viernes, octubre 20, 2006

Capítulo II

ENCUENTRO

Después de un largo e interminable esfuerzo, comenzó a emerger de ese letargo en el que creía estar sumiéndose y que se lo iba tragando como un pantano en el que hubiese caído de espaldas y cuya materia extraña lo mantuviera perversamente a flote, permitiéndole respirar en el reflujo tan sólo por la boca, ya negada a perder con la última palabra el último suspiro. La vaga intuición de un peligro desconocido e inminente le entorpecía la voluntad: debía despertar sin que su cuerpo insinuara el más ínfimo movimiento, paulatinamente, sin abrir los ojos siquiera.

–No es miedo; –se dijo– sino prudencia.[1] –, mientras iba descubriendo poco a poco que yacía boca arriba –la cabeza levemente inclinada hacia la izquierda, la boca y las aletas de la nariz resecas– sepultado hasta el cuello en una sustancia que para sólida era poco compacta y para líquida demasiado seca y que, sin embargo, lo ayudaba a conservar una temperatura constante, tibia y agradable. Al mismo tiempo, un murmullo lejano y apagado de aguas a su derecha, el canto esporádico de las aves, un resplandor del otro lado de los párpados y un calor que no quemaba sobre el rostro, lo llevaron a esbozar la siguiente conjetura: «Me ha arrastrado el agua o he nadado hasta la orilla; el viento, algo o alguien, tal vez yo mismo, me habrá cubierto con arena; quizás haya bajado la marea. ¡Loado sea Nuestro Señor Jesucristo, no he muerto! Gracias, Señor Todopoderoso, por el sol de este nuevo día.» No se persignó, sin embargo. Temía o, mejor dicho, tenía aún la prudencia de no moverse: había un crepitar extraño y suave a la derecha hacia sus pies, hacia el mismo lado en el que intuía esa presencia indefinible.

Fue abriendo sus ojos muy lentamente: lo primero que abarcó su visión fue el horizonte, con un sol que parecía brotar de la tierra y unas nubes escuálidas que atravesaban el cielo incendiado detrás de una maraña de árboles desnudos. Aún no amanecía y sin embargo, creía haber dormido una eternidad. Aunque un humo no demasiado espeso –era eso lo que le secaba la garganta– y la obstinación de estarse quieto le impidieron ver más, no por eso dejó de comprender que no había playa, que se hallaba en una concavidad abovedada –choza o caverna– que se cerraba precisamente hacia el lado que no había podido abarcar con la primera mirada. Forzó sus ojos un poco más a la derecha, hacia el crepitar, hacia el resplandor, hacia el calor, hacia donde había intuido la presencia inefable que entonces tomó cuerpo fugazmente: delante del fuego que avivaba con ramitas y hojas secas, se recortaba una figura humana, arrodillada o en cuclillas, dándole la espalda y con el torso desnudo.

Volvió a cerrar los ojos.

–No es más que un niño, pensó al reconstruir la imagen mentalmente tal vez un muchacho apenas. –, y así, bajo el efecto tranquilizador de este descubrimiento, se dispuso a razonar más fríamente, cuando una idea súbita se apoderó siniestramente de él: estaba en un horno y lo iban a asar vivo.

La mano adiestrada en los peligros buscó inútilmente en su cintura para terminar de confirmar sus sospechas al advertir no sólo que no tenía su espada –era lo más previsible– sino también que estaba cubierto por un manto de hojas secas amontonadas sobre su cuerpo untado con grasa o aceite y –¡horror inesperado!– completamente desnudo.

Tras el brusco movimiento en la hojarasca, la enigmática criatura se volvió para mirarlo y reveló así, en la salvaje inocencia de su cuerpo, una fascinante semejanza con la de las ninfas que Pan perseguía en los grabados de una edición en latín de las Metamorfosis de la biblioteca de Monseñor el obispo, conde de * , que tantas veces había leído a escondidas, mientras su protector montaba a caballo con su institutriz y le mostraba sus tierras, o con las formas que sólo había conocido en óleo o en mármol de visita en Roma con el conde, pero que había adivinado hasta agotar su imaginación detrás de los vestidos, miriñaques y corpiños de María, cuando iban a refrescarse al Tajo en las tardes de agosto, o cuando, a pesar de la celosa vigilancia de Monseñor, atendía sus caprichos acompañándolo a sus habitaciones con la bujía encendida y le leía las églogas en romance que tan buen recibimiento tenían en esos tiempos en la corte.

