jueves, octubre 26, 2006

Capítulo VI

¡MIERDA!

El cuerpo, escondido en el baúl de ropajes de la duquesa, no tardó en despedir los vahos de los Huertos del Señor. Resultaba evidente para cualquier olfato no atrofiado por la traílla de rosas del lirismo cortés que algo se ocultaba bajo los pliegues de los vestidos añejos.

Habían resuelto deshacerse del inanimado entrometido, quien, aljofarado y oloroso, comenzaba a deslucir su breve ser. Sólo faltaba hallar los medios. Todavía quedaban algunas personas despiertas y, si bien era posible evitar la sala donde éstas se hallaban, no parecía factible sortear el ala izquierda del castillo, donde quedaban las habitaciones de los huéspedes; atravesar el vasto corredor con el cadáver a cuestas demandaba arriesgar el peligro de ser descubierto. Por otra parte, la fetidez, esa pátina mortuoria, emanaba con decisión. Que Santiago de Narváez estaba muerto, y bien muerto, no era asunto a discutir para nadie, excepto para el propio Santiago de Narváez, quien poseía la suficiente astucia como para embaucar al mismo diablo. El golpe en la nuca lo había postrado y la daga asesina le había perforado el vientre, pero él, que no por nada había nadado en los mares de Hipócrates y Galeno, sabía que la herida no era mortal, al menos por unas cuantas horas. Es cierto que la sangre corría de sus entrañas a pies ligeros, pero no así su honra de soldado. El olor a podredumbre, que confirmaba su deceso para los criminales, había sido un efecto no buscado, pero no por ello complejo. Parece ser que el frío de la mañana, el pollo comido anteanoche en la villa alemana, algunas cosas lenitivas y por si eso fuera poco, la confitura de los Duques, el agrio vino español y el beso de la putona germana, que tan bien hablaba el castellano, influyeron para que su estómago realizara una mezcolanza digna de explosión pantagruélica. Luego, entre compasiones y lágrimas ante la dureza del asunto, Narváez dio su espíritu, quiero decir que se cagó. Cagado y meado encima, si no pasaba por difunto, al menos nadie se acercaría para comprobarlo. Lo que demuestra que la astucia a veces es fisiológica y no filosófica, como son propensos a pensar ciertos escolásticos asustados por los demonios.

– ¿Será factible abandonarlo en el castillo? –preguntó Su Excelencia.

– Si nadie lo descubriera, quizá podríamos. Pero es un riesgo que no estoy dispuesto a correr.

Las voces llegaban opacadas por la madera del arcón, no obstante el español escuchaba cuanto podía. Sabía, desde que despertara, que no estaba solo en la morada y también conocía su situación como para arriesgarse a salir. El inventario de su cuerpo daba cuenta de una molesta conmoción en la mollera, una diarrea persistente y sus entrañas sangrantes. Era un héroe, pero no un idiota, ni un semidiós, ni un titán. A mitad de camino entre Aquiles y Tersites, necesitaba de todas sus fuerzas físicas para hacer frente a una huida y necesitaba huir para reponer sus fuerzas físicas.

“Dilema o paradoja, pensó Narváez, sólo los teólogos y los malos sofistas se pierden en los meandros de la razón. Es preciso que encuentre la forma; hallada ésta, la materia del asunto ocupará su lugar en el recipiente, como suele ocurrir”.

– El mensajero ha llegado, Monseñor.

– ¿De él o de ella?

– De ella, según creo.

– Haced que vuelva con su recado, o estamos perdidos.

No hemos de describir nuevamente el golpeteo pertinaz de los cascos de los caballos sobre la explanada de la fortaleza, ni la introducción de un sujeto en la sala del castillo. Necesario es aclarar que ya eran las cinco de la madrugada, la música había cesado y la desolación, la resaca y el sueño habían sucedido a la ruidosa fiesta. No está de más decir que el mensajero era el correo de Narváez, quien traía las instrucciones precisas para el cumplimiento de su misión y quien, de no haber sido porque sólo conocía de su contacto el nombre, habría vacilado un poco más antes de aceptar la primera versión de los hechos. Pero la vida está llena de incomprensiones y fracasos, y aún los personajes más famosos de la historia han sufrido la incompetencia de aquellos que debían ayudarlos en los momentos precisos y preciosos.

– ¿Buscáis a Santiago de Narváez?

– Sí.

– Ya no está en el castillo.

– ¿Partió sin esperarme?

– Sin esperaros en persona, sí, pero dejó un mensaje para vos. Helo aquí.

– Permitidme.

El forastero, que podría haber sido confundido con un cíclope a no ser porque poseía dos ojos y era un poco más estúpido que Polifemo, tomó el papel que se le mostraba cuidadosamente sellado, ríspido y con dobleces de hembra –hecho que debió haber llamado su atención, si su inteligencia hubiera sido proporcional a su altura– y lo rasgó con parsimonia. Al momento, se retiró a una esquina iluminada por la tenue luz matinal que anunciaba el nuevo día.

