viernes, octubre 20, 2006

Capítulo I

NAUFRAGIO[1]

Imaginad un coloquio y un silencio. Frases sueltas. Epigramas o agudezas de imprevisible desenlace. Afirmaciones en griego, en latín, en alemán, en francés, en italiano o en la lengua que dominéis. No os preocupéis por el significado, pues estamos inmersos en la confusión. Barruntad que, en medio del Mar Océano, sin más coordenadas que las permitidas por la sagacidad, un grupo de hombres interroga el horizonte. Abrid los oídos; sentiréis que saborean vuestras ocurrencias, aunque desconocen el origen de las palabras que las habitan. Consultad vuestro calendario: hoy es 17 de junio de 1548[2] y las estrellas aseguran que nos encontramos bajo el signo de Géminis. ¿Creéis en el zodíaco? No os mintáis y sed franco. Habrá tiempo para avergonzarse o arrepentirse. Conjeturad que la nave, averiada dos noches antes de que vuestros pensamientos comenzaran a soñarla, deja filtrar la desnudez del agua por intersticios todavía inadvertidos. ¿Cuántas horas estimáis que pasarán hasta que empiece a hundirse? ¿Una, dos, tres? Apostad, en ello estriba vuestra inteligencia.

¿Me habéis obedecido? Seguidme. Debemos aún errar de proa a popa para desenmascarar los detalles. Deducid ahora que –insoportable ya la presión– estalla el almacén. Podéis fijaros, si gustáis, en cuatro o cinco marineros que trepan con rapidez el palo de trinquete. Habremos de suponer que son supersticiosos. Comienzan los primeros gritos –¿lográis escucharlos?– y las primeras corridas. Creen necesariamente en un maleficio, un hechizo o el mero designio del demonio de la perversidad. Es probable que todos terminen muertos, pero si así fuere, no tendríamos historia. Insuflad un poco del soplo de vuestra alma sobre la desdichada embarcación. Dejaos llevar por el espíritu del viento. Apenaos, pues hay una mujer que llora, detalle que embellece el cuadro. Su nombre es Dolores, a pesar de que su esposo, un médico de quien nos ocuparemos más tarde, insiste en llamarla con diminutivos resonantes y en ponerse guantes de colores diversos para apuntalar su distraída memoria. También divisamos a un joven, gallardo, arrogante, brioso, que contempla la escena. Recita fragmentos del Cantar de los Cantares, pero lo hace en castellano y de vez en cuando murmura versos propios. Concentraos en sus labios y comprenderéis algunas voces. Quizá sea el héroe de esta historia. ¿Os atreveríais a negarlo? Podríais hacerlo si así os pluguiere, puesto que tenéis más para elegir entre el resto de los pasajeros: un clérigo, acompañado por un negro y un alemán, tres hugonotes y un caballo moreno, apodado Quirón. El joven detiene sus miradas sobre las fisonomías aterradas de los marineros. Se escucha una nueva explosión. Un camarote ha sucumbido a la tormenta y al ímpetu. Otro pasajero examina, impasible en su catre, un mapa y una esfera armilar. ¿Adivináis quién es? Mueve los dedos mágicamente y acaricia con su mano izquierda la sombra de un anillo o de algo que se le asemeja bastante. Tal vez os engañe la inclinación del objeto o la perspectiva. No es más que un problema matemático, como todos. La imagen se ha desvanecido. No queda sino la sombra de sus manos. La proyección se diluye en la niebla de vuestro intelecto y os encuentro de nuevo a la intemperie. No hace frío, pero el clima es desapacible e invita a dormir. Reflexionad. Aún no ha llegado la hora de que vuestros párpados obliteren el mundo. Estáis frente a un espejo. Las líneas de vuestro rostro se curvan, porque ahora el problema es geométrico. Estáis frente a un aguamanil. ¿Conocéis la ciencia de la óptica? Vuestras arrugas son ríos que surcan el líquido turbio y los pelos de vuestra barba son sierpes gigantescas. Con sólo acariciar el cristal con vuestras uñas habéis variado el curso del destino.

Leed en el fango.

¿Sois capaz de discernir las escrituras? Son las cosas que se apropian de los nombres y cobran vida. ¿Se mueve el suelo que pisáis? Es la agitación. Sosteneos. Alguien señala hacia la sinuosa superficie cerúlea, si bien la penumbra nos obliga a que su descripción sea pura retórica. No es difícil que descubráis un torbellino oscurísimo y una vaga materia que principia a tomar forma. Muchos se persignan. Admitid que hay un monstruo, un Leviatán, surgido de la nada, que embiste el barco. Se trata de una bestia informe, proteica, quimérica. El monstruo parece reírse –es una mueca melancólica, no sarcástica– y deja ver sus ojos casi humanos, pero regresa al abismo con prontitud. Ha hecho su trabajo. Estamos ante los momentos finales de un viaje que debió haber terminado de muy otra manera. Cerrad los ojos y desaparecerá la ilusión. Abridlos y comenzará la historia. ¿Qué surge en la maraña de agua entretejida? Vuestros adagios babélicos y la catástrofe. Deteneos. Sólo se conserva un bote para el salvataje, intacto, incólume, pero casi inaccesible. Tres hombres se arrojan en su interior y lo encabritan sobre la marejada, cual si se tratase de un precioso corcel. No les importa abandonar a sus compañeros de travesía. El joven español –¿lo recordáis?– se evade en sus recuerdos, ese otro mar no menos peligroso. Escucha rumores, que no siempre indican presencias. Creedme si os digo que la nave ha naufragado, que no todos han muerto y que las aguas habrán de bifurcarse. Vos y yo hemos nadado hacia la orilla barrosa y estamos exhaustos. Alcanzamos a ver al joven y repentinamente sabemos, debido al azar de los reconocimientos, que su nombre es Esteban. Está dormido o inconsciente. Un salvaje semidesnudo, necesariamente aborigen y pelilargo, aunque extrañamente lozano y solícito, le tiende una mano próvida profiriendo al cabo, en un dialecto incomprensible, exuberancias de real devoción. Parece decirle que es bienvenido, intenta explicarle que hay un peligro cerca, pretende esbozar un apremio intangible, prodigioso y maligno.

Mas la imagen se esfuma y otra vez estamos solos.

Imaginad que estáis a punto de morir. ¿Habéis pensado en ello últimamente? Bien podría ser que murierais al final de esta oración. Mas si seguís leyendo, estáis a salvo. Escupid un poco del agua que robasteis al Mar Océano y a otra cosa. Respirad. El aire de esta tierra es bello y saludable. ¿Ya estáis mejor? Os voy a poner a resguardo. Prestad atención. No os asustéis. Prometo recogeros en cuanto pueda.



[1] La versión original carece de esta arbitraria división en capítulos (y, por ende, de toda numeración e intitulado). La presente edición ha procurado corregir esta falta (entre algunas otras), a fin de organizar el azaroso ritmo de la lectura con la cadencia entrecortada de la historia.

[2] Tanto las fechas como los datos geográficos son confusos en el manuscrito. Es probable que abunden los anacronismos y las utopías.

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