domingo, octubre 22, 2006

Capítulo IV

MASKEN

– Comencemos por decir que Vuestra Excelencia no es un maestro en el arte del disimulo. –aseveró la Máscara de la Muerte.

– Ni vos en el de la diplomacia.

Los dos enmascarados se habían apartado un poco de la danza, llevados por un impulso instintivo de reconocimiento. Al cabo intercambiaban frases punzantes, mientras los criados, cuyas libreas semejaban figurantes de una comedia alegre y artificiosa, servían con delicadeza a las damas. Sólo una, embozada tras un antifaz veneciano y de una hermosura admirable, que hubiera tentado al mismo Cristo, –y que hubiéramos podido llamar prodigiosa de no aborrecer la similicadencia como a Leviatán, Behemoth y todas las criaturas diabólicas y rústicas–, permanecía atenta, desde cierta distancia, al encuentro de la Máscara de la Muerte con el Rey de Hierro. Por lo demás, cuanto se notaba era transparente como el agua de cerro, y la fiesta transcurría con absoluta naturalidad, como si realmente se tratara de un simple agasajo de los duques de Ottingen.

El castillo estaba emplazado sobre el margen siniestro del Pequeño Rhin y su situación resultaba ideal para que se produjeran en él los banquetes anuales que rompían la usual monotonía del invierno de Estrasburgo[1]. Ubicado extramuros de la ciudad, y sin embargo comunicado con el monasterio de san Esteban por medio de las catacumbas construidas en tiempos del duque Adalberto[2], alejado del ruido cosmopolita de París, cómodamente amueblado y servido por una treintena de sirvientes, recibía raramente a otras personas que no fueran sus habitantes naturales, la Duquesa y el Duque –quien algunos años después, como se verá, anidaría en las riberas de un río algo más tórrido, el Aqueronte–. Sin embargo, hacia mediados de enero de 1524[3], los ruidosos huéspedes eran más de cien, y la música, bellamente interpretada por una compañía de cómicos daneses contratada para la ocasión, imponía su melodioso letargo sobre la sala principal, transformada temporalmente en salón de baile. Todavía quedaban sobre la explanada del castillo algunos de los carruajes que habían traído a gran parte de los invitados y aún desde la orilla del Rhin se podía contemplar la fastuosa iluminación que destacaba el lugar de la Maskenball por sobre la oscuridad de la villa.

Porque eso sucedía en apariencia: un baile de disfraces. Sin embargo, nadie era lo que había debajo. Cada convidado parecía estar allí por otro motivo que excedía la simple diversión, y no era de piedra. Lo que quiere significar que las aguas del cerro se enturbiaban a medida que las horas, áspides, eran cubiertas por la noche.

La primera de las carrozas había llegado cerca del mediodía y la última todavía estaba siendo esperada. Resultaba innegable, para cualquier observador atento, que todo el mundo estaba aguardando a alguien que no estaba allí, a pesar de la búsqueda vana de los rostros bajo los disfraces y de los disfraces bajo los tapices, que abundaban en el castillo y formaban una ratonera perfecta. Las miradas cruzaban la traza, yeguas desbocadas o hipogrifos violentos, y en su búsqueda echaban llamas elocuentes. De ahí el laconismo de los diálogos, que persistían en el tono casual de la fiesta, sin que nadie se percatara de que, bajo la penumbra brumosa del horizonte, un par de caballos se detenían fatigados en el empedrado, los lacayos solícitos abrían las rejas y dos voces, la una estentórea y la otra respetuosa, intercambiaban frases en alemán y alsaciano.

Ha llegado. –afirmó el Duque a su esposa. Ve a comprobar que las habitaciones estén listas.

Un dejo sarcástico en el rictus calcáreo de la comisura de sus belfos –con sus ochenta años de crímenes era una bestia, a qué dudarlo–, confirmó la suposición que la máscara a quien se habían dirigido como “Vuestra Excelencia” albergaba desde el momento en que llegara a la aldehuela vecina al condado: debía evitar, antes de medianoche, que el plan de los conjurados[4] tuviera éxito. Debía encontrar el modo de hablar a solas con el recién llegado, de advertirle y, en caso necesario, de planear junto con él la fuga. Su misión era secreta, no así el modo de realizarla. Y si bien sabía que los acontecimientos futuros dependían en gran parte de sus acciones, también era consciente de la presencia de otra fuerza, no tan poderosa como sagaz, que le disputaría la posesión de la victoria. No sería tarea fácil y, al recorrer de un vistazo las actitudes equívocas de los disfrazados, se dio cuenta de que la vanidad del esbirro español, sutil argamasa de arrogancia y descaro, también estaba ligada a la trama de la historia.

