martes, enero 23, 2007

Capítulo XVII

ASUNCIÓN

-No es más que una aldea.-murmuró el español.

Callejuelas pringosas, asnos mugrientos y envejecidos, la indiada asoleada y una vaga inscripción en tosca madera le anunciaron que había llegado a Asunción. El azar quiso que lo hiciera justo ese Jueves Santo de 15**.[1]

Qué hacía Santiago de Narváez en un mundo nuevo y alejado de las cortes europeas, es un enigma que en algún momento nos veremos obligados a resolver. Por el momento, bástenos con saber que, a pesar de su edad, el ibérico esbirro conservaba su potencia física y su inteligencia intactas, e incluso su virilidad juvenil apenas había decaído. El tiempo, -es redundante afirmarlo-, suele ser una sierpe cruel de los huesos humanos, pero Narváez, por bendición divina, por pacto diabólico o por mera fortuna, había logrado, al menos si no castrar a Cronos, darle un buen golpe en su bandullo como para dejarlo en los márgenes de su vida durante décadas. Esto explica que, mientras muchos de sus contemporáneos ya habían descendido a la huesa a parlamentar con los gusanos, él, exiguamente senil, aún estaba dispuesto a decidir el fin de sus días como le pluguiere. Pues vamos, mientras la sangre corra por las venas hay esperanzas de vencer a las Parcas, por más canas que uno lleve. Así lo creía Santiago de Narváez, y hemos de creer nosotros que su creencia, poliptote mediante, era más fuerte que el Credo.

Asunción no era entonces más que un poblado que había crecido lo suficiente como para pretenderse capital de protectorado, y cuyo destino estaba lejos de saberse completo cuando veía pasar, día tras día, los cargamentos de oro del Alto Perú -esa gigantesca ostra descubierta casi por fatalidad para gloria y fama de la corona castellana- en dirección a España.

La riqueza del Nuevo Mundo era la piedra filosofal de la economía europea, el elixir de larga vida que buscaban los aventureros, la piedra que es el camino, que es la piedra, que es la encrucijada, que es el sino de todos los discípulos de Hermes Trismegisto, hasta Paracelso y más allá. El oro, esa alfanje que ciega y siega, nunca encontró amantes más voluptuosos ni adoradores más idólatras que en las tierras de esta Atlántida inesperada, ni vasallaje más respetuoso que en la carne de los viajeros españoles.

Narváez había conocido la voluptuosidad de los duros y sin embargo –que me parta un rayo o me quede sin un maravedí– no estaba entre los indios y el pestífero clima de los ríos selváticos por riquezas. Tampoco estaba ya al servicio de nadie, muertos como yacían todos quienes habían sido sus señores. Su objeto, demasiado precioso para ser real, demasiado real para ser asequible, era una búsqueda, un ansiado aplazamiento del final, una última carta para vencer a los hados y obtener el goce solitario, velado y apetecido del ser en el tiempo, a lo largo del tiempo, perpetuamente, sub specie aeternitatis. Algo de magia había en su búsqueda, así como algo de tahúr en su mirada e incluso, sabiéndose soñado como todos, sabiéndose soplado por el viento y deleznable, no renunciaba a encontrar, en este recóndito rincón del orbe, el secreto reparador, el logos perdido ya en Europa, primer soplo de la creación, postrer suspiro de las divinidades de la tierra.

Pero basta ya de sandeces y contemos la historia.

Dispuesto a entregarse al devenir de las cosas, Narváez recibió una breve esquela que lo puso sobre la pista de aquello que conjeturaba perdido. La carta, escrita sin duda con dos plumas, la una nueva y de tinta negra, la otra gastada y azul, alternaba la letra gótica y la romana con la rapidez de quien está a dos pasos del pudridero. Decía así:

