miércoles, abril 25, 2007

Capítulo XXVII

LA SOGA

Y puesto que hasta aquí nos habéis acompañado, paciente lector, tomad el cabo de esta cuerda para ver adónde nos conduce esta vez el hilo de Ariadna. Agarradla con firmeza y no la soltéis. Pero, por el amor de Dios, impaciente lectora, no me malinterpretes. No te distraigas ni me distraigas, que la cosa es grave y lindos estamos para juegos. Tú te habrás figurado metáfora pero yo hablo en sentido llano y cuando digo la soga, digo la soga. Pues bien, tenedla firme y no la soltéis. La tarea no es sencilla, os lo concedo, porque el que tenemos enlazado es un demonio artero, que ha engañado a Narváez y a Montresor y que engañaría al mismísimo diablo, sin contar las veces que ya nos ha engañado, a mí y a vos mismo. Aunque no a Néstor, decís. Hmm, quizás… Mas debió meterlo en una botella y cometió el error de soltarlo. Todos hemos caído en la trampa alguna vez. Vos no volváis a caer en ella. Pero por lo pronto ha caído en el lazo de la Duquesa Tal vez haya sido a la única que no haya podido engañar. Aún. ¿Confiarías en ella? No va a traicionarnos, por cierto; pero ¿te he de contar a ti lo enamoradiza que es la querendona Concha? Y sin embargo ya lo tiene enlazado. ¿No la habéis oído llamar? Pues entonces no os quedéis ahí parado con la cuerda en la mano y entrad. A qué tanto remilgo. Esa cariacontecida expresión de sorpresa mejor le iría a nuestro héroe que a vos, que estáis mejor informado que él, pues corréis con la ventaja de lo que habéis leído. No temáis. Lo que oís son los gritos de Ezequiel. Pasad, pasad. Con confianza. No soltéis la soga y mirad. La duquesa también la aferra. No la suelta la mestiza. ¿Tenéis fe en ella? Pues yo también. En ella sola, a decir verdad. Pero miradla: ella no puede acompañarnos. Miradle el vientre. Debe vivir para su hijo. Por eso sacrifica a Esteban. Y nos lo confía. A nosotros, ¿me oís? A vos, a mí, a la duquesa. Yo, por mi parte, debo limitarme a contar la historia. Y la duquesa… Pues ya lo sabéis. ¡No vayáis a soltar la cuerda! Ezequiel debe quedarse, ya lo oís. ¿No te era suficiente con hacer el correveidile, llevando y trayendo chismes de América a Europa…? Escuchad al otro. Bien que te valías del servicio… Atendamos el resto. ¿Y se puede saber para qué querías un caballo? Era mío. Néstor me lo había robado… ¿También tenías que dar este triste espectáculo? Hacer la estatua… No te permito, Ezequiel. No soltéis la cuerda, Señora. ¡Qué bajo has caído, Proteo! Ése no es mi nombre. Escucha, Ezequiel… Tú no te metas, Conchita. Recuerda que aun no me has pagado… Escúchame bien, Plagiè, mientras estés enlazado, nosotros ordenamos. No eres tú quien me enlaza. Aber leider te tengo yo, mon chéri. Pues sea todo como lo mande nuestra reverendísima Concha. ¡Sea! J’ordonne. Dile que se lleve al muchacho al Viejo Mundo. Esteban ya sabe lo que tiene que hacer. Pero lo que cuenta sobre todo es que nos lo traiga de vuelta. Entonces puede ser que lo liberemos del lazo. Tú, mientras tanto, no lo sueltes, Conchita. Procurad que vuelva antes de que nazca nuestro hijo, Señora. ¿Has oído bien, mon amour? ¿Y vos? ¿Oísteis bien? Me felicito de las recomendaciones, obediente lector, pues no habéis soltado la cuerda. Pero con que la tengáis en una mano es suficiente. Mas vale maña que fuerza. De todos modos, vos tenedla firme. Por las dudas. De ahora en más la responsabilidad es vuestra, pues el autor ya ha tenido bastante con enmarañar y desenmarañar la madeja. Tan sólo dadle tiempo a Esteban para que se despida y preparaos a acometer el viaje al Viejo Mundo. Nuestro héroe ya está listo. ¿Lo estáis vos? ¿Sentís el tirón de la rienda? Pues dejaos llevar, entonces. Mas no vayas a soltar por nada la cuerda y sólo si te asaltare el vértigo, trémula lectora, dejarás que tu mano libre se ponga metafórica, con confianza en el autor que te acompaña y te lleva de la suya.

*****

viernes, abril 13, 2007

Capítulo XXVI

CONJUNCIÓN

¿Y? ¿Qué clase de héroe es? ¿Cuáles son sus atributos? ¿Cuál su destino? Abandonado a los caprichos azarosos de un autor[1] que parece ahogarse en las inundaciones que provoca, en la retórica y el retruécano, y que entonces nada y nada y nada en ese torbellino de palabras en lugar de dedicarse a narrar la historia que no sabe, no puede o no quiere contar, nuestro héroe del humilde posesivo se sabe un héroe sin epíteto, un héroe desnudo, un héroe postergado. Yo soy el que era y el que soy y el que seré, se dice como si conjugando el poliptoton pudiera conjurar el enigma que se triplica en una eterna tautología y para confirmar tan sólo que no ha sido más que la doble conjunción, el nexo, la cópula. ¿Y?

