domingo, marzo 11, 2007

Capítulo XXII

LABERINTO

– ¿Quiere el Señoguito descansar?

– ¿No gusta el Ceñoíto hacer un alto?

– Sois un par de flojos. –dijo el Señorito– Seguidme. Es por aquí.

– Por aquí… por aquí… – repitió un eco.

– Aquí… aquí… – repitió otro.

Tomaron el camino –si se nos permite dar este nombre a las innumerables bifurcaciones de esa maraña de interminable selva entretejida– de la derecha y siguieron en fila, manteniendo los caballos al paso.

– Noch einmal…

– ¿Qué murmuras por ahí, Heinrich?

– Si el Señoguito no se molesta, le diré que llevamos todo el día dando vuelta en círculos.

– ¿No opinarás tú lo mismo, ‘ño Tomás?

– En absoluto, Ceñoíto. Yo creo que damos vuelta hace tres días.

– Pues no sois más que un par de flojos. Sigamos, es por aquí.

– Por aquí… por aquí… – repitió un eco.

– Aquí… aquí… – repitió otro.

Volvió a girar a la derecha y sus hercúleos sirvientes lo siguieron resignados. A la distancia, donde el camino volvía a bifurcarse, creyó distinguir una sombra. Montresor, que se espantaba ante cualquier alimaña –fuera tigre, toro o cucaracha– que no tuviera trazas equinas o humanas, dio la orden de hacer fuego. ‘Ño Tomás disparó el arcabuz pero la sombra remontó vuelo antes de que el negro diera en el blanco.

– ¡Idiota! ¡Has fallado! ¡¿Crees que me sobran la pólvora y las municiones?! –, dijo Montresor descargando tres golpes de fusta sobre el africano: – ¿Y tú, Heinrich? ¿Por qué no disparaste?

– Por no desperdiciar pólvora ni municiones, Señoguito.

– ¿Te estás burlando de mí, estúpido?

– Para nada, Señoguito. Me burlaba de ‘ño Tomás. Si no hubiera disparado, podríamos haber seguido al ave y encontrado el río.

– ¿Sabes que tienes razón? Pues entonces, toma. –, dijo Montresor descargando otro fustazo, pero no sobre el negro, sino en el lomo del germano.

– ¿Y yo qué he hecho?

– Me contradices. No quiero saber nada de ríos.

– Lo decía para dar de beber a los potros.

– Mientes. Queríais embarcarme.

– Nada más lejos de nuestras intenciones. – respondieron al unísono los dos Hércules.

– ¿Acaso creéis que tengo miedo?

– Para nada. –, respondieron ambos gigantes, que no podían olvidar las náuseas y ñañas del Señorito encerrado en el camarote durante la travesía por el Mar Océano, ni el triste espectáculo que diera abrazado al palo de mesana en el momento fatal del naufragio.

– Y sin embargo os he oído murmurar. ¿Creéis que si le temiera a algo me aventuraría por estos parajes? Pues sois unos flojos. Seguidme. Por aquí.

– Por aquí… por aquí… – repitió un eco.

– Aquí… aquí… – repitió otro.

– ¿Seguís murmurando, cobardes? ¿Qué decías, ‘ño Tomás?

– Hablábamos del tiempo, Ceñoíto.

– Di la verdad, Heinrich: ¿qué te decía tu secuaz?

– Pues la verdad es que ‘ño Tomás ha mentido por no contradecir al Señoguito, como echaría de ver el más energúmeno de todos los tarados

– ¿Cómo me has llamado, cretino?

– He dicho que Tomás es un negro mentiroso y energúmeno y tarado si cree que el Señoguito puede tragarse esa patraña de hablar del tiempo.

– ¿Es eso verdad, ‘ño Tomás?

– Pues ¿cómo puede suponer el Ceñoíto que hablemos del tiempo si en el medio de esta selva uno sabe que es de día cuando la noche se pone un poco más clarita? Lo que es el sol, hace tres días que no lo vemos. Lo que demuestra que hablaba del tiempo, que decía la verdad y que el único mentiroso, energúmeno y tarado ha de ser quien me tilde de mentiroso.

– Si no fuese porque no soy ni una cosa ni la otra, me atrevería a decir lo que sin duda ya debe haber pensado el Señoguito: que no hace tres, sino cuatro, que dejamos la orilla del río.

– Tienes razón, me he equivocado: cuatro días hace que dejamos el río, pero sólo tres que perdimos el rumbo.

– Pues ya basta, víboras: escupid vuestro veneno. Hablad ahora y callad para siempre.

– Conste que el Ceñoíto así lo ordena…

– Conste que el Señoguito así lo manda…

– Hablad.

