martes, octubre 24, 2006

Capítulo V

EL ANCIANO[1]

Boca arriba, la respiración ya calma pero los miembros inertes y laxos, sin fuerzas, los ojos abiertos hasta el agotamiento y fijos en el lentísimo curso de los astros por la serena noche estival para luchar contra el atolondramiento que amenazaba llevárselo al otro mundo, oyó la voz del florentino que se imponía al rumor de las aguas del Guadalquivir:

Tranquilízate, no es más que una borrachera.

Recordaba que se había sentido mal y que había salido a tomar aire; ya había comenzado a sentirse extraño en la posada mientras se burlaba de la chica que le decía la suerte y que luego se había ido con Francisco, pero las ideas giraban confusas en su mente y ya no recordó ni sintió nada más.

Cuando volvió a abrir los ojos yacía en una cama en una habitación desconocida. Acababan de sangrarlo y su cuerpo seguía sin poder realizar el menor movimiento: lo que parecía moverse era la habitación misma. Un extraño le dio a beber una cucharada de un líquido almibarado y volvió a caer en la inconsciencia.

Otra vez, una leve molestia aunque sin dolor volvió a despertarlo con la sensación de que lo estaban sometiendo a una práctica sodomita. Estaba tendido boca abajo en la misma cama y creyó reconocer al florentino que le preguntaba:

– ¿Dónde está el anillo?

– Debería llevarlo puesto. ¿No está en mi mano? Ni siquiera puedo mover los dedos… Dime qué pasa. ¿Voy a morir? No dejes que vuelvan a sangrarme. –, dijo o creyó decir, pero volvió a desmayarse acunado por el mismo mareo.

Las otras pocas veces que volvió a abrir los ojos en esa misma habitación, incluso en algún pequeño rapto de lucidez volvió a tener la sensación de que su cuerpo impedido se mecía al ritmo vertiginoso del cielo raso y las paredes, pero la última vez que los abrió ya había perdido la cuenta del tiempo que llevaba así y se encontró ante un cielo nuevo y desconocido boca arriba sobre el lecho fangoso de un río en una tierra no menos ignota.

Más o menos así reconstruía nuestro héroe durante los primeros días de su convalecencia los retazos de la desmembrada explicación de cómo había llegado al Nuevo Mundo el anciano, que haciéndole compañía al sol en su primera salida al aire libre, echaba humo por su nariz y su boca luego de aspirarlo por el tubo de una caña de tacuara de una cazoleta de barro cocido a la que estaba unido y en la que ardía un puñado de hierba encendida al rojo vivo, y le ofrecía el instrumento para que también fumara:

– No temáis, no es opio. Ya suficiente he tenido con el opio en mi vida. Había láudano en el vino y esa fue la medicina que usaron para embarcarme y dejarme olvidado en este mundo. Una dosis muy concentrada. Tendría que haberme dado cuenta, porque yo ya lo había conocido…

Y el viejo comenzaba a recordar anécdotas inconexas de su viaje a Oriente, pero nuestro héroe no le prestaba demasiada atención, porque tenía la impresión de haber leído ya eso en la obra de Marco Polo, cuya edición latina le había regalado Monseñor cuando niño para que mejorara sus estudios de gramática y a la que recordaba con rencor porque, como el conde decía que la había escrito “un muy grande amigo” suyo, fue a causa de este mismo libro que comenzó a darse cuenta de que el obispo también faltaba a veces al octavo mandamiento.

Y sin embargo el viejo estaba mayormente en silencio y era muy poco lo que hablaba; la muchacha, que lo acompañaba a todas partes y que para asombro del joven convaleciente había aprendido a hablar en tan poco tiempo con locuacidad prodigiosa la lengua española y tal vez por eso había dejado de llamarlo Mijubom–, era quien a veces explicaba o concluía sus frases incongruentes.

– Vos me sabréis disculpar, jovencito; –se excusaba él mismo– pero siento que de a poco voy perdiendo la memoria. La muerte se acerca y, sin embargo, vuestra llegada me ha traído cierta esperanza…

Y no obstante, durante la noche, mientras lo sacaba a mostrarle las estrellas para que aprendiera a orientarse, a veces se entregaba a largas explicaciones sobre su teoría heliocéntrica y hablaba de la oblicuidad del eje terrestre y de las elipses de la órbita de los planetas y de otra serie de disparates con los que aburría a nuestro héroe, que habría preferido quedarse a solas con la muchacha pero que sin embargo lo escuchaba con atención, por no dejarse llevar, tentado como estaba, y armar una pequeña Nueva Troya en este Nuevo Mundo haciendo al viejo lo que Paris le había hecho a Menelao.

