martes, noviembre 28, 2006

Capítulo XI

ORBIS TERTIVS

Era su propia figura la que desde la montura lo increpaba junto al soto.

–Yo soy el que soy–, dijo el reflejo.

Pero el viejo no se intimidó: no por nada había pasado años estudiando con esmerado desdén esas absurdas ideas tudescas acerca del Doppelgänger y de otros pobres diablos de esa calaña malparida. Tomó una cuerda y empezó a hacer extraños malabarismos semejantes a conjuros: sobre su cabeza giraba un círculo perfecto.

– Esto es mi pie; esto el tuyo; esto la soga. –, balbucieron al unísono viejo y reflejo, al tiempo que el anciano arrojaba la cuerda y enlazaba la sombra.

– Te tengo, puto.

– Pues entonces no me sueltes. –, profirió el espectro y tomó la forma de Simón de Montresor[1].

De un tirón, el viejo lo derribó del caballo y quiso atraerlo hacia sí; pero, a medida que jalaba de la soga, el desconocido fue sucesivamente Alejandro VI, una foca, el conde de *, Diego García, un jabalí, Esteban, fray Ezequiel, un león, la Inmaculada Concepción, Judas, un carpincho, Mahoma, María Magdalena, un ñandú, Narváez, Pablo El Diablo, una yarará, la prostituta de Babilonia, Vespucci, un surubí, hasta que dejó de arrastrarse y devino idéntico a su propio ser.

– Bravo, bravo, bravo…– dijo el viejo haciendo una reverencia: – ¡Celebro el progreso de tus dotes histriónicas! No en vano te auguré un día que serías un gran saltimbanqui. Aunque es una pena que todo haya acabado en mera tautología, porque ése era el final más previsible. Pero cuánto tiempo sin vernos, Plagiè: debí reconocerte en un principio.

– Sí, debiste haberlo hecho; pero te excusa el saber que no soy el único impostor en este mundo.

– ¿En este o en el otro?

– En todos, qué joder.

– Orbis tertius unum universum.

– Orbis tertius culus mundi.

– Mundus orbis tertii oraculum.

– Culus orbis tertius mundus.

– Orbis tertius ora et culus.

– Orbi mundi tertius culus.

– Unus mundus totus ab orto.

– Unus… quilibet… omnis…

– Sic putatur a culo.

– Sed cogitatur ab orto.

– Alii aliter opinabantur.[2]

– A qué tanto ingenio de juristas ni qué tanta agudeza de teólogos. No me invocaste para perder el tiempo intercambiando latinazgos. Dame el anillo y a otra cosa.

– ¿Dices que te he invocado?

– Hablábamos del anillo.

– Y de otra cosa.

– No mencioné otra cosa.

– ¿No dijiste acaso «Dame el anillo y a otra cosa»?

– No es más que un decir.

– Pues dale un nombre a la cosa.

– Tú ya sabes, Néstor.

– Sólo sé que no sé nada.

– Un viaje al otro mundo.

– ¿A cual?

– Al viejo.

– ¿Al de antes?

– Al de ahora.

– Eso es otra cosa.

– Pues dame el anillo y a otra cosa.

– Volvemos a empezar. Te olvidas de algo, Plagiè: mientras te tenga enlazado yo ordeno.

– Sea. Pero luego…

– Luego veremos. ¡A Roma!

– ¡A Roma! –, dijo entonces Cáceres y Plagiè y en un tris se vieron en la antesala de Pablo III. En esa parte del mundo ya era mediodía, pero el Papa recién acababa de levantarse y estaba de muy buen humor.[3]

……………………………………………………………………………..

Salió acompañado de Su Santidad. Ignacio de Loyola aguardaba con impaciencia. Un imperturbable suizo de la guardia sostenía sin esfuerzo a un mastín que también parecía esperar ansioso.

El Papa se le acercó y lo acarició con afecto.

– ¡Hermoso animal! ¿Os pertenece?

– Si os agrada, es vuestro. –dijo el anciano: – Óptimo, saluda a tu nuevo dueño.

Pero el mastín mostró sus dientes y comenzó a gruñir sin el menor decoro.

