sábado, octubre 21, 2006

Capítulo III

EL RÍO[1]

La muchacha se dirigió hacia la costa, improvisando un sendero entre la desnudez de los árboles enmarañados.

Con los relámpagos de la trágica noche, desde el barco, no había podido divisar más que una uniforme turbulencia líquida hacia los cuatro costados; ahora, desde esta orilla, insinuándose detrás de los cañaverales del margen opuesto, un sol pálido le revelaba en la inmensa desembocadura de un anchísimo río la nueva forma de estas aguas proteicas.

La joven comenzó a remontar el río a pie por la ribera, precediéndolo; él caminaba embriagado aún en su ensueño bucólico, dejándose arrastrar por esta nereida que la aurora acariciaba con sus dedos rosados y a la que veía alejarse de a poco y cada vez más, no porque no la siguiera como un fauno ansioso, sino porque los tacones de los zapatos que Monseñor le había hecho hacer en Italia a la moda francesa se hundían en la intermitencia de la arena y el terreno fangoso. Cada tanto ella se paraba a esperarlo, sonriéndole con todo el cuerpo sin burla en la distancia, pero antes de que le diera alcance continuaba su camino.

Anduvieron así media hora, vadeando a trechos algunos angostos riachos sin que se presentara mayor dificultad que sucesivas inundaciones en el calzado de nuestro héroe, hasta que les interrumpió el paso un afluente bastante más ancho y caudaloso y que, aunque no menor a los que en el Viejo Mundo habría llamado “ríos”, consideró un vulgar arroyo al compararlo con el descomunal en el que desembocaba.

Luego de unas palabras ininteligibles, la muchacha pareció asumir la condición de nereida que el joven hidalgo le atribuía, arrojándose de cabeza al agua y reapareciendo luego de un instante muy profundo a dos brazadas de la orilla opuesta. No llegó a darlas ni a advertirle que esperara y que tuviera cuidado, porque nuestro valiente caballero la siguió una vez que la vio emerger de la espuma y, aunque excelente nadador en el Tajo e incluso en el Mediterráneo, ropa y calzado se confabularon esta vez con la corriente para arrastrarlo hacia el río grande. Sin haber perdido por ganar la costa aún ni fuerzas ni esperanzas (ni capa, ni zapatos; ni mucho menos los calzones, ni la dignidad con ellos), sintió que la muchacha lo tomaba de un pliegue de la camisa y lo ayudaba a aferrarse de lo que le pareció una cuerda tensa y firme.

Una vez alcanzada la orilla –la soga estaba atada al tronco de un ceibo a ese solo efecto–, ella parecía amonestarlo sin enfado mientras miríadas de gotas que el sol volvía incandescentes se le deslizaban por todo el cuerpo sin tocar la fresca piel ungida, en tanto que a él las ropas empapadas se le adherían al torso y a los miembros y lo hacían tiritar de frío; y, como empezaba a sentir que todo agradecimiento o disculpa se escurría lentamente capa abajo con el sinsabor del ridículo, se terminó de incorporar de un salto con marcial altivez para reanudar la marcha, sin saber a dónde encaminarse pero obstinándose en seguir la misma dirección hacia el norte río arriba.

Mijubom…–, lo llamó ella entonces y lo tomó de la mano, desviándolo hacia la izquierda para penetrar en la espesura.

Apenas si se habían internado cien pasos, atravesando en diagonal una compacta enramada de árboles centenarios, cuando luego de detenerse en un claro sombrío y encaramarse en un tronco sinuoso, la muchacha se desvaneció en las alturas con la misma destreza con la que se movía en el agua.