“Si entendéis el objeto de ésta, sois vos el elegido. Si no, arrasadme con las alabardas de vuestra ignorancia de inmediato. Debéis saber que hace dos años un joven español partió hacia América a bordo de una pequeña nave con escasos tripulantes. Ese joven, cuyo nombre es uno y es todos, fue víctima de un naufragio en las costas de ese mar dulce que se encuentra en la desembocadura del río salvaje. Desde entonces no ha habido noticias ni de él ni de nadie que lo sobreviviera. Sólo contamos con los restos de la embarcación para reconstruir la historia. Ellos, como lo hacen habitualmente, han renunciado a la búsqueda –o han comunicado que han renunciado– y lo dan por muerto. Y sin embargo yo, que ya no podré gozar de ningún hallazgo, a excepción de la vida eterna, he sido iluminado por Dios, para que a su vez os iluminara a vos. He visto en sueños al joven en compañía de una indígena, lo he visto con su caballo y sus armas, lo he visto en una extraña grieta en la tierra –mera fisura, agujero insondable o abismo– que oculta una ciudad. No me corresponde a mí juzgar si mis sueños son verosímiles o simples fantasmagorías; os corresponde a vos. Usad de éste, quizá el último vuelo de mi alma, como queráis. Sólo os pido una cosa: si el secreto se bifurca, aprovechadlo, agradecédmelo y destruidlo para siempre. Os daría más detalles si pudiera, pero este papel es demasiado estrecho y la aguja amenaza.”

Con presteza, Narváez indagó en su memoria y encontró o creyó encontrar al remitente misterioso. Y dado que no había tiempo que perder, se puso en camino, provisto tan sólo de sus vestimentas, su daga, un ejemplar toledano de la Vulgata, la Arithmetica de Diofanto de Alejandría, los Elementos de Euclides, un curioso retrato oval y una buena bolsa[2]. Río mediante, la travesía lo depositó cual náyade, después de trabajosos peregrinajes, en el patio de una supuesta venta[3].

Entrando en ella, que más parecía un almacén que una taberna y más una pobre tienda que un comercio, y más cualquier cosa que nada cuyo significado se expresara en nombres conocidos, se encontró con un extraño sujeto que sólo se presentó con una seña.

–Acompañadme.– balbuceó, con un acento extraño.

Narváez, que lo único que podía perder era su vida, (valor que no siempre es un fin en sí mismo, como pretenden algunos trasnochados tudescos), lo siguió hasta detrás de unas cortinas formadas con una madera rara, nueva, improbable, como tiras de papel que al entrechocar entre sí imitaran carillones de alguna abadía andrajosa venida a menos. El lugar era oscuro y olía a humedad, siempre y cuando el sensorio estuviera lo suficientemente atrofiado. Se adivinada en un rincón la sombra de una hembra semidesnuda y pelilarga, también húmeda y tal vez fétida, de aromas punzantes y tetas redondas, cuya mirada era difícil discernir, y aún si se lograra, interpretar desde una óptica cortesana.

–No os preocupéis por ella; es mi mujer.

No se preocupaba Narváez, sólo miraba. Aún había restos en su cuerpo de la virilidad pasada y a veces, normalmente por la mañana, experimentaba una erección complaciente, que le solía recordar que estaba vivo y le producía ganas de engendrar algún hijo en alguna matriz o meretriz, que para el caso es lo mismo, sin importar demasiado en cual. Engendrar un hijo, agregar un símbolo más a la infinita serie, ¿por qué no lo había hecho nunca a lo largo de estos años? ¿Cuál era el frenesí abortivo que lo había llevado a desechar la posibilidad de que un vástago, eventualmente bastardo, heredara su apellido, su sangre, su sífilis y parte de su memoria? No lo sabía aún, pero lo conjeturaba. La flor que nace es la flor que muere y la semilla es un modelo en pequeña escala de una tumba, pensó. Y además, con ella, con la única mujer con la que hubiera deseado parir un hijo, no se hubiera siquiera atrevido a proponérselo. Ella era todas, el inefable útero que protege y estrangula. Tantos olvidos y un sinnúmero de lugares comunes, falazmente arcádicos, le habrían provocado carcajadas capaces de vomitar hasta el último vestigio de la fertilidad. No, decididamente ella no era mujer para ser madre y, peor aún, Narváez, en su más profunda humanidad, no era hombre para dar vida a nadie, salvo a sí mismo.

Esperaba encontrar también chiquillos corriendo por la improvisada tienda, balbuceando en una lengua babélica palabras semejantes a papá o mamá. Y sin embargo sólo estaba la hembra mullida, roñosa, que mirada a su hombre con temor y ternura, con temblor y lubricidad.