Narváez. Ése era su nombre. Santiago de Narváez y Albuera, hidalgo valenciano ennoblecido por Rodrigo Borja in memoriam –cosa rara en Alejandro VI, que solía inclinarse más a la venganza que al agradecimiento de Jaime I el Conquistador. Según todas las probabilidades, el más ilustre antepasado de Santiago había salvado la vida del rey de Aragón en la toma de Murcia, pero como sólo era el paje de Félix Borja, cedió los honores a éste, quien recibiría de ahí en más los favores del aragonés. Tuvieron que esperar hasta 1490 los Narváez para que Rodrigo recordara el origen de su fortuna, y de esta manera pagara con oro propio lo que ganara con sangre ajena.

Narváez. Su Excelencia el Cardenal lo había reconocido por su petulancia y su facundia con las damas, que tarde o temprano habrían de perderlo.

“Lo hundirán las putas, tal cual suele sucederles a los de su calaña. O quizá la misma estrella que al insolente de su primo, –pensó el eclesiástico– y si perturba nuestros planes, peor para él. En ese caso, ni siquiera será necesario que lo desviemos a las Indias.”

– Vuestra Excelencia parece estar nervioso. –dijo la Máscara de la Muerte al tiempo que bebía de una copa de plata.

– No tanto como vos, mi querido Narváez. –respondió la Máscara del Rey de Hierro.

Cuando volvieron a abrirse las puertas del castillo, un hombre de mediana estatura, cubierto con una toga que intentaba representar a un orador romano y oculto el rostro tras una mascarilla que simulaba el mármol estatuario, ingresó en la sala con paso vacilante y saludó con una voz impostada al Duque de Ottingen, quien titubeó ante la blancura fúnebre de las manos del recién llegado, –justo él, que había arrojado tantos cadáveres a la huesa– conteniendo apenas el impulso de dar un paso hacia atrás.

– Sed bienvenido. –dijo por toda respuesta.

El Orador Romano continuó caminando en línea recta dirigiéndose en apariencia hacia la mesa de las comidas, pero sin dejar de auscultar por ello las figuras que se movían a su alrededor, buscando una palabra antes que un gesto, y una clave antes que una cortesía. Nada indicaba hasta el momento que la persona esperada se hallara entre los huéspedes; sin embargo debía encontrarse allí, salvo que los informes de las postas no fueran confiables o, peor aún, que hubieran sido interceptados.

–Vos sabéis, Narváez, nada es lo que aparenta. Bajo la pálida sombra del más hermoso de los pétalos de la rosa que lleva esa sílfide en el pecho, –murmuró la Máscara del Rey de Hierro, mientras señalaba a una de las bailarinas más entusiasmadas– se puede esconder un veneno mortal e inmediato, probablemente indescifrable incluso para vos.

– ¿He de creer que Vuestra Excelencia es botánico además de político? Jamás lo hubiera pensado.

– Pues os equivocáis. Es mi deber conocer las ciencias del Bien y del Mal, la Belleza Suprema y la Fealdad Inefable, el Árbol de la Vida y el de la Muerte. No os puedo dedicar demasiado tiempo, pero si lo tuviera os asombrarías de las veleidades del bálsamo que poseo en este anillo.

El Orador Romano se acercaba con lentitud a las dos máscaras, al tiempo que contemplaba de reojo la estancia. No había lugar para el más mínimo error y los tres –puesto que el lector se habrá dado cuenta de que cada integrante de esta tríada posee una parte del enigma, pero asimismo sabrá que la unión de las partes no necesariamente instauran el todo–, el cardenal, Narváez y el recién llegado, representaban, cada cual con la hacienda de histrionismo que llevara en la bolsa, de manera inversamente proporcional a los duros que hubiera en ella, el papel de abstraído.

– Sin embargo, Excelencia, os olvidáis que he estado al servicio de los Borgia durante años...

– Sí, sí. Y que ahora trabajáis para los Médicis. A nadie le escapa que sois un esbirro a sueldo.

– No suena muy discreto...

– Pero lo sois. Y habréis de reconocer que hay cierta belleza en la verdad, aún cuando en vuestro caso sea tan siniestra. La belleza es verdad, la verdad es perfección. Sólo Dios y sus enviados pueden acceder a ella. Eso es lo único que necesitáis comprender en este mundo.

– Gracias, Excelencia, pero no es lo único.

– Sí, lo es. El resto es silencio.

“El silencio de los sepulcros. –caviló Narváez Ése sí que va a coro con su hábito.”

– Sin embargo, vos y yo sabemos que hay un secreto aquí y ahora y ambos estamos detrás de él. Conjeturar quién de los dos lo descubrirá primero es el problema, ¿no os parece?

–No. No me pongáis bajo vuestra capa. Yo soy un príncipe de la Iglesia, yo sirvo a Dios y a la Santa Fe Católica; en cuanto a vos...

– Os escucho, Santo Padre.

– Vos sois noble, es cierto, aunque apenas un hidalgo, y vuestra nobleza se prostituye al mejor postor. En consecuencia, sois menos que un hijodalgo, menos que un labriego...

– ¿Tal vez una meretriz?

– Sí, una mujerzuela que espera impaciente la bolsa del amante. La puta de Babilonia que sirve al Anticristo.

El valenciano se sonrió, ufano. «Vete a un convento», pensó, pero dijo:

–Vaya sermón, ¿os debo llamar confesor, inquisidor o tal vez Cristo?

–Me dais asco, Narváez, avergonzáis a la raza humana y renegáis de la fe de los vuestros. No hay tal secreto para vos. No hay arcanos para los réprobos. Hay una mercancía, un mero valor de cambio.

– Me enternecéis, Padre.

– Sólo para mí existe el misterio. Sólo para nosotros, los hombres de Dios, se develará el camino. Abandonad esta lucha y volved a vuestra patria, renegad del diablo y arrepentíos de vuestros pecados. No hay lugar para mercenarios sobre esta tierra.

– ¡Bravo! ¿Qué sigue ahora? ¿El Sermón de la Montaña? Es verdad: yo cobro por mi labor, no obstante, no usurpo la tiara de otro ni asesino por ambición. Veremos quién llega primero y continuaremos este amable coloquio en otra oportunidad, si estáis de acuerdo.

– Idos al infierno.

Una lacónica risita, apreciada sólo por Narváez, interrumpió la discusión. Los dientes blancos de una boca que, dulce, convidaba a gustar placeres prohibidos, se ocultaba tras el antifaz veneciano. Sin duda, la mujer que latía bajo los pliegues del vestido era hermosa.

– Ich brauche Ihre Hilfe, Herr[5].

¿Austriaca, alemana? ¿Mensajera de él o de ella? Santiago de Narváez contaba con el don de lenguas entre sus virtudes, aún así le costaba distinguir los acentos tudescos. La mujer le tendió la mano, blanca y pétrea, cristal luciente, y reiteró su sonrisa agraciada. Su Excelencia había desaparecido entre los convidados y en rigor –pensó Narváez– poco importaba que el mundo hubiese desaparecido en ese instante.

– Kommts mit mir?

– Wo, schön?

– Niemals frag, Geliebter, nur ja sag.

– Ja, denn. Du bist wie eine Rose, weiss du es?[6].

Tomó la mano pálida y siguió a la beldad. ¡Ah, mujeres, como perdéis siempre a los hombres en los velos de vuestro cuerpo! Abrieron una, dos, tres puertas. La luz de una palmatoria iluminaba débilmente una galería que parecía no tener fin. Se divisaba, a pesar de todo, una alcoba en el extremo. Y un lecho.

“Todas las noches son buenas para recibir a Venus –pensó Narváez– pero, como decía mi padre, las hembras cuestan demasiado trabajo o no valen nada. Claro que esta Madonna rubicunda tiene sus gracias. Y partes son, si no para ser reina, al menos para ninfa del verde bosque de mis sueños. Aunque habiendo conocido a Lucrecia, mejor será que mitigue mi virilidad hasta comprobar cuál es el sentido que mueve a esas tetas. Que por cierto, son encantadoras.”

– ¿Hablas castellano, dulce?

– Ja, un poco. Aber, ¿para qué hablar? –unidas las palabras a la acción, la bella veneciana untó la lengua de Narváez con un beso profundo, de esos que envenenan. Y de no ser por la elemental metáfora, que indudablemente también pasó por la mente calenturienta del esbirro español, los encantos de la dama habrían seguido otros caminos ya más difíciles de entorpecer, y el futuro de Narváez se habría visto reducido al presente.[7] También es cierto que la imprudente petulancia de Su Excelencia y el dulce recuerdo de la piel de Lucrecia secundaron la interrupción de su naturaleza animal.

Por fortuna, su brazo membrudo detuvo los dedos que buscaban caricias impuras y se interpuso entre los senos deliciosos y la sangre erguida, para gran asombro de la lindeza germánica, que miró con ojos verdugos el súbito cambio en el devenir de las cosas.

– ¿Eres puto, acaso?

Narváez abrió sus ojos cual semental, quiero decir, cual semental asombrado.