– Adelante, ‘ño Tomás.

– Después de ti, Heinrich.

– Pues bien. El Señoguito sabe de mi amor y de mi devoción y etc; pero si en la próxima encrucijada vuelve a tomar el camino de la derecha, este humilde servidor aquí se queda y el que quiera seguir adelante, por muy Señoguito que sea, se puede ir a freír espárragos.

– Pues bien y de la misma manera: el Ceñoíto, que tan bien conoce del amor y de la devoción y del etcétera de este humilde servidor, podrá elegir el camino de la derecha si así lo desea, mas si sigue adelante, por muy Ceñoíto que sea, no hallará ni espárrago para freír ni quien se lo fría.

– Pues bien, sea: ya que sois un par de cobardes y flojos, por hoy aquí nos quedamos. Desmontad. Haced fuego y armadme la tienda –, dijo mientras pensaba para sus adentros que así como hay ciertas autoridades que intimidan también hay ciertas intimidades que autorizan y que la de él con sus sirvientes equilibraba el peso de la balanza, porque se las había arreglado para que dijeran a tiempo –aunque no sin cierta insolencia– lo que él mismo no se atrevía a reconocer: estaban perdidos, jodidamente perdidos, en el medio de la selva. Y pronto caería la noche por encima de las copas de los árboles.

– Cobardes, sois un par de flojos y cretinos. Si mañana perdemos el rumbo, será culpa vuestra. ‘Ño Tomás, tiéndeme la hamaca. Heinrich, ve si encuentras algo para comer.

Cómo podía ser, se decía mientras los hercúleos pajes le cocinaban y él reposaba en la hamaca y se tapaba los ojos para ahuyentar la visión de los murciélagos que revoloteaban entre la maraña de las ramas y las hojas de los árboles, que él, Simón de Montresor, vizconde de la Guarda y el Tajo, Caballero de la Orden de la Piedad, etc., que había arrostrado los peligros del Mar Océano, de un naufragio en el que casi pierde su vida, de un viaje sin caballos desde allí hasta Asunción y que se había abierto camino al Perú y que había vuelto a Asunción por el mismo camino, que nunca tuvo más brújula que sus instintos ni otro guía que sus escrúpulos, que en menos de un año[1] había estrangulado a tres caciques[2], cocinado en su propia salsa a seis hechiceros[3], castrado con su espada a cuarenta y ocho o cuarenta y nueve guerreros aborígenes[4], que había disparado a más de ciento cincuenta mujeres[5], que una sola vez había perdonado la vida a un muchacho indígena que le había caído en gracia pero al que no dejó de empalar[6], que había desorejado a una población completa sin distinguir entre indios, blancos, hombres, mujeres, niños ni ancianos, etc.[7], se hubiera podido perder en este culo del mundo.

Los dos titanes, que al verlo con los ojos cerrados creyeron que se hacía el dormido, hablaban con voz lo suficientemente baja para que los creyera murmurar pero lo suficientemente alta para que los oyera.

– Se echa de ver que el Ceñoíto es valiente.

– Si el Señoguito fuera un cobarde no dormiría tan tranquilo.

– Y si no es flojo no tendrá miedo de quedarse solo.

– Pues tienes razón. Vamos. La orilla no debe estar lejos.

– ¿Qué murmuráis, cabrones? Me habéis despertado.

Pues le comentaba a Heinrich lo valiente que es el Ceñoíto, que pudiendo haber elegido el camino más fácil por la orilla del río, ha elegido otro tan lleno de peligros como este que no lleva a ningún lado.

– Pues en verdad que hay que ser valiente como el Señoguito para seguirlo.

– Pues en verdad que hay que ser bobo como vosotros para no darse cuenta de que si me alejé del camino es porque me movía un motivo secreto, que no puedo revelaros.

– Nada más lejos de mis intenciones conocerlo; pero si el Ceñoíto acepta un consejo, le diré que cuando hay secreto que guardar no conviene pregonarlo a tiros contra las alimañas.

– Ni tampoco haciendo fuego en la noche. Vamos a apagarlo, ‘ño Tomás. Comeremos la carne cruda.

– Dejad eso ahí, estúpidos. ¿No veis que aquí nadie puede vernos ni oírnos?

– Pues eso lo explica todo: el Señoguito nos ha traído hasta aquí para contarnos el secreto.

– Pensaba hacerlo; pero hoy estáis tan fatales que me lo callo. Tendréis que adivinarlo.

– A menos que sea lo que se murmuraba en el Perú.

– ¿No dirás lo mismo que se comentaba en Asunción?