–Seguramente buscáis al náufrago.

–Hay muchos náufragos hoy en día.

El diálogo lacónico secaba sus labios. El criollo –porque no cabía duda de que aquel hombre mestizo no podía ser español– adivinó su sedienta impaciencia y le acercó una botella de colores extraños.

–Bebed. Es el espíritu del Novus Mundus.

Narváez bebió. No era tiempo ni lugar de desconfianzas. El líquido verdoso, con un fuerte sabor a aguardiente, le quemó la garganta y supuso, en un principio, que si no era veneno tampoco era lo indicado para apagar su sed. El mestizo lo observaba con una sonrisa irónica, que parecía decirle “confiad y esperad”. Al cabo de un instante, sus entrañas parecieron congelarse y la sed, como una nube, como una lluvia pasajera de verano, como cualquier cursilería que se os ocurra, hypocrite lecteur, mon ami, mon frère, desapareció como por arte de magia. En ese mismo momento, el mestizo le acercó un extraño objeto de madera –parecía una raíz o un fruto cavado– que contenía una infusión amarga, que según todas las probabilidades debía absorberse por una ínfima caña que sobresalía de la superficie, como si fuera una canulilla.

–Los indios lo llaman mate. Probadlo.

Narváez probó. No era sabroso, pero no osó despreciarlo. Devolvió el objeto y vio cómo, para su asombro, la mujer lo tomaba en sus manos, lo volvía a llenar con agua y bebía del mismo lugar que lo había hecho él.

–Hay muchos náufragos, es cierto, pero pocos que hayan sobrevivido.

–Aun así, el número ha de ser grande.

–Pero no infinito.

No era hora de entrar en discusiones matemáticas, a pesar de que al español le entusiasmaban las doctrinas pitagóricas, en especial las exóticas cualidades del número veintiséis, que señalaba la fecha de su bautizo. No obstante, no encontraba la manera de ir al grano. Mientras la buscaba, el mestizo zanjó la cuestión con prontitud principesca y decisión salomónica.

–Buscáis al joven que, el 17 de junio de 1548, a bordo de una nave tripulada por unos pocos hombres y un caballo, naufragó en la entrada del río conocido como Jordán o Nuevo Jordán. Buscáis al infeliz que perdió todo contacto con España y que debía encontrar la respuesta al famoso acertijo que Otto Welser propusiera a un alto dignatario de la Iglesia Católica. Buscáis el eslabón que os falta para completar el secreto que podría brindaros la nueva vida a cambio del nuevo mundo. Buscáis la perdición de personas que desconocéis para salvaros.

–No es improbable que tengáis razón. –borgeó[4] Narváez.

–Es probable que la tenga. Pero si no confiáis en mí, nunca sabréis el final de esta historia.

–No tengo muchas alternativas.

–Juraría que no.

La mujer seguía bebiendo la extraña infusión y permanecía silenciosa. ¿Por qué estaba allí? ¿Cuál era su papel en esta representación absurda de su último fracaso? Era difícil saberlo e incluso adivinarlo.

–Puedo colaborar con vos. –sentenció el mestizo– Pero exijo que cumpláis con mis condiciones. Si lo hacéis, hallaréis lo que deseáis.

– ¿Y si no?

– Si no, el camino de vuestra vida quedará truncado en no más de diez minutos.

Por primera vez desde que comenzara la conversación, la mujer sonrió. O al menos así parecía haberlo hecho, ya que su carencia casi absoluta de dientes –un canino y alguna muela, vislumbró el español, al cabo que se preguntaba por las otras Grayas– no permitía asegurarlo con certeza. ¿De qué se reía? ¿Lo habrían envenenado? Recordó Narváez que, si bien ella también había probado el mate, sólo él había bebido el extraño licor.

–Tranquilizaos. –dijo el mestizo, que parecía leer sus pensamientos– No estáis envenenado. Tenemos otros métodos más expeditivos para quitaros la vida. Mi mujer no se ríe de vuestra futura desgracia, si es que la elegís, sino de vuestro.....miembro.