Nuestro héroe, como un pájaro mojado que no puede remontar vuelo, temblaba de frío a la sombra de la extraña copa frondosa por donde había desaparecido la chica, preguntándose si debía esperarla o seguirla en un viaje a otro mundo tal vez más sorprendente que éste. Pero no tuvo tiempo de decidirse, porque ya estaba descendiendo por otro tronco enfrentado al árbol por el que había subido y contra el que se había recostado a esperarla. Se había echado encima una especie de toga romana ceñida y corta tejida en lana cruda, calzado unas sandalias de cuero y le traía otra prenda semejante para que se quitara la ropa mojada y se abrigara. Nuestro joven caballero la sostuvo entre sus manos, simulando prescindir del abrigo al considerarse en ese atuendo, al mismo tiempo que se mostraba vanidosamente agradecido y dominaba el temblequeo a duras penas con fingidas sonrisas cortesanas.

Pero la muchacha comenzó a dar voces que por su efecto nuestro héroe consideró mágicas, no dirigiéndose precisamente a él sino a algo o alguien cercano. De pronto, le pareció oír los cascos de un caballo al trote, de un caballo que se acercaba, de un caballo que creía ahogado y perdido para siempre.

¡Quirón!

Se adelantó entonces a recibir a su corcel, sin bridas y sin montura, tan desnudo como él cuando Dios y el mar lo habían vomitado en este nuevo mundo y le cubrió el lomo con el abrigo que le diera la muchacha, quien al punto lo montó de un salto como si fuera su dueña y, acto seguido, lo invitaba a trepar a la grupa.

Así siguieron remontando el río, aunque un poco más alejados de la orilla, cabalgando al paso entre desordenadas hileras de árboles a través de cuyas ramas en su mayor parte deshojadas se filtraba un sol de invierno casi tibio que ascendía lentamente. Pero nuestro héroe se había olvidado por completo del paisaje: abrazado a la cintura de una beldad capaz de metamorfosearse en dríade, sirena, o en esta amazona montada en que se había convertido, el tibio abrigo de ese cuerpo próximo le recordó durante todo el viaje su angustia febril de fauno, burlado una vez más ahora por la húmeda lejanía infranqueable de su ropa helada.

Luego de casi dos horas de lenta e ininterrumpida cabalgata, ascendían ladeando una barranca y se introducían por la senda de un cañaveral que semejaba un laberinto; las altas tacuaras ocultaban el río, pero se lo adivinaba fluyendo sempiterno ahí abajo a la derecha.

A pesar del frío, se apearon a la sombra de un árbol que no había perdido las hojas y cuyas ramas tortuosas y anchísimo tronco ahuecado y deforme no tenían parangón con los de ninguno que hubiera visto con anterioridad en Europa[2].

A unas palabras de la chica, que el caballo pareció comprender mejor que el caballero, Quirón desapareció como por arte de magia en el intrincado laberinto de cañas.

Se introdujeron por el hueco del árbol y repentinamente y sin saber cómo ya estaba en una habitación inexplicablemente luminosa de una casa de cuyo exterior no había visto más que la velada entrada (comprendería más tarde que había sido construida bajo la tierra arcillosa de la barranca con restos de sucesivos naufragios e ingeniosamente iluminada durante el día por el sol a través de un curioso sistema de espejos[3]). La muchacha le dio a entender que la esperara allí y salió por el vano de una puerta sin puerta que cerraba una pesada cortina de un rojo oscuro fastuosamente bordada en oro. No tanto el lujo un poco fuera de lo común del ambiente como la atractiva prohibición de ir más allá de la cortina roja, le recordaron la antesala de Alejandro Farnesio en Roma e incluso la de Monseñor en Toledo. Pero la espera no fue tan larga como con papas y duques, porque la muchacha se asomó al instante y lo invitó a pasar a la habitación contigua.

Sentado sobre cojines, la rala barba tan larga y blanca como sus lacios cabellos canos, vestido en lana y pieles, un anciano tan antiguo como el mundo que parecía estar sumido en un reposo lleno de energía tenía entre sus manos y contemplaba con profunda atención la delicada empuñadura de la espada que Monseñor encargara expresamente a Benvenuto Cellini para obsequiar a nuestro héroe el día décimo sexto de su santo, la misma que creía haber perdido para siempre la trágica noche del naufragio.

