miércoles, mayo 02, 2007

Capítulo XXVIII

¡PUTA QUE LO PARIÓ!

¿Te vas? ¡Eh! Di por qué. ¿Me di poco o te di poco? Ya estamos en el palacio. Lo que ves es sólo el revés de la trama. Comprenderías que nos hallamos detrás del tapiz de la Melancholia en Estrasburgo si pasases del otro lado. Mas no lo hagas. Tan sólo cree en mí como yo creo en ti. Quédate y ten la cuerda. Haz tal cual Concha que no la suelta, y atiende al oráculo de Pito[1].

Ved y ponedlo a consideración. Mirad a Esteban. Seguid sus pasos ¿Os sentís como él? Vos mismo visteis lo que ha sido el viaje. Sin embargo, tiene los pies hinchados como si hubiese venido caminando. Pronto ha de pasar del otro lado de la trama, va a atravesar el tapiz. Pero no lo hagáis vos. Quedaos de este lado y seréis espectador con la duquesa y Plagiè, que tienen sus motivos para no mostrarse en el castillo. ¿Veis al último? ¿Tiene los ojos en blanco o me parece a mí? Algo dice a nuestro héroe:

– ¿Por qué me interrogas inútilmente? No te enterarás por mí. Mas no te mentiré: si has de pasar del otro lado, lo verás por ti mismo.

Y en pasando, Esteban no alcanza a oír las últimas palabras («No hay más ciego que quien no quiere ver.»), porque se detiene a contemplar lo que ha entrevisto en la penumbra de la alcoba.

Jadeante y despeinada, desnuda y rubia, una esfinge sin secreto se contonea voluptuosa sobre el alborotado lecho. Mas nos da la espalda y aún ha de postergar la anagnórisis acostándose exhausta boca abajo sobre las mantas. Pero, ¿quién es ese otro ser que cuadrúpedo sale de la cama y que ahora que desnudo se incorpora sobre sus dos piernas más bien parece trípode? Un hombre, diréis; mas Esteban sólo tiene ojos para la mujer:

– ¡María!

– ¡Esteban!

– ¿Esteban?

– ¡Ignacio!

– ¿Ignacio?

– Santiago.

– ¿Santiago?

Santiago de Narváez y Albuera, para serviros.

– ¿Cómo es que estás aquí?

– He venido a buscar lo que me pertenece.

Mirad cómo Narváez se abalanza sobre sus ropas. Y no es por vergüenza de mostrar sus partes, por cierto. Ya lo veis: aferra la daga valenciana, mas Esteban le pisa la mano y tiene la punta de la espada pronta a hundírsela en el cuello:

– No estoy buscando el manuscrito.

– De nada te servirá entonces el anillo.

– El anillo se ha perdido, Ignacio.

– Santiago. Santiago de Narváez y Albuera.

– ¿O Amerigo Vespucci? ¿O Diego García?

– Jamás he tomado esos nombres.

– ¿Y quién se dejó olvidado a Néstor en el Nuevo Mundo?

– ¿Néstor? ¡Estás loco! Yo sacaba a Ezequiel de España cuando Néstor desapareció de la faz de la Tierra. Con un anillo que me dices has perdido…

– ¿Te olvidas de Sevilla? ¿Te olvidas de Francisco, conde de *?

– Jamás he estado en Sevilla. Pero no he olvidado al Orador Romano que quiso tirar mi cadáver al Rhin. ¿No era un Obispo?

Escucha, Narváez: no puedo perder más tiempo. Ya hablaremos en otra ocasión del manuscrito, del anillo y de cuanto quieras. No haya rencores. Deja la daga y yo soltaré la espada. En nombre de Ezequiel te lo pido; él me ha enviado…

Mas no vale la pena distraerse con los pormenores que ya conocéis, informado lector: vos cuidad de Plagiè y de la duquesa y tened firme la soga. Pero, ¿qué es ese alboroto?

Aun cuando no quieras, musa de mal agüero de los muertos, escucha mi voz, que es el fin de tu locura…

Oíd: son campesinos alsacianos que se llegan suplicantes a la puerta del castillo.

Mi ánimo está tenso por el miedo, temblando de espanto…

Escuchad: han vuelto a ver el monstruo en el río.

Si ya anteriormente conseguisteis arrojar del lugar el ardor de la plaga, presentaos también ahora…

– ¿Montresor? ¿El Cardenal de los Estados de Ultramar? ¿Ese puto advenedizo?

– El mismo.

– Pues déjalo en mis manos. Tenemos viejas cuentas pendientes.

– ¿Cómo dar con él?

El Cardenal de Lorraine lo espera en Metz la semana próxima.

– ¿En Metz?

– En la vieja abadía benedictina.

– Hay que matarlo.

– Déjalo por mi cuenta.

– Como prefieras, Narváez. Sólo te pido que ahora me dejes a solas con la dama.

– Es toda tuya. Pero permíteme al menos echarme la capa encima.

Y Narváez se retira por la puerta de la izquierda.

– ¡María…!

– ¡Esteban!

– Deja que te mire. No te cubras.

– …

– …

– ¡Niño! ¡Por el amor de Dios!

– Ya estoy crecido, señora.

– Podría ser tu madre.

– Mi madre murió al darme a luz.

– ¿Cómo puedes saberlo? ¡Suelta!

– Lo dicen los documentos que dejó mi padre.

– ¿Tu padre?

– El Conde. Monseñor era mi padre. ¿No lo sabías?

– Lo sospechaba.

– Él nos separó.

– Estaba celoso de ti, no lo culpes…

– Y yo que te creía casta, María.

– ¿Yo casta?