– Vaya, vaya, observo con placer que tu español mejora a pasos agigantados, guapa. Digamos que prefiero examinar las manzanas antes de comérmelas, siempre puede haber un gusano dentro.

– Bujarrón, sarasa, marica...

– Y en tu caso, hay toda una gusanera.

– Hideputa traidor.

– Te falta un poco de retórica, pero sin duda estás en condiciones de escribir pulcros sonetos.

– Vete al infierno.

– Ya es la segunda vez que me envían allí. De seguro, el diablo ha de tener interés en mi alma.

Narváez gesticuló, seductor, deslizó su puño por la mejilla sonrosada bajo la máscara, roja bajo la piel, saludó con una mueca soez, giró sobre sus talones y reemprendió el camino a la sala. Estaba acostumbrado a las maniobras de distracción, sólo que en algunos casos gustaba de saborear los encantos peligrosos. Era consciente de que los minutos corridos podrían haber perdido al mundo –al menos al mundo tal cual le pagaban para que fuese– pero no por ello dejó de hacer un chasquido, morderse el pulgar y dejar que su mollera discurriese en las curvas que acababan de esfumarse evanescentes.

“Quizá no tuviera malas intenciones –meditó–. Tal vez un poco de ponzoña en los labios o alguna perla mefítica entre los dientes. Nada cuyo remedio escape a mi arte. Probablemente no me habría matado si mis caricias inflamaban su ardor. Una vez encendida la lumbre, difícil es que se apague el fuego, sobre todo en hembras tan portentosas. No obstante, estoy aquí con otro objeto. Primero el deber –con ello se come–, luego la molicie de los cuerpos. Busquemos al mensajero y recojamos de la viña los doblones prometidos.”

– ¿Santiago de Narváez?

– Soy...

No alcanzaría a pronunciar el pronombre de la primera persona del singular, ni en castellano, ni en alemán, ni en francés, ni en inglés, ni en latín, ni en griego. Ya se sabe que en la mayoría de estas lenguas es obligatorio, incluso la eufonía del español, no así su gramática, no podía detenerse ni interpretarse como reticencia. Narváez quería decir “yo”, deseaba, seguramente más que nada en el orbe y en la escala de Babel que le tocase, terminar su lacónica respuesta. Sin embargo, el Orador Romano, que había dado el golpe, y Su Excelencia el Cardenal, que lo había ordenado, sabían mejor que nadie que, en los asuntos de esta tierra fértil, progenitora de desdichas, el hombre propone y Dios –llamémosle Providencia, Destino, Azar o Simón de Montresor– dispone.

*****



[1] El copista escribe Argentoratum, no sabemos si por mero capricho estilístico o bien para utilizar el antiguo nombre de los tiempos de Augusto. Olvida quizá que la denominación actual de la ciudad se remonta al siglo VI.

[2] Quien, como recordará el lector, fundó la insignificante abadía en el año 666 con el sólo fin de que allí se albergara su hija Etala, junto a otras treinta canonisas. Suponía Adalberto que de esa manera preservaría la virginidad de la doncella, pero ésta y sus amigas no tardaron en abrazar los errores de las herejías y perseverar en ellos hasta el hartazgo. Parece que un canónigo de Maguncia, llegado al convento durante la séptima noche del séptimo aniversario de la fundación -17 de junio de 613-, fue el corruptor de las hermanas. Sea cual fuere el motivo que condujo a Etala al pecado, resulta verosímil pensar que fue un descendiente suyo quien en el amanecer del 17 de junio de 1392 colocó la piedra basal de la catedral de Metz, también consagrada a San Esteban. En el nombre de este santo, por lo demás, se cifra la clave para entender gran parte de la historia. Ergo, abandono el escolio y regreso al relato, aunque no sin morderme la lengua.

[3] Cf. Nota 2.

[4] Desconozco el plan al que se hace alusión, mas no ignoro su existencia. ¿Podría tal vez el autor referirse a la conspiración que intentaría exterminar a los reformados dos meses después? Nescio. No obstante, la influencia luterana ya se sentía desde el año anterior…

[5] En alemán en el original: Te necesito, amor mío.

[6] Idem. Ven hacia mí / Aquí me tienes, hermosa / Claro que sí / Bermeja y negra es la rosa.

[7] Años después Don Luis de Góngora y Argote conocería esta anécdota por la relación del nieto –ya anciano– de Santiago de Narváez, Don Pánfilo Segundo de Narváez y Tolosa, quien llegó a intimar con el conspicuo cordobés e incluso compartió su desprecio por Quevedo. No es imposible que así naciera La dulce boca que a gustar convida..., si bien tampoco podríamos aseverarlo con absoluta certeza.

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