Era el que había sido y lo que recordaba y lo que había heredado y no quería ser y lo que era contra su voluntad, ese otro que había recorrido las cortes del Viejo Mundo para traficar con los secretos que arrancara en confesión a los herejes que en nombre de la Iglesia y de la Santa Inquisición torturara en Toledo, ese conspirador y farsante que fuera su padre bajo la anónima máscara de Monseñor El Obispo, Conde de *. Y por otra parte era también el que sería, su proyección, su hijo, su fruto, ese embrión latente creciendo cual remedo del mundo y brotando redondo del vientre de su mujer, la hija de Néstor, la mestiza. Pero hasta bien no supiera quién estaba siendo, ¿qué podía decir de lo que aún no era?

Héroe tres veces mal naufragado –que nada y nada y nada–, no podía dejar de sentirse afrentado por esta nueva ironía del destino que se le revelaba ahora, como en un aguado espejo de páginas difusas, en algunos de los libros, ya oreados, que había rescatado de las aguas con Ezequiel y puesto a secar en la torre de la Iglesia. En las violáceas nebulosas de la tinta diluida en el papel, en las letras desmembradas que formaban palabras incongruentes y en las fracciones de párrafos no menos incoherentes de las desarticuladas frases, Esteban leía como en un desconcertante libro de aventuras los inconexos fragmentos de una epopeya inconclusa, al tiempo que veía el irónico reflejo de su historia diluida, de su presente disuelto y de sus esperanzas aguadas. Harto ya de ser el ocioso fauno de las églogas, el héroe bucólico al que le silba la espada hecha zampoña, harto de todo ese idilio que no es más que farsa, harto de esa Arcadia que se llama Nuevo Mundo, si quería recobrar el Paraíso del que lo habían querido expulsar pero que aun no había perdido, debía asumir la condición épica para la que se creía predestinado. Debía conocer sus atributos, su origen, su destino; debía iniciarse, debía descender a los infiernos. Y si al fin y al cabo no se trataba más que de una farsa, quería saber cuál era el papel que le tocaba representar en esta historia, y si no había epíteto, qué aspecto tenía la máscara que le estaba destinada para actuar en el gran teatro del mundo. Tenía que pasar del otro lado, que atravesar el Océano, que volver a Europa: allí reclamaría el condado que le pertenecía por herencia y… – ¡maldita conjunción siempre en suspenso!– y… luego vería, luego tendría que ver.

Mas esa súbita decisión no habría pasado de ser uno más de sus caprichos de héroe frustrado, si ciertas esperanzas que había depositado en él Ezequiel no se hubiesen visto favorecidas por lo que aconteciera a la duquesa.

Como recordará el lector[2], las esclusas que abriera la hija de Néstor y que habían purgado a la colonia de los conquistadores sin dejar a su paso nada que no se asentara sobre sólidos cimientos, tampoco habían perdonado a la duquesa, a quien en su desenfrenada carrera devorara el desbocado torbellino. Menguado el caudal y ya estancadas, Ezequiel se maldecía por haber bendecido las aguas que al librarlo de sus enemigos lo habían privado de su única amiga. Fue por eso que al día siguiente, ya calmas y haciendo de la colonia una segunda Venecia, tomó la resolución de bautizarla en honor del trágico martirologio de su desaparecida y difunta fundadora. Pero si bien Nuestra Señora de la Concha Milagrosa era nombre grave, Santa Conchita de los Milagros se adecuaba mejor a sus designios, no sólo porque canonizarla era lo menos que se merecía, sino porque implicaba además una jactanciosa provocación a Roma y a todos los santos varones que habían osado meterse con él. Al otro día, mientras rescataba con Esteban los libros que flotaban en la biblioteca, fue calmando poco a poco la pena al elucubrar en silencio si no el plan al menos los bosquejos de una revancha. El tercer día, soleado y ventoso, puso a secar unas hojas de papel en blanco y el cuarto escribió a Roma para que se enteraran de su propia boca, antes de que le fuera con el cuento algún pendejo[3] menos informado, quién era Ezequiel de la Cruz y lo que les pasaba a los que le querían imponer Obispo, Cardenal o lo que fuese a su “ciudad” de los Milagros de Nuestra Santísima Concha, y para esto contaba con aquel correo de Asunción de tantas mentas que, como se verá, se haría esperar más de lo esperado. El quinto y el sexto pasaron sin cosa digna de ser mencionada; pero al rayar el alba del séptimo, desde la torre de la Iglesia, donde dormían, la mestiza creyó distinguir un cuerpo en lo que, por virtud del espejo de agua que la inundación había dejado, daremos en llamar la otra orilla. Ezequiel, que acababa de despertarse, creyó reconocer el de su amiga y sacó a Esteban de la cama para que los llevara remando.

