viernes, abril 13, 2007

Capítulo XXVI

CONJUNCIÓN

¿Y? ¿Qué clase de héroe es? ¿Cuáles son sus atributos? ¿Cuál su destino? Abandonado a los caprichos azarosos de un autor[1] que parece ahogarse en las inundaciones que provoca, en la retórica y el retruécano, y que entonces nada y nada y nada en ese torbellino de palabras en lugar de dedicarse a narrar la historia que no sabe, no puede o no quiere contar, nuestro héroe del humilde posesivo se sabe un héroe sin epíteto, un héroe desnudo, un héroe postergado. Yo soy el que era y el que soy y el que seré, se dice como si conjugando el poliptoton pudiera conjurar el enigma que se triplica en una eterna tautología y para confirmar tan sólo que no ha sido más que la doble conjunción, el nexo, la cópula. ¿Y?

Era el que había sido y lo que recordaba y lo que había heredado y no quería ser y lo que era contra su voluntad, ese otro que había recorrido las cortes del Viejo Mundo para traficar con los secretos que arrancara en confesión a los herejes que en nombre de la Iglesia y de la Santa Inquisición torturara en Toledo, ese conspirador y farsante que fuera su padre bajo la anónima máscara de Monseñor El Obispo, Conde de *. Y por otra parte era también el que sería, su proyección, su hijo, su fruto, ese embrión latente creciendo cual remedo del mundo y brotando redondo del vientre de su mujer, la hija de Néstor, la mestiza. Pero hasta bien no supiera quién estaba siendo, ¿qué podía decir de lo que aún no era?

Héroe tres veces mal naufragado –que nada y nada y nada–, no podía dejar de sentirse afrentado por esta nueva ironía del destino que se le revelaba ahora, como en un aguado espejo de páginas difusas, en algunos de los libros, ya oreados, que había rescatado de las aguas con Ezequiel y puesto a secar en la torre de la Iglesia. En las violáceas nebulosas de la tinta diluida en el papel, en las letras desmembradas que formaban palabras incongruentes y en las fracciones de párrafos no menos incoherentes de las desarticuladas frases, Esteban leía como en un desconcertante libro de aventuras los inconexos fragmentos de una epopeya inconclusa, al tiempo que veía el irónico reflejo de su historia diluida, de su presente disuelto y de sus esperanzas aguadas. Harto ya de ser el ocioso fauno de las églogas, el héroe bucólico al que le silba la espada hecha zampoña, harto de todo ese idilio que no es más que farsa, harto de esa Arcadia que se llama Nuevo Mundo, si quería recobrar el Paraíso del que lo habían querido expulsar pero que aun no había perdido, debía asumir la condición épica para la que se creía predestinado. Debía conocer sus atributos, su origen, su destino; debía iniciarse, debía descender a los infiernos. Y si al fin y al cabo no se trataba más que de una farsa, quería saber cuál era el papel que le tocaba representar en esta historia, y si no había epíteto, qué aspecto tenía la máscara que le estaba destinada para actuar en el gran teatro del mundo. Tenía que pasar del otro lado, que atravesar el Océano, que volver a Europa: allí reclamaría el condado que le pertenecía por herencia y… – ¡maldita conjunción siempre en suspenso!– y… luego vería, luego tendría que ver.

Mas esa súbita decisión no habría pasado de ser uno más de sus caprichos de héroe frustrado, si ciertas esperanzas que había depositado en él Ezequiel no se hubiesen visto favorecidas por lo que aconteciera a la duquesa.

Como recordará el lector[2], las esclusas que abriera la hija de Néstor y que habían purgado a la colonia de los conquistadores sin dejar a su paso nada que no se asentara sobre sólidos cimientos, tampoco habían perdonado a la duquesa, a quien en su desenfrenada carrera devorara el desbocado torbellino. Menguado el caudal y ya estancadas, Ezequiel se maldecía por haber bendecido las aguas que al librarlo de sus enemigos lo habían privado de su única amiga. Fue por eso que al día siguiente, ya calmas y haciendo de la colonia una segunda Venecia, tomó la resolución de bautizarla en honor del trágico martirologio de su desaparecida y difunta fundadora. Pero si bien Nuestra Señora de la Concha Milagrosa era nombre grave, Santa Conchita de los Milagros se adecuaba mejor a sus designios, no sólo porque canonizarla era lo menos que se merecía, sino porque implicaba además una jactanciosa provocación a Roma y a todos los santos varones que habían osado meterse con él. Al otro día, mientras rescataba con Esteban los libros que flotaban en la biblioteca, fue calmando poco a poco la pena al elucubrar en silencio si no el plan al menos los bosquejos de una revancha. El tercer día, soleado y ventoso, puso a secar unas hojas de papel en blanco y el cuarto escribió a Roma para que se enteraran de su propia boca, antes de que le fuera con el cuento algún pendejo[3] menos informado, quién era Ezequiel de la Cruz y lo que les pasaba a los que le querían imponer Obispo, Cardenal o lo que fuese a su “ciudad” de los Milagros de Nuestra Santísima Concha, y para esto contaba con aquel correo de Asunción de tantas mentas que, como se verá, se haría esperar más de lo esperado. El quinto y el sexto pasaron sin cosa digna de ser mencionada; pero al rayar el alba del séptimo, desde la torre de la Iglesia, donde dormían, la mestiza creyó distinguir un cuerpo en lo que, por virtud del espejo de agua que la inundación había dejado, daremos en llamar la otra orilla. Ezequiel, que acababa de despertarse, creyó reconocer el de su amiga y sacó a Esteban de la cama para que los llevara remando.