Incluso una noche de agosto, después de una cena frugal y al tibio resplandor de unos rescoldos, habló cerca de dos horas consecutivas, con la mirada extraviada y la pipa apagada entre los dedos de la mano: «Para la época que voy a referiros, no hacía tres días que me hallaba de paso en París con domicilio eventual en la rue Saint–Honoré, donde pasaba en limpio las notas de mi último viaje. Volvía de Inglaterra. Había llegado hasta el norte de Escocia, no tanto por curiosidad geográfica como astronómica –en otra ocasión os hablaré de mis hallazgos–, y apenas si hacía diez días que había desembarcado en Calais, cuando en mi casa de París recibí carta de un amigo, en ese tiempo al servicio de Lorenzo el Magnífico, fechada en Florencia un mes atrás.

«Como una vez había tenido la idea poco cortés de no asistir a una cena íntima –siendo el principal y único invitado y con todos los honores– en casa de Rodrigo Borja y como, habiendo reventado cinco caballos esa misma noche por ganar el mar para embarcarme a Marsella y perderme en Francia, me había jurado no volver a poner un pie en toda Italia mientras hubiera un Alejandro VI en Roma, fue una gran alegría para mí enterarme de que mi amigo estaría en Sevilla a fines de junio y de que, como agregaba lacónicamente, hubiera novedades.

«Estábamos a principios de mayo y me dije que podía aún dedicar una semana de paciencia a trazar en escala algunas de mis observaciones y así, con unos pocos borradores imprescindibles, aligerar el viaje de algunas fórmulas y silogismos tan pesados que por eso he procurado llevar siempre en la memoria. No me faltó el tiempo, tampoco, para escribir a mi amigo Francisco y enterarlo de la cita con Vespucci (así se llamaba el de Florencia entonces), pensando que por poco que pudieran interesarle las novedades que vinieran de Italia, no iba a dejar escapar la ocasión de dar un fuerte abrazo a dos viejos amigos. Sin embargo, a último momento decidí no enviar la carta y dar una sorpresa a Francisco con una visita inesperada, como al acaso y de pasada por Valladolid de camino a Sevilla, a donde intentaría arrastrarlo con alguna excusa tentadora.

«Puse en orden mis papeles y mis libros con la ritual parsimonia indecisa de cada elección. Los estudios a los que estaba abocado me recomendaban la Historia Natural, pero como Plinio era ya un viejo compañero de viaje y los pasajes que más me interesaban los había aprendido casi de memoria –ahora mismo creo recordarlos incluso y os los recitaría palabra por palabra si estuviese seguro de no haberlos ido corrigiendo con las conclusiones de estos últimos años–, opté por Marco Polo para distraerme reviviendo en su libro lo poco que había visto en el Oriente –creo que ya os he hablado de estas maravillas.

«Bien, para abreviar os diré que en Valladolid no necesité de subterfugios con Francisco, pues al saber que estaba de paso y que volvería a partir a la noche, él mismo se ofreció (“Si no te estorbo”, me dijo) a acompañarme a Sevilla:

«– Su Majestad me ha concedido una licencia y, como estoy pensando en tomar los hábitos, la voy a aprovechar para irme despidiendo de la buena vida.

«En el trayecto, apenas si dos o tres veces mi amigo mencionara al otro, pero o bien yo le mostraba una puesta de sol, o bien a Júpiter que entraba en Acuario, o la media vuelta de la Osa Mayor y le explicaba la sutil diferencia entre lo que puede verse hacia el norte en España y lo que se llega a ver en Escocia o en Dinamarca –¿sabíais, caballero, que al sur de estas tierras las noches en invierno son tan largas como al norte de Europa?

«Una mañana a fines de junio llegábamos a Sevilla y me dirigí a la posada que mi amigo mencionaba en la carta:

“…búscame en La Mora Gitana y pregunta al posadero por don Diego García (soy español y entiendo algo de portugués: ciertas novedades que no creo conveniente poner por escrito me obligan a mantener el incógnito y mudar una vez más de nombre y de patria)…”[2]

«La Mora Gitana estaba en las afueras, a orillas del río. No necesité preguntar al posadero, porque encontré a mi amigo sentado en una mesa, leyendo y haciendo anotaciones en un libro.

