miércoles, abril 04, 2007

Capítulo XXV

LIBACIONES

“El amor es ciego, el amor es tonto, el amor es líquido, flujo y congoja”, mascullaba Narváez, risueño y presuntuoso. “Es hielo abrasador, es fuego helado, es herida que duele y no se siente.”

Aunque, con respecto al hecho de no sentirlo, la cuestión era un poco más complicada de sostener. Sabemos, elector[1], vos y yo, que por tanto sendero nos hemos bifurcado juntos, más bien por espanto que por afinidad, que el gallardo español no era el tipo de héroe que pudiera luchar siempre contra los infortunios del destino sin solazarse como Dios manda de vez en cuando. Decir esto y decir que Narváez disfrutaba de la vida en la medida de lo posible –que en ciertos casos es la medida real de todas las cosas– es una tautología que aceptaremos como indiscutible y natural, salvo que vos, Néstor[2], os atreváis a resucitar para modificar el curso de la historia. ¡Pero no cometeréis tamaña osadía, por Satanás! ¿O quizá sí?

“El amor es la unión de dos seres sobre el eterno lecho. Dos o tres, ¿por qué no cuatro?”

No ha mucho tiempo que el ibérico esbirro ha secuestrado a Dolores D’ell Orto y a María, criada o viuda o viuda criada de vuestro Francisco, monseñor, conde de *. Secuestrar es un verbo peligroso. No hablemos de apropiación, rapto, violencia, sino más bien de arrobamiento, embriaguez, pasmo, embeleso, encanto, hechizo, embrujo, magia, éxtasis, enajenación y arrebato. Pues, de manera análoga a la de Abelardo y Eloísa o a la de Sócrates y Alcibíades, Narváez fue el maestro de las dos mujeres en el ars amatoria, gracia de la pedagogía, docta enseñanza de lo admirable, que no podía dejar de aturdir sus nutritivos corazones, revueltos y sedosos, permeables y pringosos. Y de hecho, dotado el hombre del don de lenguas y de larga, oronda y dura persuasión, fue palpado en primera instancia, con contento animal y bacanal deleite, lo que dio como resultado que ambas hembritas cayeran en un amor insondable, a primera vista, a última vista, a todas vistas –y eso si me vieras, Amor, mas eres ciego–; aunque aquí de amor –todo era amor, amor, amor pasado por agua, amarillo, amor ecuestre, equino–no se tratara sino de pura complacencia de los cuerpos. ¿Con qué objeto, pues, dotó Dios a estas ninfas de piernas tan fructuosas, obedientes y sumisas? Para que se abrieran, serenas, como capullos en flor ante una abejita juguetona. Y nada más travieso que el abejorro de Narváez. No vaya a creerse que el astuto español se dejaba llevar por la fricción de la piel, que no era sino un corolario de su conquista, dado que sus motivos concretos eran bien otros. Engañar, embaucar, traicionar y al fin y al cabo estafar al excesivamente estúpido y/o entrometido doctor d’ell Orto, d’ell Arte, o como coño se llamara. Es cierto –y es triste acotarlo, puesto que habla muy mal de nuestro héroe– que d’ell Orto lo había rescatado de su extraña e inexplicable aparición en Estrasburgo, luego de descender a los infiernos telúricos de la salvaje América, pero no siempre se devuelve un favor con otro. Y además, vaya treta, d’ell Orto parecía más interesado en saber secretos de Narváez que en salvar su salud. Luego, si la necesidad lo permite, sólo un débil, pusilánime, imbécil o apocado podría negarse a la tentación de traicionar. Y por supuesto sólo se traiciona a los amigos, y es bien conocido de todos que Narváez no los tenía, negado como era a confiar siquiera en su propia sombra. ¿Y por qué habría un hombre de confiar en otro, dado el estado actual del mundo? Estas cosas se preguntaba Narváez mientras se dejaba chupar por las hembras, al unísono y sin complejos, en la mullida alfombra del castillo que alguna vez había pertenecido a otra mujer que también había bebido sus humores, si bien en la colonia americana y desconociendo o simulando desconocer que en otra instancia y bajo otra égida lo había tratado de puto y le había jugado una mala pasada. Sin embargo la duquesa –pues de ella de trataba– no poseía, y esto a pesar de sus años de aprendizaje, ni la dulce lengua de María ni el cálido paladar de Dolores. Ni hablar de los maravillosos montecitos peludos de ambas, uno más ralo, otro más rubio, pero los dos con un sabor exquisito e insoslayable. Por otra parte, la duplicación de los objetos, que a veces es diabólica, –copulation and mirrors are abominable[3]– también tiene sus encantos y dos culos, dos coñitos, cuatro tetas e infinitos orgasmos valen más que una perra avejentada. Qué delicioso placer el de verlas acariciándose y humedeciéndose al unísono, peleándose y desgarrándose por el obelisco inconmovible, turnándose para introducírselo en todos los agujeritos de la carne, más allá de los diámetros y de la adecuación o inadecuación del objeto a la cosa, y no digo más porque terminaríamos discutiendo acerca de la existencia o inexistencia del vacío, problema arduo y duro, pero no tanto como el cañón ubicuo y rubicundo de Narváez, héroe de las noches y los días.