Ya era junio y hacía frío. El sol no terminaba de asomarse. Sobre el fangoso lecho, yacía inerte el cuerpo de Concha boca arriba, desnudo, frío, empapado, las piernas en el agua, los brazos en cruz, el cuello extendido, la cabeza y los desgreñados cabellos húmedos hacia atrás, la boca entreabierta y entrecerrados los ojos, los párpados laxos, y en esa extática palidez del rostro, sin embargo, cualquiera habría creído leer una expresión de vida. Con lágrimas en los ojos, Ezequiel se lanzó al agua y corrió hacia ella y sin poder contener ya más el llanto abrazó el cuerpo y besó los labios de su adorada Concha, como si con eso hubiera podido librarla del sueño eterno. Mas así pareció ser en verdad, pues para su alegría y espanto la Duquesa le devolvió el beso con desaforado cariño.

– ¡Ezequiel! ¿Qué haces aquí?

Mas el fraile ya no tenía palabras que responder, pues se le habían quedado atragantadas.

– Vivís, ¡gracias al Cielo! –, decía la mestiza que la cubría con la capa de Esteban, mientras éste aseguraba la piragua amarrándola en un tronco: – ¿Dónde habéis estado, Señora? ¿Qué milagro os ha podido salvar?

– Si os lo contara, no lo creeríais.

Y entonces, mientras Esteban remaba de vuelta, refirió con vivo detalle cómo, cuando se desbordaron las aguas y fuera arrastrada con ímpetu hacia una muerte que creyó segura, se había sentido tomada por la cintura como si el tentáculo de un monstruo la enlazara y cómo se abandonó a esa suerte y cómo se creyó una verdadera concha de mar y cómo bivalva se amuró al tentáculo del que tan dulcemente la llevaba y cómo dejó que la penetrara ese ensueño tan delirante, de sensaciones indefinibles, como el de un viaje a un lugar imposible, para el que no tenía palabras. Relató cómo se dejó transportar, como si montara sobre Nereo o a la grupa del mismo Poseidón, por insondables profundidades y cómo el que la llevaba remolcaba también una red en la que había pescado a tres hombres a los que dejó a orillas del Rhin, de lo que estaba segura, porque recordaba haber visto los cipreses del castillo de Estrasburgo. Pero luego fue todo permitir que el dios marino sondeara las más recónditas honduras y la instalara y la rodeara de atenciones en una cavernosa gruta que fuera durante un tiempo sin días y sin noches el fabuloso tálamo en el que soñara intensos idilios nacarados que la dejaron prendada y preñada de perlas. Y creía estar en la espelunca todavía por segregar la séptima y que el dios del formidable tentáculo, en cuyos brazos se había dormido exhausta, volvía a la carga cuando se encontró con el abrazo de Ezequiel.

Pero se arrepintió al llegar a la Iglesia de haber hablado de lo que ni siquiera ella misma podía creer ni atribuir a sueño (mas prefirió no mostrar la perla que trajera de recuerdo), porque a excepción tal vez de la mestiza, que nada dijo, nadie dio crédito a lo que había referido. El fraile, que no creía en semejantes quimeras y sin embargo sí en los augurios que esconden ciertos sueños, sólo se interesó por la pesca de hombres, a lo que la duquesa respondió con frialdad que creía haber visto a un negro y un germano descomunales y a un soldado afeminado y prepotente con una sotana llena de remiendos.

¡Mierda! –, dijo Ezequiel y se persignó tres veces, porque el último le parecía un ave de mal agüero.