Recién entonces Narváez se dio cuenta de que, al igual que todas las mañanas, la contemplación constante de aquella hembra en tetas le había producido una fabulosa erección que se marcaba fuertemente en sus pantalones, de manera tal que su verga –pendón zahareño de adelantado- parecía un titán impetuoso deseoso de salir del vientre de Gea. La hilaridad de la mujer se había producido por su momentánea calentura, reflexionó con asombro Narváez. Pero más se asombró cuando la hembra se levantó de la banqueta en la que estaba y, acercándosele, comenzó a acariciarle el miembro y a buscar la manera de llevárselo a la boca. Se creyó perdido.

–Ahora no, preciosa –el concepto de belleza de estos mestizos, rumió Narváez, es excepcional–, el señor aún no conoce nuestras costumbres.

–Extrañas costumbres. –sugirió Narváez– ¿Acaso no es vuestra mujer?

–Sí, pero es libre. Nuestra moral no es la vuestra. Ella puede gozar de su cuerpo con quienquiera, para eso se lo dieron.

–¿Aún en vuestra presencia? –inquirió Narváez, más por decir algo para complacer la fugaz rebeldía ética de su huésped que porque le importaran un reverendo coño los usos y costumbres del susodicho coño de la Graya.

–Con quienquiera, cuandoquiera, dondequiera.

Mejor no discutir. La situación era tal que se volvía necesario dar una respuesta.

–¿Y entonces, sí o no?

–Me gustaría saber primero, caballero, cuáles son vuestras condiciones.

–No os las diré hasta que aceptéis. Tendréis que hacerlo a ojos cerrados o renunciar para siempre al futuro.

No era cuestión de dudar. Narváez, que durante tantos años había luchado contra los más astutos ardides del destino, contra las más perversas manipulaciones de las mentes criminales que habitaron el orbe y contra las hipérboles, se veía en la necesidad de resignarse a la mansedumbre de la aceptación o a la desolación de la derrota. Sopesó las ventajas. Sopesó la oportunidad. Sopesó su vida y el azaroso derrotero que lo había vomitado en estas tierras salvajes. Sopesó también la mirada socarrona de la hembra y el impulso fálico de su extremadamente madura adultez. Debía decidirse y dejarse arrastrar por la corriente de este nuevo río indiano, torrentoso y violento, ancho y virgen, salvaje y depredador.

–Supongamos que acepto...

–Nada de retórica, caballero. –interrumpió el mestizo– Sólo sí o no.

“Demasiado duro es el hueso, pensó Narváez, demasiado pétreo para embelesarlo con unas palabras. Nada pierdo con mentir.”

–Pues bien, acepto.

–Tomo vuestra palabra por testigo de vuestro espíritu. Ya no os podéis volver atrás. Bebed de esta copa.

El mestizo le acercó una pequeña vasija oscura que había estado sobre la precaria mesa de madera áspera desde que entrara en la habitación.

–Bebed, por favor. Sólo os quedan algunos instantes para hacerlo.

Narváez, perplejo, tomó el vaso y bebió. Ningún cambio se había operado en su organismo, ni antes ni después de sorber el amargo líquido.

–¿No dijisteis, acaso, que despreciabais el veneno?

–Nosotros también sabemos mentir, don Santiago de Narváez y Albuera.

–¿Y mentisteis antes o ahora?

–Siempre, como los cretenses. –afirmó el mestizo y soltó una carcajada que, de no haber sido por las enormes distancias que lo separaban de Europa, podría haberse escuchado incluso bajo la lobreguez acuosa de un ciprés umbrío, que, en ese mismo instante, cubría el sueño de un hombre cuya historia se verá irremediablemente mezclada en este asunto.

*****



[1] No se distingue la cifra. Evidentemente, la fecha debe estar comprendida entre 1536, año en que Juan de Ayolas estableció allí su fuerte, y 1555.

[2] La enumeración es incompleta. ¿O acaso creeríais que se dejó olvidado su Lulio en las faldas de la Duquesa de Ottingen? Por otra parte, ¿por qué el auctor oblitera el paso de Narváez por la colonia? Yo creo que aquí hay gato encerrado, perro muerto o chajá desplumado. Pero continuad leyendo y os iluminaréis.

[3] Miente y, peor aún, se regocija en el embuste como puerco en la mierda.

[4] Sic.

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