“El amor provee felicidad y pena.”

No vaya a creerse, luego, que Narváez se dejara coger por las artimañas de estas putas. No es fácil coger a un esbirro y es más probable que éste se suelte a que permanezca aferrado por el resto de sus días. Dicho de otro modo, uno puede dejarse atrapar alguna vez, pero no siempre. Otro es el caso de una hembra que tiene que estar, por naturaleza, bien asida para no ser, al cabo de los años, mal cogida.

“El amor es oráculo manual y arte de imprudencia.”

No hay que revelar los secretos ni siquiera a la propia almohada y ése había sido el error de D’ell Orto, aunque más que de éste de la pobre Dolores. Describamos: en el castillo, asaz misterioso y tapizado, como corresponde a todo edificio de su género y especie, había un arcano que permanecía velado por el tiempo. El mismo Narváez había usufructuado de un pasadizo impenetrable que lo había conducido a su salvación, con ciertos costos de cuyo grado no quiero acordarme, en su juventud. Recordará el elector[4] un tapiz de la Melancholia que permitió al héroe huir, cubierto de mierda y descompuesto, de una muerte segura. Pues imagínese la sorpresa del español cuando, conducido por el doctor a la misma habitación, notara que otro tapiz, usurpador del mismo lugar que el atrabiliario, otrora silencioso y mudo, mostrara ahora, inverosímil y común como cualquier reproducción realizada por un artista de segunda categoría, una serie de figuras e inscripciones enigmáticas agregadas sin duda a posteriori y por una mano perversa, sobre el fondo oscuro de una pradera anochecida y la silueta de un grisáceo caballo. Narváez, al principio, intentó descifrar los extraños jeroglíficos, más por distracción que por curiosidad, pero al no lograr dar con el meollo del asunto, se puso cada vez más furioso y empezó a tomarse el trabajo de inquisidor con seriedad. Preguntó al médico, pero fue sutilmente ignorado. El plan pasó a una segunda etapa que consistía en seducir a la mujer, Dolores, que en su papel de enfermera había demostrado demasiada solicitud en lavar las partes íntimas del español. “Mujer que toca en demasía quiere probar bocado”, había sentenciado Narváez y así, estando una tardecita pesada ella lavándole la herida del muslo, para lo cual debía desnudarlo, el español no pudo evitar ya no una terrible erección de gigante, cosa que era habitual y ya había sido contemplada y comprendida por Dolores, sino un brusco espasmo y el consiguiente lamento sobre la húmida nieve que saltó espontánea y derretida sobre la dulce faz de la beldad sonriente.

–Disculpadme, Señora, no he podido controlar mis humores. –se avergonzó Narváez.

–No es nada, don Santiago. –minimizó Dolores y acto seguido inició un sube y baja con su mano blanca y radiante, para continuar luego con la lengua, la boca y la garganta, acabando sentada sobre el siempre rígido obelisco.

–Nunca probé manjar más dulce.– le dijo tres horas después. Y se despidió dándole un besito en la frente, como una buena enfermera o una buena madre.