– Casta, virgen, pura…

– …

Vos mismo lo estáis viendo, curioso lector. ¿A qué referirlo? Oíd las voces que vienen del Rhin.

¡Ojalá le alcance un funesto destino por causa de su infortunada arrogancia! ¡Dadnos al monstruo…!

Pero observad ahora. ¿Habéis notado que se abre la puerta de la derecha? ¿Qué bailarín de comparsa entra tan ridículamente vestido?

– ¿Qué hacéis en mi alcoba, caballero?

– ¡Doctor!

– Oh, pero vaya feliz casualidad. Si sois vos. Finalmente habéis comparecido. ¿Tenéis el anillo, Estebanillo?

– ¿Nos conocemos?

– Haced memoria. No hace tiempo navegábamos por el mar Océano.

– ¿Dell’Orto?

– El mismo. Aunque tal vez nos hayamos conocido mucho antes. ¿Os dice algo el nombre de Otto Ausdemhintern?

Mirad. Esteban ha vuelto a tomar la empuñadura de la espada, pero tan sólo para extraer un rollo de papeles.

¿Cuál a ti, hijo, cuál de las ninfas inmortales te engendró, acercándose al padre Pan que vaga por los montes?

– Vos me trajisteis al mundo. ¿Es ésta vuestra firma?

– Tal vez. Pero eso no explica vuestra presencia en mi alcoba, joven. Los campesinos han vuelto a ver el Leviatán en el río y están nerviosos, ¿los oís? Tal vez vos podáis salir a explicarles cómo habéis llegado al palacio.

– ¿Y qué tal os parece la explicación de mi espada?

– Aguda y elocuente, caballero. Con cuidado. Me herís.

– Y os atravesaré de parte a parte, dell’Orto, si no respondéis a cuanto os pregunte.

– Lo haréis de todos modos cuando os responda.

– Os doy mi palabra. ¿Es ésta vuestra rúbrica?

– Una de ellas, una de tantas.

– ¿Con la que dais fe de la verdad?

– Con la que os cuido de la verdad, según lo juré a vuestro padre.

– Explicaos, dell’Orto.

– ¡Insensato! Os cegaríais, descargaríais en mí vuestra furia…

– Hablad o lo haré ahora.

– Preguntad. No os diré más que aquello que queráis saber.

– ¿Murió mi madre siendo doncella, como aquí consta?

– Vuestra madre tenía quince años cuando os dio a luz.

– ¿Atendisteis el parto?

– Lo atendió mi esposa, que era doncella entonces.

– ¡Ay, ay, ay, ay…!

– ¿Dónde está ahora?

– ¡Dolores! Despierta, Dolores.

– No dormía.

– No preguntes más, Esteban.

Pero observad. ¿Os habíais percatado de que Dolores estaba durmiendo bajo las mantas revueltas del lecho? Ah, estos alsacianos tienen costumbres realmente extrañas.

Allí, allí. El monstruo, la peste, la plaga. Lleva una mujer. Allí… La plaga.

– ¡Ay, ay, ay, ay!

Es el único que cambia su aspecto de cuantos seres se mueven por tierra, por el aire o en el mar…

– Preguntadle a ella, caballero. ¿Nos estabas escuchando, Dolores?

– Sí, señor.

– ¿Pues bien…?

– ¡Uy, uy, uy!

– ¡Perdóname, María, perdóname!

– No culpéis a mi esposa, caballero. Cumplíamos las órdenes de vuestro padre. Vedlo por vos mismo.

Mirad también vos, absorto lector: dell’Orto se nos acerca, y no es sólo por temor de la espada sino porque viene a hacer algo con el aguamanil que hace un rato mirabais de reojo. Ya Esteban ha comprendido todo. El doctor ha sacado un pequeño frasquito de la faltriquera.

– ¿Queríais saber? Pues bien: ved y ponedlo a consideración. Este elixir hace prodigios con los recuerdos de los hombres, con la memoria de los vivos y los muertos. Bajo la orden estricta de Monseñor, hubimos de administrárselo a vuestra madre en el último mes de su embarazo. Y tal es así que ella aun recuerda haber parido un niño muerto…

– ¡Ay, ay, ay, ay!

– …tal es así que vos no podéis recordar que los tres primeros años de vuestra vida, mi esposa y yo fuimos vuestros padres adoptivos. Pero mirad, vedlo con vuestros propios ojos. ¿Queréis recuperar toda la memoria de vuestro padre?

Mas Esteban nada puede ver. El doctor echa unas gotas del elixir en la jofaina. Mirad los círculos concéntricos. ¿Pero qué hace nuestro héroe? ¿Qué hace con el tapiz? ¿Por qué lo desgarra?

– ¡No te ciegues, hijo mío! ¡No te ciegues!

– ¡Sacadme de aquí! ¡Desterradme! ¿Dónde os metisteis, Plagiè?

El monstruo se ha ido, se va la peste, la plaga huye…

¿Y vos, lector? ¿No os pedí que no soltaras la cuerda? ¿Cómo os pudisteis distraer así? ¿Dónde están Plagiè y la duquesa? ¡En qué cúmulo de terribles desgracias ha venido a parar nuestro héroe! ¿En qué va a terminar todo esto? Ya no se puede confiar en nadie. Ay, lector, lector… ¿Qué vamos a hacer ahora?

*****



[1] Desde Homero se conoce a Delfos como Pito (=Pυqoi; i.e. Pýtho, y no Puto, como transliteran algunos), porque fue donde Apolo venció al dragón indígena Pitón. No obstante, puesto que estamos lejos de Grecia, a mi entender el sentido figurado resulta evidente.

No hay comentarios: