jueves, marzo 29, 2007

Capítulo XXIV

INVASIÓN

Y entonces descubrieron que el agua también era hermosa.

A caballo, de por medio la lozanía del día que acaba de dar a luz, parto infructuoso, deslucido por las nubes que amenazan el cielo, Simón de Montresor, ofuscado y nervioso, arriba, río abajo, a la colonia malograda de los últimos días del tiempo, nuestra época, la cotidiana repetición del ciclo de las majestades. Lo arrecian las flechas y los dardos aguzados, puesto que se trata, bien lo sabe él, de una batalla. Quizá la única, pero sin duda la última y definitiva.

–Es el caballo de mi padre.

La voz de la mestiza, bella, dulce, argentina, si bien guerrera y amazónica, no se deja velar por los truenos circundantes ni por el ímpetu de los arcabuces, mosquetes, escopetas y pistoletes que se escuchan en la costa. Dado que ahora la lluvia es de fuego, ella hace un gesto delicado con su brazo. Un par de indios que sólo aguardan la imperceptible señal se internan en la espesura a la carrera.

–Era tu corcel, guapa negra anochecida, porque ahora, junto con todo lo que lo rodea, es mío.

–¡Maldito impostor! –ruge el joven que debió llevar los estandartes de héroe de la historia.

–¿Habrás de ser Estebanillo?

–No os importa.

–Pues sí, sí que me importa, dado que a partir de este momento eres mi esclavo.

Una saeta iluminada cruzó el espacio del diálogo. Simón de Montresor se inclinó, no sin permitirse una mueca de desprecio.

–Ardides de salvajes. ¿Te atreves a desafiar al adelantado de Su Santidad?

–Tendréis que demostrarlo sobre el campo de batalla. Vuestra espada, caballero.

–¿Mi espada? ¿Acaso piensas que soy tan torpe como para batirme a duelo cuando tengo a la escuadra de Carlos V a la espera de mis órdenes en la ribera? Yo no diría mi espada, sino la vuestra, esa sí que me interesa, aunque más que ella misma, lo que contiene.

–Sois un cobarde.

–Y sí, a qué mentir. Pero sólo los cobardes permanecemos con vida, no lo olvides. Dame la espada, y a otra cosa.

–Jamás. Antes moriré.

–Por tanto muere.

Montresor, fementido, desenvainó rápido cual serpiente y arrojó, con una fuerza que difícilmente podríamos haberle supuesto antes, su espada sobre el pecho del joven, quien se agachó a tiempo y esquivó el golpe.

–Ahora me toca a mí –exclamó Esteban e intentó hacer una celada mortal, que le había sido enseñada por Narváez (“No uséis de ella, niño, si no estáis seguro de querer matar a vuestro adversario, puesto que es infalible”), pero en el momento en que su pierna izquierda producía el movimiento del oso, tendiente al engaño y a la consecuente irrupción del golpe del brazo derecho, otro personaje, soltando una risita atroz y decrépita, achacosa, decadente, desvencijada y sardónica, lo tomó por detrás y le arrebató el arma, aumentando a medida que lo hacía el tono de su voz y de su risa, ya a estas alturas franca carcajada.

–Ya te tengo.–dijo el Mestizo.

–Pues entonces no me sueltes.–añadió el joven.– Puesto que si lo hacéis os partiré la testera en dos.

–Vaya ínfulas que tienes, pendejo[1].

–¿Qué hacemos con él? –preguntó Montresor.

–¿Qué os parece despellejarlo, Monseñor?

–¿Monseñor?

–Cardenal.

–¿Cardenal?

–Cardenal de las tierras de Ultramar, que vosotros usurpáis con esta colonia pestífera. Dime, joven, ¿dónde están las dos putas ?

–No entiendo a quién os referís.

–Vamos, escuché a la nativa en un claro español, así que debe andar por aquí. ¿Y la otra? ¿La duquesa?

–No conozco a nadie, ni siquiera a mí mismo.