– Pues lo mismo.

– ¿Y qué se decía?

– Pero yo no lo creo.

– Ni yo tampoco.

– ¿Qué se decía?

– Se decía, Señoguito, lo cual no quiere decir que sea cierto…

– ¿Qué se decía de mí?

– Que el Ceñoíto…

– Que el Señoguito…

– ¡Decidlo de una vez, por el amor de Dios!

– …es un puto maricón y cobarde que le teme a las embarcaciones. –, dijeron al unísono los hercúleos sirvientes y se prepararon a recibir de rodillas los golpes de fusta que Montresor hecho una furia les fue propinando, mientras contenían la risa enmascarada en bobas expresiones de la más devota sumisión.

– Es lo que se decía, Ceñoíto.

– Y vosotros no hacéis más que repetirlo.

– Mas qué mejor, Señoguito, que se digan estas calumnias a que se sepa el verdadero secreto. Más que mejor.

– ¿No es el Ceñoíto un dechado de virtudes militares para que se ponga en duda su valentía? No hay que perder por eso los estribos.

– ¿No es el Señoguito un dechado de castidad eclesiástica para que se ponga en tela de juicio su hombría? No hay que perder por eso los hábitos.

– Déjelos el Ceñoíto hablar, que el secreto bien vale un obispado.

– ¿Cómo sabéis lo del obispado, fisgones?

– Del mismo modo que lo del capelo de cardenal, Señoguito.

– ¿También sabéis lo del cardenalato?

– ¿No había dicho el Ceñoíto que había sido nombrado obispo de un lugar que se encontraba a orillas del río?

¿No había dicho el Señoguito que allí nos dirigíamos con una misión secreta y que si todo iba viento en popa sería nombrado Cardenal de los Estados de Ultramar?

– Tal vez lo haya pensado en voz alta, mas nunca lo dije. Y a un lado y dadme de comer. Haced silencio, que quiero pensar.

– Has hecho enfadar al Ceñoíto equivocándote de nuevo, Heinrich, pues sólo ha dicho que si todo iba bien, que nada dijo del viento ni mucho menos de la popa.

– En eso tienes razón, ‘ño Tomás, pues de haber tenido viento en popa y haber ido por el río, ya tendríamos Obispo y Cardenal y quién te dice que no un Papa.

– Mas yo no veo cuál pueda ser ese secreto tan grande que lo haga alejarse del camino.

– Pues si no lo ves es porque eres un negro duro de entendederas, porque el más ignorante se daría cuenta de que no hay ningún secreto y que el Señoguito nos ha traído engañados.

– ¿Será que el Ceñoíto se quiere deshacer de nosotros ahora que es Obispo y Cardenal y etc.?

– Que se quiera deshacer de nosotros es probable, pero esas patrañas del obispado… Que con su pan se lo coma.

– ¿Seguís murmurando, cabrones?

– Nada dijimos, Señoguito: tal vez pensábamos en voz alta.

– ¿Y qué pensabais cretinos?

– Pensábamos que si el Ceñoíto no había ya más menester de nuestros servicios no tenía necesidad alguna de inventarse toda esa historia de obispados y cardenalatos para abandonarnos, con perdón sea dicho, en este culo del mundo. Pues bien, aquí os dejamos, Ceñoíto.

– Adiós, Señoguito. Ha sido un placer estar a vuestro servicio.

– ¿Adónde vais, imbéciles? ¿No me creéis? Pues me remito a las pruebas –, dijo y dándole las espaldas se bajó los calzones, como si quisiera dar a entender que su propio culo era el centro del laberinto al que los había arrastrado. Mas no les dio tiempo a los pícaros lacayos de arremeter una vez más con el asunto de Perú y de Asunción porque les estaba ya tendiendo un par de pliegos de papel que había sacado de entre sus calzas para que leyeran lo que apenas si podía leerse con el resplandor del fuego.

– Pues ¿qué significa esto, estúpidos?

– Todo cuanto puede ocurrírseme tiende a lo escatológico y lo inverosímil[8]. Si el Señoguito puede explicarse…

– Leed y enteraos.

– No puedo leer más que el lugar y las fechas, Señoguito.

– ¿Y qué os dice el lugar? Mirad la firma, mirad los sellos.

– ¿No quiere saber el Ceñoíto qué nos dicen las fechas?

– Pues veamos.

– Pues yo digo que bien puede ser que el Papa os haya nombrado Obispo hace un mes …

– Y yo digo que bien puede ser que se haya comprometido a daros el capelo de Cardenal la semana pasada…

– ¿Y entonces?