Ese fue el comienzo de sus fructíferas relaciones, algo agotadoras más tarde, puesto que Dolores inició a María en el culo[5] mistérico y no pasaron noche sin visitarlo ni día sin despedirlo con los consabidos ósculos de madrazas. No mucho después, se habló de negocios. Porque ya se sabe que a buen fin no hay mal principio o, mutatis mutandi, lo que bien empieza, bien acaba, y Narváez tenía como objetivo final, glorioso, último y regocijante no sólo levantarle las polleras a las señoras sino también descorrer el cendal de aquello que estaba escondido tras la selva oscura, venusta, de paños tupidos. Para lo cual había que deshacerse de D’ell Orto. Ya lo había contemplado, en sus cada vez más frecuentes caminatas por el castillo, en estado de éxtasis delante de un aguamanil antiquísimo que contenía extrañas figuras, que al menos en la lejanía parecían grabados de un rarísimo alfabeto sobre la piedra. La jofaina, pila, lavamanos, tazón, piedra filosofal o mera palangana relucía su marmórea entidad en la oscuridad sibilina de la habitación de D’ell Orto y Narváez, llevado allí por Dolores, por María o por ambas, según el tamaño de los deseos o el deseo de su tamaño, había podido contemplar que la reliquia, fuente que a todas luces tenía una procedencia foránea y lejana, estaba amurada a la pared por medio de una serie de tuberías cuyo rastro se perdía tras el espesor del muro. Ambas le habían narrado el extraño comportamiento del médico cada vez que lavaba su rostro en dicho aguamanil, e incluso él mismo, oculto tras un cortinón, había podido verlo. ¿Por qué D’ell Orto le hablaba al lavabo? ¿Por qué se arrodillaba y profería una serie de balbuceos sin sentido durante horas? He ahí el misterio, del cual ni María ni Dolores sabían más que el español. Cierta noche en que el médico no estaba en el castillo (“Sabréis disculparme, Narváez, pero mi profesión me requiere en otro lugar esta noche, por lo que os dejo al cuidado de mi mujer y de su amiga, quienes os atenderán como corresponde”), Narváez había iniciado sus experimentos sobre la jofaina, no sin antes haber entregado parte de su sangre, espesa y nívea, a las dos desesperadas vampiresas, prometiendo más para más tarde y alegando para ello cierta indigestión que le impedía concentrarse en otro culo que no fuera el propio. La gran pregunta para Narváez era saber cuál era el atractivo de contemplarse en un aguamanil turbio, opaco, desgajado, de aguas sucias cuando no marrones, silente y melancólico objeto de un desconocido. He ahí pues a Narváez, cual Narciso, tan hermoso, enamorándose, en turbulenta reflexión de sí mismo. Sus suspiros y sus lágrimas crecen fuertemente, a medida que su rostro endurecido se dibuja, se desdibuja, vuelve a nacer, cae, asciende, palpita, regurgita, chapotea, ave de paso o anfibio fugitivo, sobre el teatral espejo de agua. Sería producto de la hechicería, y tal vez algún filtro, bebido en mala hora, lo obligaba a anhelar aquello que lo consumía. Y la lluvia sagrada corre y sus ojos se derraman en ella, sin reposo, y habla y suspira y llora y clama y grita, hasta que, desde el cimiento íntimo del vetusto vergel, cual Lucifer, cual aparición fantasmagórica y cetrina, se delinea, inalterable, fiel, recóndita, cruda, ciega, muda, simple y mansamente, alegre y callado, incoercible, un semblante, que será siempre el mismo y otro, amalgama o crisol de falsas esperanzas y atribulados atardeceres. El español busca en su memoria, acaso aljaba furibunda, fuego, red, arco y saetas, a fin de combatir a la fiera manifestación de un más allá impensable en las aguas liosas del lavabo. La efigie, miasma violento, caldo certero, Proteo al fin o Metis, marina diosa o pastor incesante, se metamorfosea como una cucaracha enorme que no puede girar en el lecho y profiere exabruptos y pleonasmos de irreconocible hechura.

–Yo soy el que soy. –murmura el icono– pero he de ser lo que queráis. ¿Sois vos, D’ell Orto?