Tuvo el impulso de abalanzarse sobre él y arrebatarle la espada, pero en un rapto de lucidez alucinada sintió que todo el ardor del impulso se concentraba en la inmotivada acción de prosternarse como si se hallara ante un rey o ante un ídolo sagrado. El viejo no le prestó atención, pues sólo tenía ojos para la espada y oídos para la muchacha, que le decía en su jeringonza algo que acompañaba con caricias, besos y sonrisas, a los que éste respondía con sonidos bárbaros y graves, como si su voz saliera desde el fondo de un abismo. La chica se sentó a su lado y dio a entender a nuestro héroe que no debía arrodillarse así. Sólo entonces el anciano fijó en él unos ojos ausentes y le habló con palabras ininteligibles. Nuestro héroe buscó la mirada de la muchacha y pidió ayuda con un gesto, pero el viejo insistió con otras voces bárbaras:

– Ist das Ihre Schwert, Herr? Verstehen Sie nicht meine Wörter?[4]

– …

– I mean this sword I hold…Maybe thou speak some English language, dost thou not?[5]

– …

– Lei parla la lingua di Dante, cavaliere?[6]

Nuestro héroe creyó comprender; pero como en Roma Monseñor le hablara y lo obligara a hablar todo el tiempo el fastidioso latín de los prelados, había aprendido muy poco de italiano, aunque lo suficiente como para responder lacónicamente en español:

– No.

– Loquerisne linguam latinam?

– Eam legere et scribere possum, sed loqui…

– Ubi es natus?

– Nescio.

– Unde venis?

– A Toleto in Hispania.[7]

– Tal vez prefiráis entonces, caballero, que hablemos en castellano[8]. Intentaba preguntaros si esta espada es vuestra.

– Así es, señor...

– Excelente acero. Y una exquisita orfebrería. –, comentó el anciano y volvió a sumirse en su abstracción contemplativa; aunque ya no observaba ni la espada –que descansaba sobre los muslos de sus piernas cruzadas–, ni a la muchacha ni al recién llegado: parecía mirar hacia adentro, en su propio interior, y desde esas enigmáticas profundidades proyectar la mirada perdida hacia una lejanía insondable.

Nuestro héroe esperaba inútilmente que el anciano profiriera las palabras que centelleaban en sus ojos salvajes.

Luego de una muda expectativa de larga incomodidad, que hacía más molesta aún la helada viscosidad de su atuendo todavía húmedo, él mismo se aventuró a callar el insoportable silencio:

– ¿Me concederíais tres preguntas?

– Si os las puedo responder…

– ¿Sois aquí el rey?

– No. –, contestó majestuosamente: – Ella es la reina. –, y abrazando con cariño a la muchacha, la besó.

Nuestro héroe le hizo una graciosa reverencia y volvió a dirigirse al anciano:

– Puesto que me atrevería a afirmar, caballero, que no sois de aquí, quisiera preguntaros por qué habéis venido a América.

– ¿A dónde decís que he venido? –, era el viejo el que interrogaba ahora, mientras un relámpago encendía sus ojos y preludiaba el trueno que vibró en su voz: – ¿Qué nombre dais a este lugar?

– América. –, balbució nuestro héroe con tal timidez que cada sílaba le hacía un nudo en la garganta.

– Pues os equivocáis. Jamás he oído nombre más ridículo. No soy de aquí, es cierto, pero también os confundís al decir que he venido.

– ¿Cómo se llaman entonces estas tierras? –, se apresuró a formular el joven la tercera y última pregunta, para dejar miles sin responder.

– Esta tierra es una sola, caballero, y es la mismísima Atlántida. Sed bienvenido.

El viejo calló y todos los quién, cómo, cuándo, porqués y otras mil dudas que aún no habían tomado forma de pregunta llenaron la angustia del nuevo silencio, arremolinándose en la aturdida mente de nuestro héroe, para quedar suspendidas con el humo dulzón del ambiente sobre la serena y muda fogosidad ingenua de la muchacha, sobre el silente letargo del anciano y sobre la temblorosa parálisis de su cuerpo amortajado en la humedad del vestido. Nadie profirió el más ínfimo sonido durante un hondo instante de eterna fugacidad: sólo la hoja de la espada brillaba con sigilosa elocuencia sobre los muslos del anciano. Debía romper ese ensordecedor silencio que lo anonadaba, pero cada intento de frase se clausuraba en un inevitable signo de interrogación.