Ya era junio y hacía frío. El sol no terminaba de asomarse. Sobre el fangoso lecho, yacía inerte el cuerpo de Concha boca arriba, desnudo, frío, empapado, las piernas en el agua, los brazos en cruz, el cuello extendido, la cabeza y los desgreñados cabellos húmedos hacia atrás, la boca entreabierta y entrecerrados los ojos, los párpados laxos, y en esa extática palidez del rostro, sin embargo, cualquiera habría creído leer una expresión de vida. Con lágrimas en los ojos, Ezequiel se lanzó al agua y corrió hacia ella y sin poder contener ya más el llanto abrazó el cuerpo y besó los labios de su adorada Concha, como si con eso hubiera podido librarla del sueño eterno. Mas así pareció ser en verdad, pues para su alegría y espanto la Duquesa le devolvió el beso con desaforado cariño.

– ¡Ezequiel! ¿Qué haces aquí?

Mas el fraile ya no tenía palabras que responder, pues se le habían quedado atragantadas.

– Vivís, ¡gracias al Cielo! –, decía la mestiza que la cubría con la capa de Esteban, mientras éste aseguraba la piragua amarrándola en un tronco: – ¿Dónde habéis estado, Señora? ¿Qué milagro os ha podido salvar?

– Si os lo contara, no lo creeríais.

Y entonces, mientras Esteban remaba de vuelta, refirió con vivo detalle cómo, cuando se desbordaron las aguas y fuera arrastrada con ímpetu hacia una muerte que creyó segura, se había sentido tomada por la cintura como si el tentáculo de un monstruo la enlazara y cómo se abandonó a esa suerte y cómo se creyó una verdadera concha de mar y cómo bivalva se amuró al tentáculo del que tan dulcemente la llevaba y cómo dejó que la penetrara ese ensueño tan delirante, de sensaciones indefinibles, como el de un viaje a un lugar imposible, para el que no tenía palabras. Relató cómo se dejó transportar, como si montara sobre Nereo o a la grupa del mismo Poseidón, por insondables profundidades y cómo el que la llevaba remolcaba también una red en la que había pescado a tres hombres a los que dejó a orillas del Rhin, de lo que estaba segura, porque recordaba haber visto los cipreses del castillo de Estrasburgo. Pero luego fue todo permitir que el dios marino sondeara las más recónditas honduras y la instalara y la rodeara de atenciones en una cavernosa gruta que fuera durante un tiempo sin días y sin noches el fabuloso tálamo en el que soñara intensos idilios nacarados que la dejaron prendada y preñada de perlas. Y creía estar en la espelunca todavía por segregar la séptima y que el dios del formidable tentáculo, en cuyos brazos se había dormido exhausta, volvía a la carga cuando se encontró con el abrazo de Ezequiel.

Pero se arrepintió al llegar a la Iglesia de haber hablado de lo que ni siquiera ella misma podía creer ni atribuir a sueño (mas prefirió no mostrar la perla que trajera de recuerdo), porque a excepción tal vez de la mestiza, que nada dijo, nadie dio crédito a lo que había referido. El fraile, que no creía en semejantes quimeras y sin embargo sí en los augurios que esconden ciertos sueños, sólo se interesó por la pesca de hombres, a lo que la duquesa respondió con frialdad que creía haber visto a un negro y un germano descomunales y a un soldado afeminado y prepotente con una sotana llena de remiendos.

¡Mierda! –, dijo Ezequiel y se persignó tres veces, porque el último le parecía un ave de mal agüero.

Días después, las aguas habían bajado lo suficiente como para volver habitables ciertas edificaciones. Por obra y gracia del fraile, que en esos días procuraba que todo fuese del gusto de su amiga, ésta fue la primera en recuperar su alcoba. Pero ni el lavado y deslucido tapiz más melancólico que nunca ni el mágico espejo vuelto a la pared mohosa y desconchada ni la estatua del Apolo ocultando su deshonra en penitencia contra el muro jamás habrían de ver más opacada su pagana austeridad que ahora, que en la habitación resplandecía la perla que se había traído del sueño marino. Y fue así que recostada en el lecho, insomne, una noche creyó tener una visión. La luna proyectaba sus rayos sobre el penitente Apolo y éste su sombra contra la pared. La luna sobre el mármol animaba la tensión del arco y en el muro la sombra de la flecha. Obra de Ezequiel, se dijo para sí al recordar cuando desconsolada ella misma le pidiera que le forjara con el que les había sobrado de la Iglesia una en oro como la de Cupido y ya imaginará el lector que no esperó a la mañana siguiente para comprobar ese prodigio de la orfebrería.

