sábado, noviembre 11, 2006

Capítulo IX

CÁCERES Y PLAGIÈ

El 14 de marzo de 1552[1] no sería un buen día para nadie, ni siquiera para el autor[2] de esta mezquina y enredada crónica. Podríais pensar que la frase que antecede suena rimbombante, pero veréis: después de muchos años de buscar y no encontrar, ya estaba hartándome de jugar a la gallina escondida. Las desavenencias con mis camaradas, esto es, con mis cómplices, habían llegado al máximo tolerable de paciencia. Se me había educado, desde niño, para hacerles honor a las virtudes cardinales y para tener inclinación a las teologales. Cierto es que una cosa es lo que a uno le enseñan y otra muy distinta lo que efectivamente se aprende. Y si no, interrogadme a mí, Óptimo de Cáceres y Plagiè, que en estas cuestiones tengo más que experiencia. Mas no es oportuno interrumpir una digresión con otra, lo que implica que he de continuar.

El lento transcurrir de los inviernos me había transformado en un ser desconfiado por naturaleza, medianamente vil, rencoroso y con una dosis considerable de envidia malsana –suponiendo que exista esa otra que llaman buena–, por lo que mi temprana instrucción de cristianísima esencia se fue diluyendo cual la sal en el agua, cual la lluvia en la tierra, cual la sangre en el cadáver, quiero decir que se esfumó. He aquí que tan pronto como mi infancia hubo llegado a su fin –y podéis creer que llegó rápido– miréme en el espejo y vime metamorfoseado en una bestia incontenible imbuida de deseos epicúreos e innobles, ciertamente perversos y diabólicos. Es probable que creáis que os cuento todo esto tan sólo con el afán de justificar mis acciones, pero haced a un lado vuestra anteojera religiosa, que alguna vez fue la mía, pues ya veréis que no es así. Nada más lejano para mí que la necesidad de ser comprendido ni el interés en ser escuchado. Mi único y consecuente placer es gozar con la perplejidad de mis prójimos, siempre ha sido así y no veo por qué habría de ser de otra manera. Al fin y al cabo, durante lustros he meditado sobre un nuevo lenguaje que imitara el balbucir incontinente de los niños, ese dadadududadipapácagá. ¡Ay de vosotros, los que buscáis el cáliz de la sabiduría como si del Santo Grial se tratara! Apenas lograríais vislumbrar mis intenciones si yo las esbozara directa y claramente, tal como se estila en cuanto escolástico tratado de materias inverosímiles e inútiles circula por el orbe. Valga por caso esa falsa retórica obtusa de los gramáticos y los poetastros que da de beber a Tántalo y destruye la rueda mítica. Pero no escribo para enseñaros, diantre. Escribo para que contempléis en mí el resultado –que jamás tocaréis– del camino a la fortuna que anheláis. (Recordad: didudadadudimamáchupá.) Escribo para que vosotros no manchéis con vuestras plumas insolentes el caro pergamino, tan difícil de amar como de odiar con la sutileza que se merece. Pues vamos, escribo para burlaros y burlarme, para daros una estocada y limpiar la punta de la espada enrojecida en los recodos de mi memoria, sábana de pliegues riquísimos que acumula los mayores encantos de más de una existencia propia, (aunque capitalmente ajena, a qué mentir).

Escribo porque se me da la gana y se me canta el ojo del culo, al que algunos denominan, con cierto manierismo americano, upite.

Cuando reconocí a la bestia en el espejo, cuando noté que mi rostro era un minotauro más de un laberinto indestructible, decidí dar comienzo a mi tarea. Eso implicaba, lo sabréis con certeza, puesto que sois medio filólogos, encontrar una Ariadna, un Teseo, un Dionisio y variar la trama de la historia. Eso liaba el sabor de los jóvenes atenienses con la acritud de la repetición, sin ser matado ni vencido, ni malvado ni probo, sin valores éticos ni héticos. El permanecer eterno, fiel, inalterable, en el remoto fondo de un secreto jardín, ciego por igual al cielo y al infierno, pero por igual afecto a Dios y a Lucifer. Cortar la encrucijada, dar por tierra con las bifurcaciones, omitir el azar y reducir el destino –mi destino– a un romance heroico declamado por mi propia voz.