Días después, las aguas habían bajado lo suficiente como para volver habitables ciertas edificaciones. Por obra y gracia del fraile, que en esos días procuraba que todo fuese del gusto de su amiga, ésta fue la primera en recuperar su alcoba. Pero ni el lavado y deslucido tapiz más melancólico que nunca ni el mágico espejo vuelto a la pared mohosa y desconchada ni la estatua del Apolo ocultando su deshonra en penitencia contra el muro jamás habrían de ver más opacada su pagana austeridad que ahora, que en la habitación resplandecía la perla que se había traído del sueño marino. Y fue así que recostada en el lecho, insomne, una noche creyó tener una visión. La luna proyectaba sus rayos sobre el penitente Apolo y éste su sombra contra la pared. La luna sobre el mármol animaba la tensión del arco y en el muro la sombra de la flecha. Obra de Ezequiel, se dijo para sí al recordar cuando desconsolada ella misma le pidiera que le forjara con el que les había sobrado de la Iglesia una en oro como la de Cupido y ya imaginará el lector que no esperó a la mañana siguiente para comprobar ese prodigio de la orfebrería.

Por su parte, a pesar del nuevo cariz que tomaban las cosas, el fraile no agregó ni quitó un ápice a la epístola a Roma, pero pasados los días, sin novedades de Asunción y colmada la paciencia, agregó un postscriptum en el que resumió lo escrito en catorce palabras de perfeccionada ironía. Mas el postillón se hizo esperar más de lo acostumbrado y, cuando Ezequiel ya perdía los estribos, sin que nadie lo viera llegar ni partir, cambió la carta del fraile por un papel plegado en tres y en cuya parte superior se leía:

Disculparás el incógnito y el apuro, pues ya habrás comprendido que lo uno se debe al riesgo de ser descubierto y lo otro al tiempo que apremia. Mas sólo ten a bien darme la palabra de respetar como siempre al heraldo y tendremos ocasión de hablar con más tiempo, en la que celebraré gustoso me pagues el servicio por la presente. Confía que la tuya llegará a destino y sabe que si a veces actúo cómo suelo hacerlo no es más que por amor a la comedia.

Por lo pronto y por mi parte, olvidemos lo pasado y quedemos en paz,

Óptimo de Cáceres y Plagiè.

Por la misma supo que Simón de Montresor, Cardenal de los Estados de Ultramar tan sólo a cambio de un pergamino (“falso, Ezequiel, falso; mas eso no lo sabe nadie más que tú y yo.”), estaba ya en Europa juntando un ejército tres veces superior para tomar la colonia, pero que, si bien el remitente –que se comprometía, llegado el caso, a tomar él mismo las armas para defenderla– no negaba haber despachado a “ese obispo maricón” al Viejo Mundo por razones de su sola incumbencia, por las mismas negaba rotundamente la menor intención de facilitarle o desear su próximo regreso.

Pero, por mucho que pudiera dudar Ezequiel de los compromisos de Plagiè, no podía poner en duda lo que el bribón hideputa traidor le informaba como si fuera un amigo que da consejos, ni dejar de considerar que no podían arriesgarse a resistir un nuevo ataque, desarmados como estaban, sin hombres (“no cuentes tampoco con Narváez, porque ya hace más de un mes que a ése también lo despaché a Estrasburgo”) y con pocas posibilidades de fortificarse. A Montresor le costaría nada hacerse de todo el ejército del Emperador y de todos los suizos del Papa (“cuantimás ahora que ya habrán leído tu provocativa epístola, Ezequiel”) y en tres meses o cuatro, para la primavera a más tardar, estarían los cañones de los varones más bravos apuntando a Nuestra Santísima Concha.

Pero mientras tanto tampoco podían estarse quietos. Había que detener a ese ejército y alguien tenía que ir al Viejo Mundo. Ezequiel pensó en Esteban. Reclamaría su condado, juntaría hombres, intrigaría, conspiraría… Y si era necesario mataría a Montresor. No tenía un plan demasiado definido. Pero ¿cómo llegar a tiempo?

– Por el mismo camino que Montresor. –, sugirió la hija de Néstor.

– Encontrarlo significa tomar el de Asunción.

– Es demasiado riesgo. Mas si no podemos ir a Asunción, que Asunción venga a nosotros. –, propuso la mestiza y comenzó a dibujar en la tierra húmeda: Figura ignis… figura terrae… figura aeris… figura aquae…; BADC… CDAB… ABDC… DCAB…

Pero Plagiè no comparecía y los días se sucedían grises, iguales, monótonos para todos a excepción de la duquesa, que jamás los viviera tan espléndidos, intensos ni luminosos.

