o Pablo El Diablo (nomen et Terræ et Ignis), según consta en el Prefacio a Los doce trabajos de Narváez; en el tratado Adversus annulares, de Juan de Panonia y con palabras idénticas en De hæreticis dictis histriones atque dictis proteici, de Aureliano de Aquilea; en Orbis Tertius, Pars Tertia; en forma de anagrama en el Canto VII de Lamentos, tribulaciones y fracasos…; en el acróstico final de la farsa satírico-burlesca Pablo El Diablo; etc.

Por otra parte, la confusión con las figuras de Vespucci y de Diego García ya serán aclaradas en su momento.

[2] El atento lector comprobará más adelante que Narváez conservaba su cuerpo, a pesar de sus eventuales sensaciones de inmaterialidad. Es muy probable que, antes o después de esta experiencia mística, el gallardo español hubiera conocido la endeble justificación de los sufrimientos carnales de las almas que nos da el Alighiero en el Canto XXV del Purgatorio y haya adaptado su propio ensueño a las explicaciones inconsistentes que Virgilio, invocando la historia de Meleagro y requiriendo la ayuda de Estacio, que al fin y al cabo es cristiano, le brindan a Dante. Sea cual fuere el origen de esta ambigüedad, Don Santiago comete un error fatal, suficiente para que la totalidad de la narración se demuestre apócrifa, ya que él no está muerto.

[3] Transcribimos en prosa la canción del diablillo ya que, o bien éste o bien Narváez, desconocían la métrica de la estrofa. Igualmente se puede apreciar, en la pobre traducción castellana de la lengua del Tártaro, la consabida pasión de los demonios por los retruécanos, los palíndromos, los anagramas y cualquier recurso del lenguaje que se asimile a la inversión. A este respecto, es conocida la posición cabalística según la cual la invocación satánica comenzaba por el trueque del culo en la cabeza.

[4] La sabiduría popular afirma que cuando uno visita el infierno cae irremediablemente en el pecado o en la similicadencia, que no es menos pecaminosa.

[5] Quizá la frase, que no parece más que una vulgar expresión escatológica, se refiera al famoso monumento que el duque Adalberto erigió con el producto de su vientre luego de beber del aguamanil consagrado en Maguncia por el Espíritu. Es sabido que allí comenzó el sino fatal de su hija Etala, que la llevaría al monasterio de San Esteban. Por lo demás, véase la nota 15.

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