–Ya hablará, Montresor, démosle un poco de tiempo, aunque para que no se aburra, también un poco de suplicio.

La mestiza, oculta tras la maleza a veinte pasos de allí, había escuchado todo. No tenía demasiado tiempo para resolver por sí misma la situación, ni siquiera para avisarle a la duquesa quien, por otra parte, gustosa caería en manos de los conquistadores. Se preguntó qué podía hacer para salvar a su joven esposo, al futuro padre de su futuro hijo.

–No os olvidéis, mi bien, que la carta no es la comarca. –susurró una voz en su conciencia, que al fin y al cabo no era más que su propia voz, aunque parecía la de su padre.– Todo lo sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado. Aún en la inmensidad, en la dureza de la apariencia total de una vanguardia guerrera, aun frente a un ejército sediento de sangre, un hombre, uno solo, con la suficiente astucia, puede derrotar al caos y sumirlo a sus pies. Todas las cosas engañan y más que nada las que relucen. Ahí los tenéis, ellos son dos traidores, desconfían mutuamente el uno del otro, y a su servicio no tienen sino una flota que arde en deseos de expandir su violencia, sea como fuere. Pues hay que usarlos, como trastes estropeados para que produzcan lo que la Providencia ha querido que produjeran. No desesperéis, puesto que el más insensato de los bandos es, siempre y por definición, el de los enemigos.

–¿Pero y sus armas?

–El signo no es la cosa ni la llanura el mundo. Hemos de preservarnos para preservarte, mas por lo pronto huid hacia el río.

–Ahí están los barcos.

–Que pueden naufragar.

–Matarán a Esteban.

–No, más aún cuando comprueben que la espada que le han arrebatado es la tuya y no la suya.

–¿Dónde está la suya?

–Donde reposa la furia: en tu puño. Él las cambió. Imagínate que no permitiría que te casaras con un imbécil.

La posibilidad implica al rescate, el misterio al sosiego, la duda a la jactancia. En algún lugar de la inmediatez de los entes yace el aprendizaje cierta vez realizado con su verdadero maestro, pues ella no es más que el discípulo privilegiado del amor. Como todos, condenado a la persuasión, a la seducción, al íntimo contacto con la realidad física de los organismos.

Y entonces, pues, ¿por dónde comenzar?

¿Cómo batallar contra los gigantes foráneos que invaden el mundo nuevo –no segundo ni tercero– sino naciente y esplendoroso bajo la ajada mano de Dios? Cinco barcos, ¿galeotes, buques, bajeles, navíos?, contó a la distancia. Nunca había estado sobre la cubierta de uno de esos Leviatanes, aunque podía asociar en su memoria cada una de los signos que nominaban sus partes. ¿Eran sus recuerdos o los de su padre? ¿Su sangre buscaba el umbral de su estirpe? ¿La médula de su hijo? ¿Medula que habrá de arder gloriosamente? No lo sabía, mas se escuchaba salmodiar, alharaca de indiada, bullicio de aborigen o filtración indeseada de palabras nacidas en otro mundo y en otra historia: popa, proa, casco, pecio, roda, codaste, quilla, cuaderna, timón, tilla, babor, estribor, camarote, bodega, mástil, palo, verga, vela, escota, remo, espadilla, escálamo, zagual, canalete, ancla, zarpar, navegar, fondear, encallar, mostachos, estayes, amura, trinquete, escobén, serviola, ancora, chafaldetes, apagapenoles, rizos, mastelero, juanete, gavia, cruceta, pico, puente, santabárbara. ¿Santabárbara? Pólvora. Romae Barbarae Virginis.[2] Ruega por mí e invoca al rayo que partió a tu padre. Dióscoro de nuevo quiere encerrarme en una torre oscura, mas no soy Dánae. ¿Una ventana, dos ventanas, tres ventanas? ¡Qué importa el número, con tal que sean fulminados! ¿Acaso sos la que sos? ¿Diez invasores, cien invasores, mil invasores? Barcos borrachos de la destrucción. ¿Y cuántos metros de eslora? ¿Cuántos de manga? ¿El calado y el desplazamiento? ¿Importa que le dé nombres a las cosas que jamás he conocido? ¿Y en esta lengua de ladrones, traidores e hideputas? ¡Ñanderú! ¡Tupá! ¡Añá!