También él desnudo como el fauno de los grabados, comenzaba a experimentar ahora el miedo que jamás había conocido (salvo, quizás, en sueños) en los veinte años de su existencia. Sin ropas, tal cual Dios lo había traído al mundo, estaba paralizado como un cobarde ante la presencia de esta Circe adolescente que se le acercaba murmurando sonidos que aunque ininteligibles no carecían de una cadencia armónica y suave, casi dulce, que lo hechizaban contra su voluntad. Llevó su mano al pecho y al comprobar confundido que aún lo conservaba, se aferró al crucifijo que sin ser escudo, bien podía ser espada de su desnudez. Pero la joven se aproximó al lecho de hojas secas que lo cubría, y luego de acariciarle la frente, lo tomó con la misma mano de la nuca y lo hizo incorporar mientras que llevaba a sus labios con la otra una especie de cántaro con agua fresca, del que bebió sediento, aunque no sin cierta desconfianza.

La muchacha volvió a asistir el fuego o, mejor dicho, lo que sobre éste cocinaba y empezó a murmurar o entonar nuevamente esos sonidos que a nuestro pudoroso héroe apenas incorporado en la hojarasca se le antojaban un conjuro de la misma índole que imaginara de niño en las canciones de cuna en romance de su institutriz y cuyo encanto sólo rompía algunas noches el latín grave de Monseñor.

Seguro al menos de que no iba a ser el desayuno de un caníbal, terminó de incorporarse y se sentó sobre las piernas cruzadas, no sin dejar de amontonar la hojarasca para cubrirse hasta el ombligo. A pesar de estar casi a la intemperie, no tenía frío, sin embargo. La joven le tendió una cazuela de barro que contenía un potaje extraño pero que olía deliciosamente y con otra entre las manos se sentó frente a él. Luego, lo invitó a comer con su jeringonza dulce que esta vez acompañó de una sonrisa y, ante el anonadamiento de nuestro héroe, le mostró cómo hacerlo. Ambos comieron en silencio –¿qué hubieran podido decirse?– y mientras lo hacían y él observaba todo con mejor detenimiento (el sol que creyera ver salir se había puesto y entonces cabía la posibilidad de haber dormido un día entero –tal vez un año, quizás un siglo–; detrás de la joven, contra un muro de paja o de caña, colgando de una rama seca, su capa, su jubón y sus calzas flameaban irónicamente a la luz de la luna llena que a su derecha, por una abertura de la choza, veía elevarse sobre el agua, doble, inmensa y roja), reflexionaba que en este Nuevo Mundo no iba a poder leer las cosas en el mismo idioma que en el Viejo.

Cuando hubo terminado de cenar, sintió que la joven lo miraba, que ya hacía un rato que estaba haciéndolo (pero no había más que eso: simplemente lo miraba), y que ya no iba a poder detenerse sobre el cuenco que había ido vaciando muy lentamente y con timidez para evitar que sus miradas se encontraran.

En un rapto de indecisión alzó la vista, intentó balbucir algunas palabras que se le atragantaron en el pecho, que comenzó entonces a golpear con rabia, avergonzado, hasta que pudo por fin articular:

–Mi jubón… mi jubón…

La muchacha repitió, como un eco risueño: –Mijubom. –, y se llevó también la mano al pecho desnudo y haciendo lo mismo que el joven, aunque con suavidad y sin vergüenza, al ritmo de sus delicados golpes articuló tres veces un monosílabo eufónico y dulce.

Mijubom. –, volvió a decir, para embarcarse luego en un soliloquio del que nuestro héroe no comprendía una palabra, mientras retiraba los cuencos y los apilaba sobre un tronco mocho que estaba a su espalda.

–Mi jubón, –dijo entonces él. –Mis calzas…

Pero era ahora la muchacha quien no comprendía.

–Mi jubón, mis calzas. –, volvió a decir, y señaló sus ropas colgadas en el otro extremo de la choza. La joven se dirigió hacia donde le indicaban y, luego de tomar una especie de vejiga que colgaba junto a la capa escarlata del joven, pareció preguntar algo en su lengua extraña. Al no recibir respuesta, volvió a sentarse con la vejiga en la mano y la tendió a nuestro héroe, que por cortesía la tomó entre las suyas tan torpemente que al apretarla, comenzó a despedir por un orificio una sustancia blanquecina y cremosa. Aunque con asco, por cortesía también se la llevó a la boca, pero la joven se la arrebató de las manos y comenzó a vociferar una explicación minuciosa, que acompañaba aplicándose y frotando el ungüento por los hombros y el pecho y a la que nuestro héroe respondía con sonidos que hasta él mismo desconocía pero con los que tenía más éxito que con la propia lengua castellana. Supo así que si no tenía frío, era porque también había sido untado con esa crema y se alegró al descubrir que comenzaban casi a comprenderse, aunque no entendiera las palabras que escuchaba ni las que pronunciaba.