– Pues ¿cómo puede explicarse entonces que en tan poco tiempo hayan llegado a manos del Ceñoíto si Su Santidad fecha las órdenes en Roma?

– Eso mismo me pregunté yo al haber recibido en el Perú el primer nombramiento. Pero al llegar a Asunción ya no me quedaron dudas. El mismísimo Pablo III redactó y firmó ante mis propios ojos el segundo de los documentos en el que como podéis ver confirma mi episcopado y se compromete a nombrarme cardenal si llevo a cabo una misión secreta que también redactó y que he escondido en un lugar seguro.

– ¿Y el Señoguito ha visto al Papa en Asunción?

– Pues no: en Roma. ¿Qué ha sido eso?

– Tal vez algún animal, Ceñoíto.

– Ve a ver, Heinrich. Tú, ‘ño Tomás, te quedas conmigo. Cualquier alimaña que sea, disparad.

– ¿Y si es un hombre, Señoguito?

– Si es hombre, cazadlo; mas no le deis muerte: ese placer a mí me corresponde.

Pero Heinrich volvió sin hallar nada.

– Habrá sido el viento.

– Pues bien, ya sabéis parte del secreto; ahora dejadme dormir. –, dijo Montresor e ingresó en la tienda. – Despertadme al alba.

– Hay gato encerrado en todo esto. – dijo el negro.

– ¿Verdad que sí? – preguntó el alemán, pero callaron porque volvieron a sentir ruidos extraños.

– Es sólo el viento. Durmamos.

Pero no pudieron hacerlo a pierna suelta como el Señorito en la tienda, según hubieron de referir en las primeras horas de la mañana, ya prontos a reemprender el viaje.

– Pues no he podido darle alcance, Señoguito. Estaba oscuro.

– Tampoco yo he podido, Ceñoíto. Se nos perdió en la noche.

– ¿Por qué no disparasteis, estúpidos?

– Por no privar de ese placer al Señoguito.

– ¿Estáis seguros de que era un hombre?

– A no ser por el rabo y los cuernos, Ceñoíto.

– Pues debisteis tomar al toro por las astas.

– O al Diablo por la cola, Señoguito.

– No sois más que un par de flojos. Seguidme. Por aquí.

– Por aquí… por aquí… – repitió un eco a la izquierda.

– Aquí… aquí… – repitió otro a la derecha.

No habían dado siquiera un paso cuando vieron en el negro crepúsculo la fiera.

– ¡Fuego! –, ordenó Simón de Montresor, pero no se oyó detonación alguna, no sólo porque para sorpresa de los dos Hércules los arcabuces estaban descargados sino también porque la sombra los increpó a no disparar, dando un paso adelante y haciendo, por el mero efecto de la luz que entraba con insistencia por el hueco que se abría a la derecha, de los cuernos los picos de su sombrero y del rabo la rústica funda de su espada.

– ¿Quién sois, caballero? Vuestro nombre.

– ¿Estáis perdidos? ¿Necesitáis un guía? – preguntó la aparición sin responder y sin inmutarse.

– Vuestro nombre, caballero. –, insistió Montresor.

– ¿Lo preguntasteis en Asunción? – indagó el otro y fue suficiente para que a pesar de la penumbra el vizconde lo reconociera (con más luz, el lector ya lo hará en la próxima bifurcación)

– Pero si sois vos.

– El mismo. ¿Necesitáis un guía? Llevo el correo y conozco más de un atajo. Seguidme. –, dijo y desapareció por el camino de la derecha.

Por allí se introdujeron amo y lacayos y llegaron por fin a un claro en la espesura. Volvían a ver el sol después de cuatro días.

– ¿Adónde os dirigís? – les preguntó entonces el Mestizo, el mismo que, como recordará el lector, había acompañado a don Santiago de Narváez hasta las puertas del Averno.

*****



[1] Es dudoso.

[2] No se conoce la existencia de estos jefes vernáculos.

[3] No serían hechiceros sino cocineros.

[4] Capar no es fácil, ni siquiera a un gato. ¿Imagináis, además, a un hato de salvajes con sus piernas abiertas musitando “Ave, Montresor, morituri te salutant”?

[5] De ser así, habría exterminado a la raza y vuestra merced y sus amigos españoles se metían la conquista en el pompis.

[6] Entiéndase el infinitivo en sentido figurado.

[7] ¿Y lo que sigue, qué? Hipérboles y fanfarronadas.

[8] Inverosímil es el lenguaje de Heinrich, salvo que se haya visto alguna vez a un alemán bujarrón enseñorearse con nuestro macho castellano. Yo creo que el putón teutón dijo “problemático y febril” y el copista, dormido, hizo el resto.

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