La bestia en el espejo, mi propio yo, mi esencia, habría de ser un demiurgo capaz de amasar el barro y destruir la carne y de someter el aire, el fuego, la tierra y el agua. Una Elefantenkarawane. Y para ello, debía realizar de nuevo la casi totalidad de mi aprendizaje. Mejor dicho, debía aprender y no ser enseñado. Mejor dicho aún: debía sentar las posaderas y ponerme a leer hasta que se quedaran sin línea divisoria ni límite alguno que diera lugar a la ebullición de la mierda.

Fue entonces que lo conocí.

Ocurrió en el instante mismo en el que mi conciencia se vio iluminada por el abismo oscuro de la desesperación; quería gozar de todos los placeres, desde luego, pero ya lo sabéis, timor mortis conturbat me, lo que podríamos reformular como: vade retro, marica mors. Me preguntaba, cara a cara con el monstruo en el espejo (caravana de elefantes, mastodontes, paquidermos) si sería perpetuamente yo aún más allá de la muerte. La imagen especular me devolvía ojos en llamas y desesperanzas funestas. La lobreguez del vacío se apoderaba de mis pensamientos y, si bien apenas contaba con quince años, veía a los sepultureros cavar la fosa tras mis espaldas. No podía ser.

Lo conocí un 14 de marzo. (Esta fecha me marca, es una cruz sobre mi espalda, la impronta de los dioses.) Allí estaba, con su barba rojiza, sus pómulos salientes y las fauces de lobo. Parecía esperar a que me decidiera a llamarlo, a darle un nombre que sin duda le pertenecía, pero que yo desconocía por completo. Debéis saber cuán peligroso es dar nombres a las cosas, puesto que más allá de las mañas nominalistas y las negaciones eternas de la realidad de los signos, nadie puede escapar a la vorágine de usar siempre, eternamente, las palabras adánicas que danzan en la ancestral memoria.

Se me presentó desnudo, tal como lo imaginamos en los juegos infantiles, siniestro, demoníaco. No podía ser de otra manera. El espíritu de la perversidad es efectivamente vil y hubiera sido ingenuo de mi parte esperar que me deslumbrara de belleza. Es cierto que los hombres cultos suelen ser amigos de la paradoja, pero yo me había curado de espanto hacía rato, al menos desde que me decidiera a abandonar la fe de mis padres. Y en cualquier caso, ¿para qué buscarlo? Sólo buscamos cosas perdidas, esto es casi normal, sólo buscamos lo que hemos poseído y olvidado y nadie que no haya sido partícipe de la maldad puede entregarse a ella. Por eso no me preocupa que me encuentren; no me oculto, simplemente me aíslo del mundo para pensar mejor. Nunca ha sido fácil el oficio de nigromante, menos aún en mi caso, poseyendo un secreto anhelado por algunos poderosos. Las pálidas mañanas de Estraburgo me convencen, no obstante, de que mi decisión ha sido acertada. El tenue sol y sus recíprocas estrellas completan el ciclo de mi existencia y mi rutina. ¿Qué podéis hacerme? ¿Qué podéis obligarme a hacer? No guardo mi secreto por mandato ni por juramento. No lo guardo ni por egoísmo ni por honra. Incluso podréis pensar, si queréis, que lo conservo por brutalidad. Nada quiero para mí, nada pido. Podría ocurrir que viniera el rey mismo a solicitarme, podría arrodillarse ante mí y llorar y yo sólo diría “Majestad, perdéis vuestro valioso tiempo. Llamad a vuestros verdugos, torturadme, pero mi boca y mi cuerpo entero están sellados.” Vosotros pensaréis que me vanaglorio de mi silencio con una inconsecuente verborrea, pero vuestras conjeturas me tienen sin cuidado. Sucede que me resigno a mí mismo. A lo único que me veo constreñido es a escribir, a tomar la pluma cada día y combinar los pocos signos que conducen al infinito. (Verbigracia: dadadidadadacogéputá.) Es una necesidad vital, una forma de establecer un puente entre mi mente y las que vendrán una jornada a recoger la historia de mi vida. De esta manera engendro mi hijo, como si recogiera conchas en el mar –si se me permite la metáfora–, ya que me está prohibido hacerlo de otra.