Por su parte, a pesar del nuevo cariz que tomaban las cosas, el fraile no agregó ni quitó un ápice a la epístola a Roma, pero pasados los días, sin novedades de Asunción y colmada la paciencia, agregó un postscriptum en el que resumió lo escrito en catorce palabras de perfeccionada ironía. Mas el postillón se hizo esperar más de lo acostumbrado y, cuando Ezequiel ya perdía los estribos, sin que nadie lo viera llegar ni partir, cambió la carta del fraile por un papel plegado en tres y en cuya parte superior se leía:

Disculparás el incógnito y el apuro, pues ya habrás comprendido que lo uno se debe al riesgo de ser descubierto y lo otro al tiempo que apremia. Mas sólo ten a bien darme la palabra de respetar como siempre al heraldo y tendremos ocasión de hablar con más tiempo, en la que celebraré gustoso me pagues el servicio por la presente. Confía que la tuya llegará a destino y sabe que si a veces actúo cómo suelo hacerlo no es más que por amor a la comedia.

Por lo pronto y por mi parte, olvidemos lo pasado y quedemos en paz,

Óptimo de Cáceres y Plagiè.

Por la misma supo que Simón de Montresor, Cardenal de los Estados de Ultramar tan sólo a cambio de un pergamino (“falso, Ezequiel, falso; mas eso no lo sabe nadie más que tú y yo.”), estaba ya en Europa juntando un ejército tres veces superior para tomar la colonia, pero que, si bien el remitente –que se comprometía, llegado el caso, a tomar él mismo las armas para defenderla– no negaba haber despachado a “ese obispo maricón” al Viejo Mundo por razones de su sola incumbencia, por las mismas negaba rotundamente la menor intención de facilitarle o desear su próximo regreso.

Pero, por mucho que pudiera dudar Ezequiel de los compromisos de Plagiè, no podía poner en duda lo que el bribón hideputa traidor le informaba como si fuera un amigo que da consejos, ni dejar de considerar que no podían arriesgarse a resistir un nuevo ataque, desarmados como estaban, sin hombres (“no cuentes tampoco con Narváez, porque ya hace más de un mes que a ése también lo despaché a Estrasburgo”) y con pocas posibilidades de fortificarse. A Montresor le costaría nada hacerse de todo el ejército del Emperador y de todos los suizos del Papa (“cuantimás ahora que ya habrán leído tu provocativa epístola, Ezequiel”) y en tres meses o cuatro, para la primavera a más tardar, estarían los cañones de los varones más bravos apuntando a Nuestra Santísima Concha.

Pero mientras tanto tampoco podían estarse quietos. Había que detener a ese ejército y alguien tenía que ir al Viejo Mundo. Ezequiel pensó en Esteban. Reclamaría su condado, juntaría hombres, intrigaría, conspiraría… Y si era necesario mataría a Montresor. No tenía un plan demasiado definido. Pero ¿cómo llegar a tiempo?

– Por el mismo camino que Montresor. –, sugirió la hija de Néstor.

– Encontrarlo significa tomar el de Asunción.

– Es demasiado riesgo. Mas si no podemos ir a Asunción, que Asunción venga a nosotros. –, propuso la mestiza y comenzó a dibujar en la tierra húmeda: Figura ignis… figura terrae… figura aeris… figura aquae…; BADC… CDAB… ABDC… DCAB…

Pero Plagiè no comparecía y los días se sucedían grises, iguales, monótonos para todos a excepción de la duquesa, que jamás los viviera tan espléndidos, intensos ni luminosos.

Como habrá adivinado el lector, la duquesa no se había hecho esperar para apreciar ese portento de la orfebrería con que restauraran la en otro tiempo más preciada obra de su colección, según lo imaginara en la sombra que la luna proyectaba contra el muro. A simple vista, y sin necesidad de encender una bujía para comprobarlo, supo que el dardo no era de oro, sino de un blanco marmóreo, nacarado y hete aquí que no se notaban las costuras. Quiso comprobarlo al tacto y con la suave caricia se operó el prodigio: Apolo se estremecía, Apolo se arrebolaba, Apolo se encendía. El lector hallará tal vez extraño que también se sonriera, atrevido que la besase, insolente que le quitase la ropa, sorprendente que la tomara en sus brazos, previsible que se anudase, fabuloso que calzara alas talares como Hermes, divino que refocilase como Zeus, gracioso que aullase como Pan, inverosímil que no se divirtiese, extraordinario que así se holgase y maravilloso que así fuese, mas no hallará adjetivo, así como no hallaba la duquesa nombre que dar a las sensaciones varias que conoció en los días que se sucedieron, para calificar el hecho de que luego de entregarse día a día a esos animados trances diera a luz noche tras noche perla tras perla.[4]

Se guardó mucho tiempo de revelar el secreto, pero como no podía disimular su perlada sonrisa, quiso al menos compartir su alegría y su tesoro con los que tan apesadumbrados estaban.

Esteban hollaba por enésima vez la tierra remedando los trazos que hiciera su mujer.

– Ya no insistas. Es inútil. –dijo ésta– Hace tiempo que debería haber oído el canto de las sirenas.

– Tal vez una lo retenga. –, comentó la duquesa.

– ¿A qué te refieres?

– A que no adivinas, Ezequiel. Pero hagamos un trato: la presa ya es mía y sólo os la presto. Procuraos de una soga y venid a mi alcoba.

Allí se dirigieron los cuatro, agazapados, en silencio. Antes de entrar, la duquesa dijo en un susurro:

– Quelle mieux que moi–même enlacerait l’amant. Dadme la cuerda. Aguardad aquí y no paséis hasta que os llame.