– Se ve que no quiere abandonarme. –, comentó el viejo como disculpa y, luego de tomar la cuerda con la que el guardia lo sostenía, se arrodilló ante el Farnesio y se retiró con el perro.

Apenas se había cerrado la puerta por la que acababan de ingresar el Sumo Pontífice y el de Loyola, el mastín dijo:

– Néstor traidor hideputa, dame el anillo y a otra cosa.

– Sabrás disculparme, Plagiè, pero me sentía sumamente obligado ante Su Santidad y como tú le caíste en gracia…

– Sabré disculparte también lo del suizo si volvemos al asunto del anillo.

– ¿Sabrás disculpar que además se me haya olvidado decirte que no lo llevo conmigo?

Por toda respuesta el perro se retorció en indescriptibles convulsiones hidrofóbicas que si bien parecían las de una horrenda agonía, terminaron por devolverle la forma original de don Óptimo de Cáceres y Plagiè.

– ¿Dónde está?

– ¿Tú qué crees?

– ¿Lo dejaste…? ¡Pues me las vas a pagar, Néstor!

– Regresemos.

– Tendrás que volver solo. Y puedes hacerme el amabilísimo favor de meterte el anillo en el culo.

– Escúchame bien, Plagiè –dijo el anciano tirando de la cuerda: – Sigues olvidando que estás en inferioridad de condiciones. Si quisiera, podría ordenarte que te convirtieses exclusivamente para mí en Helena de Troya. Pero no quiero abusarme. Sólo te invito a mi casa: allí beberemos una copa, brindaremos por los viejos tiempos y nos reiremos como dos buenos amigos. ¡En marcha!

– Sea. –, dijo Plagiè y en menos que canta un gallo volvieron al punto de partida.

– Dame el anillo y a otra cosa.

El viejo no respondió. Como el sol estaba en su cenit buscaron la sombra del soto.

– ¿Quieres beber una copa?

– Luego. Antes el anillo.

– Como prefieras. Camina adelante; yo te sigo.

Se internaron los dos en la espesura.

– ¿No podrías al menos librarme del lazo?

– Todo a su tiempo, Plagiè. Sigue adelante.

No había callado aún, cuando un fuerte tirón de la cuerda que casi lo derriba le dijo que Cáceres había caído en la trampa. Amarró la soga al tronco de un ceibo. En el otro extremo, Plagiè pendía enlazado al borde del precipicio. El anciano se le acercó cuanto pudo con un puñal en la mano.

– Sabrás disculparme, Plagiè; pero ya te había dicho que no lo tenía. Tú mismo te obstinaste y tejiste la red de tu propio engaño. Y como la pesca ha sido fructífera, me quedo con los peces gordos y devuelvo los chicos al río.

– ¡Por los viejos tiempos…! ¡Néstor, amigo mío, ¿qué te propones?!

– Oh, nada del otro mundo. Pero no puedo confiar en ti: sé que te debo una y no sé si podré pagarte. Que te sirva como adelanto saber que otro tiene lo que buscas. Mas ése es un secreto que no me pertenece. Y ahora, adiós. Voy a liberarte, porque me caes tan simpático que tengo miedo de encariñarme contigo. Una pena que no hayas aceptado la copa: era un buen vino. Ten cuidado: el precipicio es profundo. Procura iniciar el viaje antes de estrellarte contra el piso.

Y así diciendo, cortó con el puñal el lazo y precipitó a Plagiè en el abismo.

Al hondo silenció del mediodía sucedió el grito burlón de un ave que volaba al noreste, un alarido que más bien parecía un insulto ofendido.

El anciano se sonrió satisfecho y suspiró aliviado. Mientras, en lontananza, se perdían los graznidos como un eco ya inasible:

Orbis tertius culus mundi. ¡Chajá! ¡Chajá! ¡Chajá!

*****



[1] Vuestra merced pensará sin duda que se trata de un nombre falso, y pensará bien. De todos modos, volverá a aparecer en el manuscrito, para perplejidad vuestra y nuestra.

[2] Por razones obvias, no traducimos estas líneas.

[3] Hay dos hojas en blanco en el manuscrito.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Verdad es que debes tener una gran paciencia para aguantar semejante chorrada