Incluso después de que la joven terminara de fregarse con encantadora parsimonia el cuerpo entero, intentaron todavía conversar una hora larga, llena de gestos vagos y risas espontáneas, durante la cual ella lo llamaba Mijubom sin que él pudiera sacarla de su error, hasta que –en el espejo rizado de las aguas podía leer que la luna se aproximaba lentamente a su cenit– la joven dio a entender que tenía sueño, y se tendió sobre las hojas.

«Bien, –se dijo:– una vez que se duerma ya podré vestirme.», no sin dejar de notar que para llegar hasta sus ropas debía pasar sobre el cuerpo de la muchacha y que, aunque el fuego se hubiese reducido al leve resplandor de los rescoldos, la luna penetraba en la choza por sus rústicos resquicios.

Oremos mientras tanto.

Se puso de rodillas, cubriéndose torpemente con las hojas. La joven sobresaltada se volvió sobre su costado y pareció reprenderlo:

Mijubom.

«Sí, mi jubón; mi jubón y mis calzas.», se dijo y se disculpó con un gesto ambiguo.

La joven comenzó a susurrar nuevamente esos sonidos que le evocaran las nanas de su institutriz, tal vez para conciliar el sueño o para que durmiera él también. Pero él no estaba cansado; había dormido demasiado. Al ver sus ojos desencajados y su diestra aferrándose al crucifijo, un pincel experto habría podido copiar del natural el éxtasis de un santo contemplando a la santísima Virgen. Pero sus pensamientos estaban muy lejos de Dios. A cada padrenuestro que iniciaba se superponía el recuerdo de María, a quien había logrado desterrar de su mente durante la travesía por el Mar Océano; y, junto a María, inexorablemente, el conde.

«¡María…!», que rimaba con “alegría” como una posibilidad; que rimaba con “sería” y con “mía”, con “algún día” y, ahora que lo pensaba, también con tantas formas del pretérito imperfecto… Él también se había aventurado a componer alguna que otra égloga, en aquel tiempo feliz cuando los faunos que escondía debajo de la almohada eran los malos consejeros de la noche.

Y Monseñor, que un día había dicho:

Volo ut loquamur, fili mi[2].

Hablemos en castellano, entonces. Vuestro latín me dice que estáis enfadado. No estoy para sermones.

Como prefieras.

Os escucho.

Ya eres casi un hombre…

Tenía el agrado de comentarle anoche eso mismo a mi institutriz.

Precisamente de eso quería hablarte.

¿Me espiáis, Monseñor?

¿Y si lo hiciera? Escúchame, siempre he tratado de ser como un padre para ti, he procurado educarte en las armas…

…y en las letras. Sed breve, Monseñor. Ya conozco esa cháchara cortada a la moda de estos tiempos. ¿Tenéis algo que reprocharme, acaso? Me habéis visto usar la espada y sabéis que escribo y leo el latín perfectamente…

¿Lo hablas también? ¿Qué tal va tu griego? ¿Te atreverías a conjugar en voz media el perfecto de educar?

Creo que queríais hablar de otra cosa. Id al grano, Monseñor.

Decía que ya eres casi un hombre, pero veo que aún te sigues comportando como un niño. Eres demasiado joven y María

¿María…?

María casi te duplica en años, hijo mío. Eres demasiado joven para tu institutriz.

Y vos sois demasiado viejo para ella, Monseñor.

¿Qué insinúas? Escucha, intentaba recordarte tus votos…

Y yo os recordaba los vuestros, Monseñor. Creí haberos manifestado ya que no quería tomar los hábitos y vos mismo me habéis dado vuestra bendición al escuchar mis razones. ¿Queréis que os las exponga de nuevo?

No. Pero me gustaría que nos pudiéramos entender como entonces.

Bien. Entendámonos. ¿Estabais diciendo, Monseñor…?

Quería pedirte que te alejaras de María

Lo mismo quería pediros, Monseñor.

Te advierto…

¿Me amenazáis?

No, es sólo un consejo. Es necesario que te alejes por un tiempo. Solo. Esta vez no puedo acompañarte.

¿Me estáis echando? Bien, decidme donde debo ir y me iré.

Ve donde quieras, pero es necesario que te alejes.

¿De mi institutriz?

Sí, escucha…Un consejo… Las mujeres… Nunca te pierdas por una mujer… Es un buen consejo… Nunca…

Celebro vuestra elocuencia. ¿Eso es todo?

– Es todo. Medítalo bien.

Y como el obispo se había dispuesto a retirarse, quiso jugar su última carta.

Monseñor… Quería preguntaros…

¿Sí…?

Iba a formular por tercera vez en su vida la pregunta que no volviera a repetir desde los seis años, cuando obtuviera por segunda vez como respuesta toda la furia de su protector en una bofetada:

¿Quién es mi padre?

Se había preparado a recibir el golpe estoicamente. Pero, aunque al conde le relampagueaban los ojos, había dicho muy serenamente:

¡Ingrato! ¿A mí me preguntas por tu padre? Muy bien, señor insolente, irás al Nuevo Mundo. Tal vez allí sepas algo de él.