Luego de un desmesurado esfuerzo, logró articular:

– Tal vez me haya apresurado un poco con mi última pregunta en detrimento de la que por cortesía debí hacer en un principio.

– Vos mismo os impusisteis el límite. Preguntad sin más restricción que la que la discreción os imponga.

– Creo que debí comenzar por presentarme y preguntaros vuestro nombre.

Los ojos del anciano volvieron a brillar, pero esta vez sin pausa entre el tronar de sus palabras:

– ¿Mi nombre, jovencito? ¿Mi nombre? De todas las preguntas que podíais formular era esa precisamente la que debíais haber evitado. ¿Os he preguntado el vuestro? ¿Os he preguntado quién era vuestro padre? ¿Os he preguntado por el anillo que escondéis junto a vuestro crucifijo? ¿Qué más os da si me llamo Marco o Pomponio; Juan, José o Judas; Óptimo, Simón, Santiago o Ezequiel; Karl, Roland o Giovanni; Paulus o Marcellus? En los largos años que llevo en estas tierras, he olvidado mi nombre verdadero. Procurad hacer lo mismo con el vuestro. Desde que venimos siguiendo vuestros pasos nos hemos conformado con llamaros joven o caballero; pues seguid siendo nuestro joven caballero, que como tal os apreciamos, y no se hable más del asunto. Esperaba de vos el gesto heroico de reclamar vuestra espada; pero como no os habéis atrevido, os la devuelvo como muestra de confianza. Ningún nombre os dirá quién soy y para vos, caballero, hasta que aprendáis a conocerme, sólo soy un hombre que os ofrece su hospitalidad.

Con resignada sorpresa recuperó nuestro héroe su espada y aceptó la hospitalidad que el anciano le ofrecía, y durante el resto del día en que la chica lo presentó al resto de la gente de su pueblo que habitaba la fabulosa morada que parecía constituir su pequeña corte o servidumbre y lo ayudó a instalarse en la que estaba destinada a ser su habitación, no le sucedió nada digno de ser contado hasta la caída de la tarde, cuando los sucesivos enfriamientos a los que se había sometido comenzaron a debilitar sus miembros fatigados y cayó enfermo. Dejémoslo padecer, agonizar, recuperarse, recaer y convalecer al cuidado de la muchacha y del anciano y que en su delirio febril los confunda con su institutriz y el obispo durante un largo mes del crudo invierno, que una vez curado ya lo ayudaremos a anudar los cabos sueltos de la historia para ir zurciendo los jirones de la trama.

*****



[1] A pesar de las imprecisiones topográficas de la narración, podemos afirmar con toda seguridad que se trata del río Paraná, cuyas aguas los personajes remontan por su margen derecha. Por lo demás, véase la nota 2.

[2] Llámase ombú a esta gigantesca hierba que semeja un árbol, de la que vuestra merced ha tenido oportunidad de conocer varios ejemplares de visita en el Río de la Plata; mas no así a éste que la historia refiere, en cuya búsqueda recordaréis nos perdimos en más de un laberíntico cañaveral.

[3] Si el autor no se extiende en la descripción de esta fabulosa morada, a donde volveremos a entrar en el Capítulo XV sin conocer más detalle, es porque a ello le dedica más de setenta versos en el canto undécimo de Lamentos, tribulaciones y fracasos…, que no transcribimos no sólo por su extensión sino también porque quisiéramos remitir al lector al minucioso análisis a que vuestra merced los somete en el estudio preliminar de nuestra edición en octavos de la epopeya.

[4] En alemán en el original: ¿Es ésta vuestra espada, caballero?

[5] En inglés en el original: Idem.

[6] En italiano en el original: ¿Habláis en italiano?

[7] Por razones obvias no traducimos estas líneas

[8] En castellano en el original.

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