«– ¡Dichosos son los ojos que te ven, mi amado don Diego! –, dije histriónicamente para que los pocos parroquianos me oyeran y nos dimos un largo abrazo.

«Francisco se sorprendió realmente al verlo. También Vespucci, pero no me dio la impresión de que se alegrara demasiado.

«– Así que don Diego…

«– Aquí me tienes.

«– ¿Y qué es de la vida de micer Rustichello?

«– ¿No lo sabías? Hace años que ha muerto

«– ¡Cuánto lo siento! ¿Qué sabes de Vespucci?

«– Andará por ahí, navegando.

«– Ah, mi querido don Diego, ¡cuánto tiempo sin verte!

«El abrazo no fue muy entusiasta.

«–Pero sentaos… Maese Luis, poned a calentar el horno que han llegado mis amigos.

«Después de comer, mientras descorchábamos la tercera botella de un vino de Anjou que maese Luis añejaba en su bodega, puse mis papeles sobre la mesa e intenté llevar la conversación hacia el punto que me interesaba. Pero Francisco insistió en que hacía mucho tiempo que no estábamos juntos los tres y, como uno más dos más tres eran seis y si hubiésemos sido cuatro –el recuerdo de Ezequiel y la diáspora pasaron por la mesa como la octava plaga de Egipto –habríamos sumado diez, proponía brindar por Pitágoras y dejar el trabajo para más tarde.

«En el sopor del vino y de la siesta, preguntó:

«– ¿Y qué tal el Nuevo Mundo, don Diego?

«Éste lo miró como si no entendiera y me miró de reojo. Lo conocía muy bien para no dejar de leer en su mirada, que había perdido por un instante el brillo, cierta turbación ausente en su calma exterior.

«– Has ido solo. Te creía en Italia. Siempre te creí en Florencia.

«– Te pedí que vinieras para hablarte de eso. –dijo (y estaba mintiendo)– Deja que navegue el florentino y bebe a la salud de don Diego. Más tarde tendrás la ocasión de comprender. ¡Salud! Por los viejos tiempos.

«Chocamos nuestras copas y seguimos bebiendo alegres hasta la caída del sol –esto es un decir: ya creo haberos demostrado que el sol no cae en ningún lado.

«La posada había ido quedando desierta y se había ido poblando de esas sombras que sólo se recortan en los crepúsculos estivales a orillas del Guadalquivir. Francisco estaba intentando encender una bujía que maese Luis nos había arrimado a la mesa, cuando sin que la viésemos entrar se nos acercó una muchacha que olía a mirra e incienso con un ligero vestido de muchos colores y largos cabellos sin recoger que caían en ondas castañas sobre sus hombros bronceados.

«– ¿Queréis saber vuestra suerte?

«La llama de la vela flameaba doble en sus ojos negros y rasgados e incendiaba el oro de las inmensas argollas que pendían de sus pequeñas orejas.

«– Vade retro, bruja impía; ¡aléjate! – la conjuró el florentino, pero la joven insistía concentrando toda su gracia en una sonrisa desdeñosa.

«– No nos molestes. ¡Via! –, volvió a decir, dándole la espalda y embozándose en la capa.

«– Dime a mí si he de tener suerte contigo, preciosa. –, le dijo entonces Francisco tomándola de la cintura e invitándola a sentarse.

«– Bendita sea tu hospitalidad, mi príncipe. –, dijo la muchacha, dejándose caer con una insolencia encantadora sobre las rodillas de mi amigo. – Y no maldigo a tu compañero porque ya está maldito. Cuídate de él. Y tú también. –, me dijo a mí, atravesándome con sus ojos oscuros y profundos. – ¿Qué lees? ¿El cielo? ¿La tierra? Yo leo en las miradas. ¿Quieres saber qué dice la tuya?

«Bajé la vista con timidez sobre mis garabatos, pero la joven me tomó con suavidad de la mano y pareció leer en ella:

«– Cuenta hasta diez y estarás perdido.

«Le clavé una mirada incrédula. Como nadie decía ni hacía nada, comencé a contar en voz alta. La joven me dejaba hacer, devolviéndome la burla en el espejo rasgado de sus ojos.

«– ¡Diez! –, proferí al fin con una risotada que sólo secundó Francisco.

«– Tendrás que aprender a contar.

«– Olvídate de él y dime la suerte a mí, que te he invitado a la mesa.

«– No temas a los hombres.