*****



[1] ¿De quién habla el autor? ¿Hay acaso un sí mismo, Ding an sich del origen y del fin? No.

[2] Difícilmente lo recuerde, dado que no se mencionan dichas esclusas. La mestiza, meramente, invocó a Ñanderú, Dios Infinito y Eterno.

[3] Cf. Nota 90.

[4] Este mismo y algún otro episodio de los aquí referidos están narrados bajo el tono de la confidencia de la pluma de la mismísima duquesa a su amiga Diana de Poitiers en las cartas del 9 de julio y del 17 de agosto de 1549 compiladas en las Correspondances de la favorita de Enrique II. En la primera se toca colateralmente el asunto de las perlas, pero en la de agosto se dice adjuntar una (que no es improbable fuera la engarzada en el famoso anillo que la de Valentinois obsequiase al rey de Francia) y se transcribe este soneto en español que un anónimo amante le dedicara (“d’un secret amant de la mer, parce que j’en ai aussi mon propre dauphin, ma chérie…”) que tal vez pueda echar alguna luz sobre el asunto:

Esta Concha que ves presuntuosa

de haber libado el néctar nacarado

del mar divino antes que el tiempo airado

pudiera marchitarla, ¡qué dichosa

sonríe dando a luz majestuosa

cual fruto de su vientre apasionado

el fruto de la dicha que han gozado

los rojos labios de su alegre rosa!

De perlas cuanto ríe y cuanto siente

es calma que se colma desmedida;

¡sonría!, que quien goza del presente

de penas y de lágrimas se cuida.

Llorad cristales, vírgenes de Oriente,

que perlas ríe Concha complacida.

Por lo demás, el mismo aparece en una antología de sonetos del siglo pasado bajo el título de A una sonrisa de la duquesa de B–W y es atribuido a un poeta anónimo al que se censura por “poner el carro delante del caballo” y “ser mal exemplo de costumbres licenciosas”. Sin embargo, el compilador desacredita al censor recomendándole la lectura (“si es que v. m. agora también lee el árabe”) de la novela morisca El Captivo y las vírgenes de Argel, de un tal Cide Hamete Benengeli, en la que se lo recoge sin más variante que la de hacer común el nombre propio y donde la interpretación resulta “muy diversa de la que los malos pensamientos hayan podido sugerir a v. m.”. No lo hemos de poner en duda nosotros, que poco conocemos del árabe y nada de la obra, mas no queremos que pase la ocasión sin mencionar que con la primera línea Quevedo da inicio a un soneto, en el que aconseja a Floris La Templanza, adorno para la garganta más precioso que las perlas de mayor valor, ni extender ya más la nota, contando con que vuestra ilustradísima e ilustrísima merced, que ya habrá podido ver la sola inocencia en la rima fácil y la licencia hasta en las voluptuosas diéresis, sabrá también apreciar ahora como siempre cuál es el original y cuál la copia.

miércoles, abril 04, 2007

Capítulo XXV

LIBACIONES

“El amor es ciego, el amor es tonto, el amor es líquido, flujo y congoja”, mascullaba Narváez, risueño y presuntuoso. “Es hielo abrasador, es fuego helado, es herida que duele y no se siente.”

Aunque, con respecto al hecho de no sentirlo, la cuestión era un poco más complicada de sostener. Sabemos, elector[1], vos y yo, que por tanto sendero nos hemos bifurcado juntos, más bien por espanto que por afinidad, que el gallardo español no era el tipo de héroe que pudiera luchar siempre contra los infortunios del destino sin solazarse como Dios manda de vez en cuando. Decir esto y decir que Narváez disfrutaba de la vida en la medida de lo posible –que en ciertos casos es la medida real de todas las cosas– es una tautología que aceptaremos como indiscutible y natural, salvo que vos, Néstor[2], os atreváis a resucitar para modificar el curso de la historia. ¡Pero no cometeréis tamaña osadía, por Satanás! ¿O quizá sí?

“El amor es la unión de dos seres sobre el eterno lecho. Dos o tres, ¿por qué no cuatro?”