El mar arrebolado, arrebatado, que no es sino un río, mi río, el mismo en el que nací, crecí y quizá he de morir. Salvaje y fluido, cual sierpe, cual inmenso cuadral de desdichas futuras que se acumularán en el tiempo. ¿Ha de ser? He ahí la idea, niña, a tu disposición. Habrás de levantar la vasta aurora. Basta con tener claro que un proyecto no es su ejecución y si no pregúntaselo a Solís y a sus camaradas, a Waldseemüller y sus cartógrafos. Este suelo que pisamos no es América. Ellos tienen el mapa, mas vos tenés el territorio. Nada saben de las crecidas, de los bancos de arena, de los barrancos y de las inundaciones. Basta con una gota, una ínfima gota de agua de más puede hacer de este río, que es nuestro, el océano de la muerte, ese otro mar, esa otra flecha que traspasa sin misericordia a los usurpadores. Hay que pensarlo. Hay que probarlo. Hay que intentar luchar contra las adversidades porque la crueldad y el desasosiego del extranjero no tienen límites. Pues quién mejor que vos. Pues quién mejor que la heredera del espíritu que lleva en su vientre al heredero de la carne y al sucesor de las generaciones venideras. El torrente, el piélago, la lluvia.

–¿Y si perecemos?

–No temáis. Yo suelo regresar eternamente al Eterno Regreso. Podremos perecer, mas no perdernos. El universo es un número indefinido, no infinito, de galerías hexagonales.

–¿Hexagonales? Entonces, la circunferencia del círculo perfecto... el anillo... la trasmigración de vuestro paternal espíritu...

–Sandeces, no hay tal.

–Pero él está cautivo de los asesinos.

–La altura del cautivo define la dignidad del guerrero.

Ya es el diluvio. El aguacero, otrora atenuado por el misterio y el discurso, se mece ya frente a la improvisada escena como una furia vengadora. No se pueden soportar sus aguijones sedientos de solidez y hastío.

–Dadme la espada. –increpó Montresor a su Virgilio, al tiempo que se limpiaba los grasientos mofletes salpicados de barro.

–Paciencia, amigo, no os olvidéis que fui yo quien os rescató de la selva oscura en la cual estabais perdido.

–Os lo agradezco, pero más os agradeceré que me entreguéis el manuscrito.

–¿Y si os digo que es mío?

–¿Y si os muestro quién tiene la fuerza?

–La fuerza, pase, mas no el poder. ¿Acaso aún no sabéis quién soy?

–Lo intuyo, pero no hay pruebas.

–Compartamos el secreto.

–Concretemos la partida.

Fue Plagiè, el mestizo, quien en honor de su gala afrancesada y su misteriosa ubicuidad, quitó de la trampa de la espada el manuscrito, ajado y mascullado por el tiempo y el cielo.

–Debe de ser muy antiguo.– sugirió Montresor.

–No tanto. Es probable que sea una copia.

–¿Una copia? Vaya engaño.

–No importa que sea original o copia, mientras sea fiel. Ya he abandonado, y vos debéis hacer lo mismo, el sentimiento del aura por las cosas originales. Todo se reproduce, cual si fuera el mundo una cópula eterna, y acepto cualquier vástago de mis sueños, si dice la verdad.

–¿Y qué dice?

–Pues ya veremos, paciencia, Cardenal. ¿Os gusta que utilice este título? Pues entonces hacedme caso, se saborea mejor la victoria cuando se la goza con discreción.

–Es la ansiedad, tantos años, tantas luchas.

–Y ya estamos frente a la victoria.