Recordaba que se había mordido los labios hasta hacer brotar la sangre, pero había preferido no proferir una sola palabra. Había querido jugar a ser el fauno, y Monseñor le cambiaba a María por un cañaveral ignoto.

La muchacha ahora parecía dormir. «La Doncella de la Piel del color de una Noche de Luna[3]. Hermoso título para una égloga, se dijo aunque son demasiadas sílabas para un verso». Y él, que al venir al Nuevo Mundo se había creído digno de ser el héroe de un canto épico, con ironía pensaba que tal vez hubiera algo de bucólico en todo esto, mientras intentaba levantarse muy sigilosamente y revivía en su vergüenza el pánico de ser Pan, de revelar su triste condición de fauno.

Pero la joven se movió en su lecho, pareció decir algo entre sueños y nuestro héroe volvió a cubrirse.

«Bien, se dijo ya habrá tiempo antes de que amanezca.», y dejó que sus pensamientos vagaran oscuros bajo la solitaria noche atravesando las sombras.

Todo había sucedido demasiado vertiginosamente. Con María, había habido pocas explicaciones –fue ella quien le había contado todo a Monseñor y ya no quedaba nada por decir–, pero muchísimas lágrimas. Con el conde, apenas si habían vuelto a cruzar palabra; se evitaban todo el tiempo.

En el puerto, al despedirse, fue él quien rompió el silencio:

¿Dónde debo buscar, Monseñor?

No lo sé. Busca a tu antiguo confesor. Quizá en el sur des con él.

Algunas veces me he burlado de vuestros consejos, pero si queréis recomendar algo a un joven sinceramente arrepentido…

Procura no perder la vida –, había dicho el conde. Y se habían abrazado. Después de todo lo amaba y no podía guardarle rencor.

Luego de darle la bendición, el conde había dicho:

– Olvidarás mi nombre. Escucha bien lo que te digo: bajo ninguna circunstancia habrás de pronunciarlo; puede ser fatal para ti, recuérdalo. Y toma, conserva este anillo. Haz con él lo que con mi nombre: ocúltalo. Lo mostrarás únicamente a fray Ezequiel. Sólo él puede comprender.

Lo había pasado por la cadena de la que pendía su crucifijo y guardado en su pecho colgando del cuello. Luego volvió a abrazarlo.

No volveremos a vernos, pero algún día sabrás que he muerto y…

¿Os veré entonces?

No, pero me heredarás. Y ahora vete.

La nave iba a zarpar, y se dieron el último abrazo. Ya a bordo, había creído distinguir a María entre los curiosos del muelle, y sin embargo no habría podido asegurarlo. Había dicho adiós al Viejo Mundo de una vez y para siempre…

El canto de un ave interrumpió sus recuerdos. Pronto amanecería y si seguía ensimismado, iba a desaprovechar el sueño de la joven. Se levantó, sin que ésta pareciera percibirlo y, extremando los cuidados para no despertarla, pasó por encima de su cuerpo y se detuvo triunfante ante sus calzas.

Mijubom. , sintió que le decía a sus espaldas riendo a carcajadas. Avergonzado, se ocultó detrás de la capa y comenzó a vestirse. La joven se incorporó y, después de un largo suspiro, se levantó y salió de la choza.

Una vez vestido, nuestro héroe salió también. Amanecía. La muchacha lo esperaba. Le preguntó por su espada, pero parecía no comprender. Quería que la acompañara. Y, como con la capa había recuperado sus aires de suficiencia cortesanos, la miró enternecido a los ojos y se dijo satisfecho:

Paraíso o Arcadia, ¿para qué quiero la espada?

Y la siguió.

*****



[1] Y sin embargo es precisamente miedo lo que hay, condición sine qua non de cualquier acto de valentía. Invito a vuestra merced a confrontar los versos 413/18 del canto VII de la epopeya mencionada, cuando la quinta hija de Néstor , ya en manos de Juan Alberto Juárez y Tiseira y convertida en su esclava, sueltas ya aunque sin que el conquistador lo adivine las ligaduras que la atan al lecho, se dispone a esperar “el ultraje de Juárez, lujurioso” (v. 405):

“…«Tal vez sea verdad; os lo concedo.

Ya veréis –dijo, la mirada ausente–

Que sólo se es valiente

si antes hubo miedo.»

Tomó la pica de eucalipto seco

Y en el pecho del clérigo hizo un hueco…

(El subrayado es nuestro.)

[2] Por razones obvias, no traducimos esta línea.

[3] Cf. Tribulaciones, lamentos y fracasos, Canto XII, vv. 127/28:

…y desnuda la piel,

del color de una noche

cuando hay luna…

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