«– Confío en mis brazos

«– Te perderá una mujer

«– Todas me pierden. Tú sobre todo. Di cuándo y cómo.

«– Ya he dicho cómo, mas callo cuándo

«– Pues no lo sabes.

«– Has de morir…

«– ¿Tú crees?

«– …el mismo día que tu amigo el que no sabe contar.

«– Pues enséñale tú, que todo lo sabes.

«– Ya se empeñará en aprender

«– Soy duro de entendederas. –, le dije

«La muchacha me volvió a tomar la mano y me clavó los ojos. Esta vez le sostuve la mirada.

«–Pues suma uno y será uno lo que restas.

«Miré mis dibujos y mis notas con una superstición insólita: quizá ahí estuviera la clave.

«– Multiplica diez veces uno y te habrás dividido en diez partes

«– ¿En diez partes iguales? –, preguntó entonces Vespucci que hasta entonces se había mantenido al margen.

«Pero nadie se rió.

«La muchacha, que seguía impasible, respondió provocativa:

«– No. La más pequeña será la más grande.

«A una seña de Vespucci, maese Luis se arrimó a la mesa:

«– Hablas demasiado, doña Casandra, –dijo– y los caballeros tienen cosas importantes que decirse.

«– Si ya me estaba yendo.

«– Espera… ¿No serás tú la que me pierda?

«– Te pierda quien te pierda, ya habrá otra que te salve.

«– ¿Me llevas contigo?

«La muchacha salió y Francisco la siguió a ver si se salvaba o se perdía. Yo lo perdí para siempre, pues no volví a verlo.»

El anciano calló y se quedó dormido: hablar tanto lo había agotado demasiado. La muchacha le quito la pipa de las manos y el joven, luego de ayudarla a meterlo en su lecho, se retiró a su habitación. La muchacha se había acostado junto al anciano, velando. No estaba muerto, pero tampoco parecía quedarle mucho tiempo de vida.

*****



[1] Considero más adecuada esta forma para antiquus que su parónimo español más cercano puesto que, por bien que pueda reflejarlo, muy mal puede traducirlo. En el original, el adjetivo es usado indistintamente como nombre pero aparecen también aunque con menos frecuencia formas como senex y vetus. De todos modos, creo pertinente recordar a vuestra merced que no sólo en el título sino también a lo largo de los doce cantos de la epopeya mencionada, “El Antiguo” es siempre el epíteto de Néstor y jamás “El Viejo” o “El Anciano”. Por lo demás, ninguno de los episodios que el capítulo refiere tiene lugar en el canto épico.

[2] El texto original decía en un inglés rudimentario: “…thou art supposed to go to La Mora Gitana –thou wilt find it just riding on the right side down the river– and question the inner an if don Diego García is there (I am but a Spanish gentleman and mumble many Portuguese expressions: this sort of being–born–once–again alibi I do take for a warrant to keep as a treasure certain curious news that, whilst my right hand fears to put in words, will be poured in thine ears by thy coming to meet me)…” Quizá se pregunte vuestra merced qué designios se velan detrás de las palabras bárbaras y se distraiga de la mascarada a que se da inicio con este cambio de nombres. Pues seguid leyendo que, cuando ya lo hubiereis olvidado, os iluminaréis.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Interesante. Hacer comentarios acerca de las influencias me parece ocioso. Siento, eso sí, cierta curiosidad por saber quién escribre qué. Se nota levemente un cambio de estilo, hay uno más poético que otro ¿Quién es quién?

Anónimo dijo...

No hay dos autores, a no ser que se parta del presupuesto (falso) de que Fray Ezequiel dice la verdad. El verdadero y único narrador de Orbis Tertivs es Hermenegildo de Altmann-Jurisich, vizconde del Tajo.

Anónimo dijo...

Joder, tío. A mi no me la contáis. ¿quién ha visto en el Tajo apellidos tan poco castizos? A esto le siento yo un tufillo que bueno bueno: la cosa viene de cachondeo.

Anónimo dijo...

Puede ser que lo poético se lo adjudiquemos a ALTMANN, y lo más académico a JURISICH........ o estaré equivocada?

Anónimo dijo...

Joder, Pura concha, que tú tienes razón,estos apellidos de castizos no tienen nada,¿serán judios estos tíos?

Anónimo dijo...

corrijo un error de tipeo, soy una chica ALMODOVAR, NO ALVODOVAR, JODER TÍOS.....