Reconozca el pretor[6] que uno termina cansándose de los objetos mágicos. Además, es sabido que estos tienden a perderse y no a parecer, como le acontecía normalmente a Narváez y a otros personajes de la presente historia. ¿Cómo reaccionar, pues, ante un agua roñosa, aún con restos de la barba y los afeites del médico, pelos perdidos y recuperados por aquí y por allá, que se atreve a inquirir a un soldado acostumbrado a la guerra y los malos olores? ¿Cómo reaccionaríais vos, corrector[7]? Es difícil preverlo, pero aún así no os incomodará saber cuál fue la reacción de Don Santiago de Narváez y Albuera. Éste, un poco hastiado ya de las agudezas y las artes de ingenio, como buen criticón gracioso, conocedor de que lo bueno, si breve, termina pronto, y lo malo, si breve, se olvida, decidió que era hora de hacer caso omiso de las circunstancias y los azares molestos, por no decir que estaba bastante exprimido de sus humores vitales como para detenerse a pensar. Hizo lo primero que le vino en gana, que a condición de no cansaros con descripciones extensísimas y detalles por demás inverosímiles, podemos sintetizar en un lacónico parrafillo o hilada de oraciones concluyentes, que es justamente el que sigue a éste.

Narváez, enfurecido, tomó el aguamanil con sus dos manos hercúleas e intentó despegarlo de la pared, dándose cuenta casi de inmediato de la imposibilidad de la empresa. En consecuencia, buscó a su alrededor un objeto contundente con el cual partir en dos el maldito objeto, hallando una espada de hierro oxidado colgada de la misma pared, justo encima del mencionado adminículo o chirimbolo. La tomó y con todas sus fuerzas, cual un Arturo que desgarra y sepulta y no extrae y cosifica, impartió un golpe certero y atroz sobre la palangana, pero la espada se partió en dos y el español tembló de cólera y repercusión. Decidió vaciarla. Buscó un jarrón, lo halló[8] y comenzó a quitar el agua del recipiente pero para su sorpresa, a medida que sacaba agua, ésta volvía a subir, como si un eterno y laborioso Sísifo plomero se ocupara de su trabajo agotador. Estuvo cerca de dos horas vaciando el aguamanil, sin embargo éste jamás mermó su nivel. Sabio al fin, Narváez se acordó de Arquímedes y en consecuencia arrojó el jarrón, los restos de la espada, varios libros de medicina –De natura hominis, Die Humoralpathologie, De Divinatione per somnum, Die arabische Übersetzung der Nestoribus Medizin, Über die Identität der Abhandlungen des Altmann, das tapfere Pferdchen, creyó leer– y un vaso dentro del recipiente, con la esperanza, a estas alturas, por demás absurda, de que el agua rebalsara y todo se fuera a la mierda. Pero el agua permaneció siempre en el mismo nivel, demostrando la inalterable terquedad de los objetos mágicos, continuadores de Parménides, Zenón y otros eleáticos de tal calaña. Cansado, el español se arrojó absorto sobre el lecho de D’ell Orto, que estaba allí, vacío e inmutable, dispuesto a dormirse un buen rato, pero en el instante mismo en que conciliaba el sueño, María, que ya no soportaba su vacío, reclamó su refrigerio, por lo cual hubo de alimentarla y Dolores, que no quería ser menos, reclamó tentempié, piscolabis, comilona y refuerzo. Exhausto, Narváez, que ya quería darle a su cuerpo una pequeña porción de lo que le habían quitado, juró que la noche siguiente no lo encontraría en Estrasburgo o al menos en ese castillo. Y así, pensante y anémico, concilió el sueño, por más que las dos hembras intentaran durante horas resucitar a su compañero de toda la vida, –¡Ah, dadme una palanca y moveré el mundo!– a lengüetazos constantes y lamidas sin fin, incluso baboseándose e impulsándose ellas mismas sobre los restos de su masculinidad ultrajada, apenas larva o molusco desgarrado. En eso estando, medio satisfecho y medio avergonzado, escuchó una voz, que ya no supo si provenía del aguamanil persistente o de su hastiada conciencia.

–El mundo es mi tesoro. –dijo algo o alguien.

Lo último que vio antes de dormirse fue el negro agujero del goce y la desdicha, origen del cosmos, pero ya no supo a quién pertenecía e incluso intuyó, azorado, edípico, tebano, que era su propia madre quien le mostraba el camino ancestral del regreso a casa.

*****



[1] El original debió decir “lector”. Se trata de una mala trascripción, que se repite curiosamente a lo largo de este fragmento del manuscrito.

[2] Sic.

[3] “El coposesor y los mirlos son abominables”.

[4] Sic.

[5] Nuevamente, un error del copista. Debe entenderse “culto”.

[6] Sic.

[7] Sic.

[8] Este detalle hace quimérica la historia. ¿O acaso conocéis a alguien que haya encontrado lo que busca?

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