Como habrá adivinado el lector, la duquesa no se había hecho esperar para apreciar ese portento de la orfebrería con que restauraran la en otro tiempo más preciada obra de su colección, según lo imaginara en la sombra que la luna proyectaba contra el muro. A simple vista, y sin necesidad de encender una bujía para comprobarlo, supo que el dardo no era de oro, sino de un blanco marmóreo, nacarado y hete aquí que no se notaban las costuras. Quiso comprobarlo al tacto y con la suave caricia se operó el prodigio: Apolo se estremecía, Apolo se arrebolaba, Apolo se encendía. El lector hallará tal vez extraño que también se sonriera, atrevido que la besase, insolente que le quitase la ropa, sorprendente que la tomara en sus brazos, previsible que se anudase, fabuloso que calzara alas talares como Hermes, divino que refocilase como Zeus, gracioso que aullase como Pan, inverosímil que no se divirtiese, extraordinario que así se holgase y maravilloso que así fuese, mas no hallará adjetivo, así como no hallaba la duquesa nombre que dar a las sensaciones varias que conoció en los días que se sucedieron, para calificar el hecho de que luego de entregarse día a día a esos animados trances diera a luz noche tras noche perla tras perla.[4]

Se guardó mucho tiempo de revelar el secreto, pero como no podía disimular su perlada sonrisa, quiso al menos compartir su alegría y su tesoro con los que tan apesadumbrados estaban.

Esteban hollaba por enésima vez la tierra remedando los trazos que hiciera su mujer.

– Ya no insistas. Es inútil. –dijo ésta– Hace tiempo que debería haber oído el canto de las sirenas.

– Tal vez una lo retenga. –, comentó la duquesa.

– ¿A qué te refieres?

– A que no adivinas, Ezequiel. Pero hagamos un trato: la presa ya es mía y sólo os la presto. Procuraos de una soga y venid a mi alcoba.

Allí se dirigieron los cuatro, agazapados, en silencio. Antes de entrar, la duquesa dijo en un susurro:

– Quelle mieux que moi–même enlacerait l’amant. Dadme la cuerda. Aguardad aquí y no paséis hasta que os llame.

*****



[1] ¿De quién habla el autor? ¿Hay acaso un sí mismo, Ding an sich del origen y del fin? No.

[2] Difícilmente lo recuerde, dado que no se mencionan dichas esclusas. La mestiza, meramente, invocó a Ñanderú, Dios Infinito y Eterno.

[3] Cf. Nota 90.

[4] Este mismo y algún otro episodio de los aquí referidos están narrados bajo el tono de la confidencia de la pluma de la mismísima duquesa a su amiga Diana de Poitiers en las cartas del 9 de julio y del 17 de agosto de 1549 compiladas en las Correspondances de la favorita de Enrique II. En la primera se toca colateralmente el asunto de las perlas, pero en la de agosto se dice adjuntar una (que no es improbable fuera la engarzada en el famoso anillo que la de Valentinois obsequiase al rey de Francia) y se transcribe este soneto en español que un anónimo amante le dedicara (“d’un secret amant de la mer, parce que j’en ai aussi mon propre dauphin, ma chérie…”) que tal vez pueda echar alguna luz sobre el asunto:

Esta Concha que ves presuntuosa

de haber libado el néctar nacarado

del mar divino antes que el tiempo airado

pudiera marchitarla, ¡qué dichosa

sonríe dando a luz majestuosa

cual fruto de su vientre apasionado

el fruto de la dicha que han gozado

los rojos labios de su alegre rosa!

De perlas cuanto ríe y cuanto siente

es calma que se colma desmedida;

¡sonría!, que quien goza del presente

de penas y de lágrimas se cuida.

Llorad cristales, vírgenes de Oriente,

que perlas ríe Concha complacida.

Por lo demás, el mismo aparece en una antología de sonetos del siglo pasado bajo el título de A una sonrisa de la duquesa de B–W y es atribuido a un poeta anónimo al que se censura por “poner el carro delante del caballo” y “ser mal exemplo de costumbres licenciosas”. Sin embargo, el compilador desacredita al censor recomendándole la lectura (“si es que v. m. agora también lee el árabe”) de la novela morisca El Captivo y las vírgenes de Argel, de un tal Cide Hamete Benengeli, en la que se lo recoge sin más variante que la de hacer común el nombre propio y donde la interpretación resulta “muy diversa de la que los malos pensamientos hayan podido sugerir a v. m.”. No lo hemos de poner en duda nosotros, que poco conocemos del árabe y nada de la obra, mas no queremos que pase la ocasión sin mencionar que con la primera línea Quevedo da inicio a un soneto, en el que aconseja a Floris La Templanza, adorno para la garganta más precioso que las perlas de mayor valor, ni extender ya más la nota, contando con que vuestra ilustradísima e ilustrísima merced, que ya habrá podido ver la sola inocencia en la rima fácil y la licencia hasta en las voluptuosas diéresis, sabrá también apreciar ahora como siempre cuál es el original y cuál la copia.

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