No ha mucho tiempo que el ibérico esbirro ha secuestrado a Dolores D’ell Orto y a María, criada o viuda o viuda criada de vuestro Francisco, monseñor, conde de *. Secuestrar es un verbo peligroso. No hablemos de apropiación, rapto, violencia, sino más bien de arrobamiento, embriaguez, pasmo, embeleso, encanto, hechizo, embrujo, magia, éxtasis, enajenación y arrebato. Pues, de manera análoga a la de Abelardo y Eloísa o a la de Sócrates y Alcibíades, Narváez fue el maestro de las dos mujeres en el ars amatoria, gracia de la pedagogía, docta enseñanza de lo admirable, que no podía dejar de aturdir sus nutritivos corazones, revueltos y sedosos, permeables y pringosos. Y de hecho, dotado el hombre del don de lenguas y de larga, oronda y dura persuasión, fue palpado en primera instancia, con contento animal y bacanal deleite, lo que dio como resultado que ambas hembritas cayeran en un amor insondable, a primera vista, a última vista, a todas vistas –y eso si me vieras, Amor, mas eres ciego–; aunque aquí de amor –todo era amor, amor, amor pasado por agua, amarillo, amor ecuestre, equino–no se tratara sino de pura complacencia de los cuerpos. ¿Con qué objeto, pues, dotó Dios a estas ninfas de piernas tan fructuosas, obedientes y sumisas? Para que se abrieran, serenas, como capullos en flor ante una abejita juguetona. Y nada más travieso que el abejorro de Narváez. No vaya a creerse que el astuto español se dejaba llevar por la fricción de la piel, que no era sino un corolario de su conquista, dado que sus motivos concretos eran bien otros. Engañar, embaucar, traicionar y al fin y al cabo estafar al excesivamente estúpido y/o entrometido doctor d’ell Orto, d’ell Arte, o como coño se llamara. Es cierto –y es triste acotarlo, puesto que habla muy mal de nuestro héroe– que d’ell Orto lo había rescatado de su extraña e inexplicable aparición en Estrasburgo, luego de descender a los infiernos telúricos de la salvaje América, pero no siempre se devuelve un favor con otro. Y además, vaya treta, d’ell Orto parecía más interesado en saber secretos de Narváez que en salvar su salud. Luego, si la necesidad lo permite, sólo un débil, pusilánime, imbécil o apocado podría negarse a la tentación de traicionar. Y por supuesto sólo se traiciona a los amigos, y es bien conocido de todos que Narváez no los tenía, negado como era a confiar siquiera en su propia sombra. ¿Y por qué habría un hombre de confiar en otro, dado el estado actual del mundo? Estas cosas se preguntaba Narváez mientras se dejaba chupar por las hembras, al unísono y sin complejos, en la mullida alfombra del castillo que alguna vez había pertenecido a otra mujer que también había bebido sus humores, si bien en la colonia americana y desconociendo o simulando desconocer que en otra instancia y bajo otra égida lo había tratado de puto y le había jugado una mala pasada. Sin embargo la duquesa –pues de ella de trataba– no poseía, y esto a pesar de sus años de aprendizaje, ni la dulce lengua de María ni el cálido paladar de Dolores. Ni hablar de los maravillosos montecitos peludos de ambas, uno más ralo, otro más rubio, pero los dos con un sabor exquisito e insoslayable. Por otra parte, la duplicación de los objetos, que a veces es diabólica, –copulation and mirrors are abominable[3]– también tiene sus encantos y dos culos, dos coñitos, cuatro tetas e infinitos orgasmos valen más que una perra avejentada. Qué delicioso placer el de verlas acariciándose y humedeciéndose al unísono, peleándose y desgarrándose por el obelisco inconmovible, turnándose para introducírselo en todos los agujeritos de la carne, más allá de los diámetros y de la adecuación o inadecuación del objeto a la cosa, y no digo más porque terminaríamos discutiendo acerca de la existencia o inexistencia del vacío, problema arduo y duro, pero no tanto como el cañón ubicuo y rubicundo de Narváez, héroe de las noches y los días.

“El amor provee felicidad y pena.”

No vaya a creerse, luego, que Narváez se dejara coger por las artimañas de estas putas. No es fácil coger a un esbirro y es más probable que éste se suelte a que permanezca aferrado por el resto de sus días. Dicho de otro modo, uno puede dejarse atrapar alguna vez, pero no siempre. Otro es el caso de una hembra que tiene que estar, por naturaleza, bien asida para no ser, al cabo de los años, mal cogida.

“El amor es oráculo manual y arte de imprudencia.”

No hay que revelar los secretos ni siquiera a la propia almohada y ése había sido el error de D’ell Orto, aunque más que de éste de la pobre Dolores. Describamos: en el castillo, asaz misterioso y tapizado, como corresponde a todo edificio de su género y especie, había un arcano que permanecía velado por el tiempo. El mismo Narváez había usufructuado de un pasadizo impenetrable que lo había conducido a su salvación, con ciertos costos de cuyo grado no quiero acordarme, en su juventud. Recordará el elector[4] un tapiz de la Melancholia que permitió al héroe huir, cubierto de mierda y descompuesto, de una muerte segura. Pues imagínese la sorpresa del español cuando, conducido por el doctor a la misma habitación, notara que otro tapiz, usurpador del mismo lugar que el atrabiliario, otrora silencioso y mudo, mostrara ahora, inverosímil y común como cualquier reproducción realizada por un artista de segunda categoría, una serie de figuras e inscripciones enigmáticas agregadas sin duda a posteriori y por una mano perversa, sobre el fondo oscuro de una pradera anochecida y la silueta de un grisáceo caballo. Narváez, al principio, intentó descifrar los extraños jeroglíficos, más por distracción que por curiosidad, pero al no lograr dar con el meollo del asunto, se puso cada vez más furioso y empezó a tomarse el trabajo de inquisidor con seriedad. Preguntó al médico, pero fue sutilmente ignorado. El plan pasó a una segunda etapa que consistía en seducir a la mujer, Dolores, que en su papel de enfermera había demostrado demasiada solicitud en lavar las partes íntimas del español. “Mujer que toca en demasía quiere probar bocado”, había sentenciado Narváez y así, estando una tardecita pesada ella lavándole la herida del muslo, para lo cual debía desnudarlo, el español no pudo evitar ya no una terrible erección de gigante, cosa que era habitual y ya había sido contemplada y comprendida por Dolores, sino un brusco espasmo y el consiguiente lamento sobre la húmida nieve que saltó espontánea y derretida sobre la dulce faz de la beldad sonriente.