–Sí, pero ¿dirá lo que espero?

–Y qué esperáis. Imagino que no iréis a pensar que el manuscrito, que en este momento desplegaré ante vuestros ojos, dice sólo conócete a ti mismo.

El mestizo soltó una honda carcajada, pues no sólo estaba dispuesto a festejar su chiste, que le recordaba otros que anteriormente habían salido de su sesera para burlarse de sujetos no menos inoportunos y ambiciosos, sino también la ironía del final, en la cual ya había pensado desde el momento en que comenzara a redactar sus panfletos frente a la fachada sublime de la catedral de Estrasburgo, la más bella de las ciudades bellas, mi puerto y mi destino. Extendió, tal cual lo había enunciado, el manuscrito que había parido –a la fuerza, que no de grado– la espada de Esteban, con la lentitud del personaje victorioso y, ante su asombro, notó que eran pocas las letras que contenía, más aún, que eran grandes e infantilmente góticas, y que no decían más que aquello que había imaginado –él mismo, el príncipe de los conspiradores y bromistas– como sutil argamasa de risotadas. Su rostro se cubrió de rubor, primero, luego de violenta cólera, finalmente, azulado y al borde del colapso, arrojó el vulgar papel –ya no manuscrito inhallable– a las fauces hambrientas del otro, que esperaba una traición y no un arrebato.

–¿Qué hacéis? ¿Estáis loco? Lo vais a estropear. ¿Es que acaso es falso? Vamos, hablad, contestadme. ¿Respeta o no la forma del anillo?

–Sí que lo hace.

–¿Y entonces? ¿No está la forma inclinada a nueve grados, tal como Lulio lo explicita en su Ars Magna?

–Supongo que sí, aunque carezco aquí de los elementos necesarios para la medición.

–¡Es la clave, la anhelada clave! Traducidme lo que dice.

–Leedlo vos mismo.– fue la lacónica respuesta de Plagiè.

Montresor desplegó el pliego y, afanoso por descorrer los velos del olvido, leyó:

ΓΝΏΘΙ Σ'ΑΥΤΌΝ NOSCE TE IPSUM ERKENNE DICH SELBST CONNAIS-TOI TOI-MÊME CONOSCI TE STESSO METEOS LA ESPADA EN EL OJO DEL CULO, SI ES QUE TODAVÍA PODÉIS HACERLO.

–¿Qué significa esto?

-Know yourself, Sir.

-¿Estamos acaso para bromas?

-Conhece-te a ti mesmo.

-¡Heinrich! ¡Tom! Traed los alanos.

–¿Qué pensáis hacer, Monseñor?

–¿Pues qué os parece? Matar a Estebanillo. ¿Quién creéis, si no, que es el artífice de esta burla?

–No es él, os lo aseguro.

–Sí que lo es.

–¿Y habréis de matarlo?

–Más que eso. Lo aperrearé. ¿No estáis de acuerdo?

–Preferiría no estarlo. Tenemos asuntos más importantes de los cuales ocuparnos en este momento.

–¿Hay algo más importante que vengarse de un fantoche hideputa que se nos ríe en la cara?

–Sí.

–¿Y qué puede ser eso, monsieur Plagiè?

–Vengarse de otro, en cuanto tengamos tiempo. Pero por lo pronto, huir.

–¿Huir? ¿Os olvidáis que tengo una flota a la espera de mis órdenes?

–La teníais. Daos la vuelta y mirad hacia la costa.

Y así lo hubiera hecho Montresor, vizconde de la Guarda y el Tajo, si no fuera porque en ese preciso instante un manantial de agua de cuyo génesis no quiero dar cuenta lo volteó como si se tratara de un simple arbusto, le embarró los pensamientos confusos y lo sumergió en el grumoso vientre de la tierra.

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[1] Probablemente un neologismo o un error del copista.

[2] La hija de Néstor el Antiguo no ignora el Martyrologium Romanum parvum, ni la leyenda de Enrique Kock.

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