“Pentesilea: Habéis de saber que el destino, arma de los dioses, se ha empeñado en complicar la trama. Ya sabéis que más vale pájaro en mano que buitre volando, pero tanto el uno como el otro han corrido parejas con el viento, y yo tras ellos. Si los capullos florecen, estaré con vos en un mes; si no, recibiréis mi espada. He sembrado las semillas que, una vez crecidas, arrasarán con el desierto. Quedad en paz y olvidaos del asunto hasta mi llegada. Ya sabéis que soy vuestro.”

– ¿No os dijo nada?

– Perdón, caballero...

– Os pregunto si Narváez agregó alguna palabra cuando os entregó el mensaje.

– No, nada de importancia, sólo se despidió.

– Está bien. Entonces debo partir...

– Como gustéis, caballero, no obstante os recuerdo que sois bienvenido y podréis permanecer aquí si lo necesitaredes.

– Os agradezco vuestra hospitalidad, pero el tiempo no es mío.

– Entonces, id con Dios.

Mientras esta escena sucedía, Narváez, cuya sepultura portátil estaba a más de setenta metros y diez paredes del recinto donde se hallaba su correo, permanecía ignorante de la situación, y escuchaba, en el silencio, las presencias reales que pudiera haber junto a su odorífera persona. De momento oyó los pasos claros de un sujeto que se acercaban a su sepultura. Tan inminente era su proximidad que comenzó a sentir el forcejeo sobre la tapa del cofre. Tenía sólo una fracción de segundo para decidir qué hacer. ¿Ser o no ser? He ahí la cuestión. Tanteó su costado y descubrió que aún conservaba la daga valenciana, obsequio del gran César. Era lógico, nadie desarmaría a un cadáver. ¿Era lógico? Volvió a palpar su cuerpo y descubrió: su bolsa, con unos cuantos duros, su anillo, su reloj, pieza valiosísima de factura vaticana, un retrato de Lucrecia, montado sobre un bellísimo óvalo de oro, mierda, una piedra esmeralda, en cuyo interior había un poco de veneno, más mierda, un rosario de perlas obsequio de Lorenzaccio, una cadena de plata veneciana y un sorete[1] acuoso que se deshacía en sus manos.

“Ya entiendo –meditó–. El sujeto que se acerca no lo hace por haber recibido órdenes. Simplemente es un ladrón. Pero ya se sabe, quien mal anda...”

No terminó el pensamiento. La tapa se abrió y Narváez, rápido como serpiente, arrojó los restos del sorete en la cara del intruso quien, sorprendido, quiso gritar, no se sabe si por sorpresa o por miedo –los cadáveres no cagan ni usufructúan su cagadera– pero no pudo; Narváez no le dio tiempo, ya que en el instante en que cubría de barro –permítaseme la metáfora para mitigar la retórica escatológica– el rostro del intruso, con la otra mano hundía la daga en su garganta, que mezclaba al tiempo los colores, marrón y escarlata a borbotones calientes, en un espectáculo que, si bien no podríamos llamar atroz, al menos podemos denominar tragicómico.

–Lo siento, hombre. Era mi vida o la tuya.

Narváez dejó que el cuerpo cayera, lo levantó con las pocas fuerzas que le quedaban y lo puso en su lugar, es decir en el cofre, no sin antes desnudarlo para cambiarse de ropas. Ninguna precaución estaba de más. Quedaba tan sólo la limpieza de la sangre, tarea que le llevó unos minutos de repulsa, y de las heces del piso, faena que le produjo un placer infantil. Hecho esto, le desfiguró la cara a puñetazos –afán desagradable– y cerró la tapa. Fue justo a tiempo, porque se oían voces y tenía que ocultarse o que huir. Miró a su alrededor. ¿Había tapices en aquel madrigal de muerte? Sí, señor. Había un tapiz melindroso que representaba una previsible Melancholia, adornada con los consiguientes objetos alegóricos: el reloj de arena, la báscula inclinada, el oro, el llamador, el cuadrado mágico, la estrella refulgente y la espada rota. En un rincón, apenas visible, estaba el castrador Saturno con sus signos zodiacales: Capricornio y Acuario. Todo esto hubiera causado cierta inquietud en Narváez si no fuera porque no tenía tiempo como para darse el lujo de cargar con remilgos cristianos. Se metió detrás del cortinón, dispuesto a matar o morir, llegado el caso y pensando que difícilmente pudiera justificarse la ausencia de su guardián. Pero claro, hay veces que uno se salva –así como se condena– por un golpe de suerte. Sólo le quedaba rogar a la diosa Fortuna, puta si las hay, y así lo estaba haciendo cuando se abrió la puerta y entraron Su Excelencia y el enmascarado marmóreo.

“Dios proveerá” se dijo.

Y guardó silencio.

*****



[1] Como si tomara el nombre por la cosa o con el nombre la cosa, no hay diccionario que quiera recoger este vocablo. He aquí nuestro humilde aporte: sorete. (de or. inc.) m. Cada una de las partes en que, a modo de bastones, se divide el excremento humano. / 2. Por ext., el de algunos animales. / 3. fig. y fam. Persona sin cualidades ni méritos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Pero que horror! Habrase visto inmundicia semejante. ¿A esto llaman literatura? Bien haría este señor (como se llame) en leer los clásicos y enriquecer el espíritu, en lugar de pretender impresionar con tamaña bajeza.