–Disculpadme, Señora, no he podido controlar mis humores. –se avergonzó Narváez.

–No es nada, don Santiago. –minimizó Dolores y acto seguido inició un sube y baja con su mano blanca y radiante, para continuar luego con la lengua, la boca y la garganta, acabando sentada sobre el siempre rígido obelisco.

–Nunca probé manjar más dulce.– le dijo tres horas después. Y se despidió dándole un besito en la frente, como una buena enfermera o una buena madre.

Ese fue el comienzo de sus fructíferas relaciones, algo agotadoras más tarde, puesto que Dolores inició a María en el culo[5] mistérico y no pasaron noche sin visitarlo ni día sin despedirlo con los consabidos ósculos de madrazas. No mucho después, se habló de negocios. Porque ya se sabe que a buen fin no hay mal principio o, mutatis mutandi, lo que bien empieza, bien acaba, y Narváez tenía como objetivo final, glorioso, último y regocijante no sólo levantarle las polleras a las señoras sino también descorrer el cendal de aquello que estaba escondido tras la selva oscura, venusta, de paños tupidos. Para lo cual había que deshacerse de D’ell Orto. Ya lo había contemplado, en sus cada vez más frecuentes caminatas por el castillo, en estado de éxtasis delante de un aguamanil antiquísimo que contenía extrañas figuras, que al menos en la lejanía parecían grabados de un rarísimo alfabeto sobre la piedra. La jofaina, pila, lavamanos, tazón, piedra filosofal o mera palangana relucía su marmórea entidad en la oscuridad sibilina de la habitación de D’ell Orto y Narváez, llevado allí por Dolores, por María o por ambas, según el tamaño de los deseos o el deseo de su tamaño, había podido contemplar que la reliquia, fuente que a todas luces tenía una procedencia foránea y lejana, estaba amurada a la pared por medio de una serie de tuberías cuyo rastro se perdía tras el espesor del muro. Ambas le habían narrado el extraño comportamiento del médico cada vez que lavaba su rostro en dicho aguamanil, e incluso él mismo, oculto tras un cortinón, había podido verlo. ¿Por qué D’ell Orto le hablaba al lavabo? ¿Por qué se arrodillaba y profería una serie de balbuceos sin sentido durante horas? He ahí el misterio, del cual ni María ni Dolores sabían más que el español. Cierta noche en que el médico no estaba en el castillo (“Sabréis disculparme, Narváez, pero mi profesión me requiere en otro lugar esta noche, por lo que os dejo al cuidado de mi mujer y de su amiga, quienes os atenderán como corresponde”), Narváez había iniciado sus experimentos sobre la jofaina, no sin antes haber entregado parte de su sangre, espesa y nívea, a las dos desesperadas vampiresas, prometiendo más para más tarde y alegando para ello cierta indigestión que le impedía concentrarse en otro culo que no fuera el propio. La gran pregunta para Narváez era saber cuál era el atractivo de contemplarse en un aguamanil turbio, opaco, desgajado, de aguas sucias cuando no marrones, silente y melancólico objeto de un desconocido. He ahí pues a Narváez, cual Narciso, tan hermoso, enamorándose, en turbulenta reflexión de sí mismo. Sus suspiros y sus lágrimas crecen fuertemente, a medida que su rostro endurecido se dibuja, se desdibuja, vuelve a nacer, cae, asciende, palpita, regurgita, chapotea, ave de paso o anfibio fugitivo, sobre el teatral espejo de agua. Sería producto de la hechicería, y tal vez algún filtro, bebido en mala hora, lo obligaba a anhelar aquello que lo consumía. Y la lluvia sagrada corre y sus ojos se derraman en ella, sin reposo, y habla y suspira y llora y clama y grita, hasta que, desde el cimiento íntimo del vetusto vergel, cual Lucifer, cual aparición fantasmagórica y cetrina, se delinea, inalterable, fiel, recóndita, cruda, ciega, muda, simple y mansamente, alegre y callado, incoercible, un semblante, que será siempre el mismo y otro, amalgama o crisol de falsas esperanzas y atribulados atardeceres. El español busca en su memoria, acaso aljaba furibunda, fuego, red, arco y saetas, a fin de combatir a la fiera manifestación de un más allá impensable en las aguas liosas del lavabo. La efigie, miasma violento, caldo certero, Proteo al fin o Metis, marina diosa o pastor incesante, se metamorfosea como una cucaracha enorme que no puede girar en el lecho y profiere exabruptos y pleonasmos de irreconocible hechura.