Comencé haciendo versos –es cierto y lo confieso–, versos sinceros y por ende malísimos, como todo el mundo. Intentaba verter al castellano esa forma tan bella y veloz de los tercetos. Pero me quedé a mitad de camino y me di cuenta de que la confusión babélica destruyó –quizá de manera irreversible– la posibilidad de traducir las eufonías. Me aburro. Es algo que me pasa desde joven. Cuando no hay acción, me irrito. Demasiado acostumbrado estaba a la espada como para contentarme con las estocadas de mi pluma y sus ficticias heridas de papel. Eso sí lo extraño. Las espadas, los duelos motivados por el absurdo, el viril entrechocar del acero a campo abierto. Podría, si quisiera, volver al ruedo. Siempre fui un buen espadachín y mejor esgrimista. Pero debería inventar los motivos, y ya estoy cansado. No es para siempre la juventud, por más pócimas que uno tome o elixir que conozca.

No hablé mucho con él, sin embargo fue suficiente. Teníamos una pasión por lo absoluto y proyectamos nuestros deseos en la esfera celeste y en los mundos subterráneos, simulando en nuestra inconciencia o nuestra ignorancia que existía un más allá en el cual había al menos dos seres que contaban con el don de la omnisciencia. Pero estábamos en un error. Aún lo estamos. Todos son fragmentos de saber, parcelas del conocimiento original, apenas sabiduría apocada. Todas las historias son citas veladas y alusiones encubiertas. Ahora et in illo tempore. También ésta, claro. Ni siquiera Dios posee la totalidad de los antaños, de los espacios, de las cosas y sus relaciones. Dios –debo decíroslo– no es filósofo. Tampoco el diablo. Por eso, si me preguntáis un nombre, diré un pronombre. Y si me pedís la vida, os daré la muerte. C’est tout, Boooloú[3].

*****



[1] Cf. Nota 2.

[2] Esta aseveración, del mismo modo que el capítulo íntegro, ha sido objeto de las más disparatadas y contradictorias conclusiones, desde considerar la existencia de dos autores hasta negar la autoría de Ezequiel de la Cruz o pensar el capítulo apócrifo. Sin embargo, basta echar una simple mirada a la caligrafía del manuscrito para echar por tierra cualquiera de las hipótesis. Ahora bien, argüir a partir de esto que toda la obra es apócrifa es una postura tan ingenua como la de negar la autoría del fraile por esconderse en el libro bajo la máscara de la tercera persona: hasta el farsante menos entrenado sabe que es más fácil cambiar de pronombre que de nombre.

Por otra parte, el carácter proteico del manuscrito no es sino una ficticia conjetura más de la siempre indiscutible autoridad, por cierto (aunque no por eso de alguien menos impostor), de un bibliotecario corto de vista que se ha perdido en el laberinto de las palabras como si amonedara sueños en el revés de los espejos.

[3] No es improbable que este extraño vocablo sea de origen provenzal, si bien no lo hemos corroborado. Su significado aproximado es “sujeto que lleva abalorios o bolitas de peso excesivo para su jubón, cota o mera vestidura.” Desconocemos el sentido que pudiera tener en este contexto.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Inquietante capítulo. El carácter confesional invita a la reflexión e inevitablemente despierta la curiosidad del lector.