–Yo soy el que soy. –murmura el icono– pero he de ser lo que queráis. ¿Sois vos, D’ell Orto?

Reconozca el pretor[6] que uno termina cansándose de los objetos mágicos. Además, es sabido que estos tienden a perderse y no a parecer, como le acontecía normalmente a Narváez y a otros personajes de la presente historia. ¿Cómo reaccionar, pues, ante un agua roñosa, aún con restos de la barba y los afeites del médico, pelos perdidos y recuperados por aquí y por allá, que se atreve a inquirir a un soldado acostumbrado a la guerra y los malos olores? ¿Cómo reaccionaríais vos, corrector[7]? Es difícil preverlo, pero aún así no os incomodará saber cuál fue la reacción de Don Santiago de Narváez y Albuera. Éste, un poco hastiado ya de las agudezas y las artes de ingenio, como buen criticón gracioso, conocedor de que lo bueno, si breve, termina pronto, y lo malo, si breve, se olvida, decidió que era hora de hacer caso omiso de las circunstancias y los azares molestos, por no decir que estaba bastante exprimido de sus humores vitales como para detenerse a pensar. Hizo lo primero que le vino en gana, que a condición de no cansaros con descripciones extensísimas y detalles por demás inverosímiles, podemos sintetizar en un lacónico parrafillo o hilada de oraciones concluyentes, que es justamente el que sigue a éste.

Narváez, enfurecido, tomó el aguamanil con sus dos manos hercúleas e intentó despegarlo de la pared, dándose cuenta casi de inmediato de la imposibilidad de la empresa. En consecuencia, buscó a su alrededor un objeto contundente con el cual partir en dos el maldito objeto, hallando una espada de hierro oxidado colgada de la misma pared, justo encima del mencionado adminículo o chirimbolo. La tomó y con todas sus fuerzas, cual un Arturo que desgarra y sepulta y no extrae y cosifica, impartió un golpe certero y atroz sobre la palangana, pero la espada se partió en dos y el español tembló de cólera y repercusión. Decidió vaciarla. Buscó un jarrón, lo halló[8] y comenzó a quitar el agua del recipiente pero para su sorpresa, a medida que sacaba agua, ésta volvía a subir, como si un eterno y laborioso Sísifo plomero se ocupara de su trabajo agotador. Estuvo cerca de dos horas vaciando el aguamanil, sin embargo éste jamás mermó su nivel. Sabio al fin, Narváez se acordó de Arquímedes y en consecuencia arrojó el jarrón, los restos de la espada, varios libros de medicina –De natura hominis, Die Humoralpathologie, De Divinatione per somnum, Die arabische Übersetzung der Nestoribus Medizin, Über die Identität der Abhandlungen des Altmann, das tapfere Pferdchen, creyó leer– y un vaso dentro del recipiente, con la esperanza, a estas alturas, por demás absurda, de que el agua rebalsara y todo se fuera a la mierda. Pero el agua permaneció siempre en el mismo nivel, demostrando la inalterable terquedad de los objetos mágicos, continuadores de Parménides, Zenón y otros eleáticos de tal calaña. Cansado, el español se arrojó absorto sobre el lecho de D’ell Orto, que estaba allí, vacío e inmutable, dispuesto a dormirse un buen rato, pero en el instante mismo en que conciliaba el sueño, María, que ya no soportaba su vacío, reclamó su refrigerio, por lo cual hubo de alimentarla y Dolores, que no quería ser menos, reclamó tentempié, piscolabis, comilona y refuerzo. Exhausto, Narváez, que ya quería darle a su cuerpo una pequeña porción de lo que le habían quitado, juró que la noche siguiente no lo encontraría en Estrasburgo o al menos en ese castillo. Y así, pensante y anémico, concilió el sueño, por más que las dos hembras intentaran durante horas resucitar a su compañero de toda la vida, –¡Ah, dadme una palanca y moveré el mundo!– a lengüetazos constantes y lamidas sin fin, incluso baboseándose e impulsándose ellas mismas sobre los restos de su masculinidad ultrajada, apenas larva o molusco desgarrado. En eso estando, medio satisfecho y medio avergonzado, escuchó una voz, que ya no supo si provenía del aguamanil persistente o de su hastiada conciencia.

–El mundo es mi tesoro. –dijo algo o alguien.

Lo último que vio antes de dormirse fue el negro agujero del goce y la desdicha, origen del cosmos, pero ya no supo a quién pertenecía e incluso intuyó, azorado, edípico, tebano, que era su propia madre quien le mostraba el camino ancestral del regreso a casa.

*****



[1] El original debió decir “lector”. Se trata de una mala trascripción, que se repite curiosamente a lo largo de este fragmento del manuscrito.

[2] Sic.

[3] “El coposesor y los mirlos son abominables”.

[4] Sic.

[5] Nuevamente, un error del copista. Debe entenderse “culto”.

[6] Sic.

[7] Sic.

[8] Este detalle hace quimérica la historia. ¿O acaso conocéis a alguien que haya encontrado lo que busca?