lunes, mayo 21, 2007

Capítulo XXX

LOS MOTIVOS DEL LOBO

–¿Estáis de acuerdo con esa idea?

El grito, profundo y fantasmal, provenía de algún recodo de las tuberías, aunque parecía surgir de la misma superficie de la jofaina. No era la idéntica voz penetrante que había escuchado durante tantas noches, lo que explicaba que al fin había llegado al grado más alto de la escala del ser.

–Lo estoy con todas las que me sirvan, Monseñor.

–¿Aún a riesgo de perder vuestra identidad, vuestro bien y vuestra vida?

–Estoy dispuesto, con tal de vengarme.

El castillo entero estaba sumido en el silencio. Ni siquiera se escuchaba el sonido hueco de la penumbra, ni el consabido canto del búho ni el gorjear del cuervo, ni el aleteo de los murciélagos ni el masticar de las ratas. El orbe yacía recogido, como si estuviera expectante de la bifurcación de la fatalidad.

–Pues bebed del dulce néctar de las quemadas flores y luego partid, mas no os demoréis ni un instante, que el tiempo, una vez hayáis tomado el ardor del aguamanil, no estará de vuestra parte.

–Lo haré, Monseñor. ¿Mas luego?

–Luego seréis otro y ya no os importará haber nacido o haber muerto. Cualquier suceso, cualquier incidente que os ocurra, será para vos un sueño, el delirio perenne de un loco que no quiere resignarse a su estulticia. Obtendréis, a cambio de vuestro servicio, la nueva vida, en otro siglo, en otro mundo.

–Y esta vez...

–Esta vez será eterna, os lo prometo. Esta vez, tras el largo manto de la muerte reinaréis y os reiréis, con mirada suficiente y perpetua, sobre las sepulturas ya deshechas de vuestros enemigos, que para ese entonces no serán más que polvo.

Una sonrisa se dibujó en el rostro del médico. Ya había pactado. El otro, inefable, supremo, altísimo, se ocuparía de Óptimo, y había jurado que pagaría una a una sus perversidades. Sólo restaba escudriñar qué habría de ser de los demás, aunque más no fuera para satisfacer su desdén y su afán futuro de omnisciencia.

–¿Cuánto tiempo pasará hasta mi regreso?

–No os puedo dar todas las certezas. No soy Dios.

–¿Acaso no sois...?

–Callad, por vuestro bien. Yo os prometo que llegará el día en que diré fiat lux y verás de nuevo el amanecer. Y os aseguro que ese instante será el más bello de vuestra existencia.

–¿Y Dolores?

–¿Esa puta? ¿A qué os preocupáis por la perra? Será entonces lo que fue siempre, una hechura de carne despreciable, ya podrida, ya absorbida por los miasmas de este mundo.

–¿Y María?

–No mencionéis ese nombre, os lo ruego. Ella pecó por la paga y en consecuencia pagará por pecar.

–Sólo me queda uno de quien saber su destino. Ese bastardo español, engreído y soberbio, que abusó de mi hospitalidad y hoy mismo ha descubierto la hierática fuente de la que provenís.

–Será condenado y no lo salvará esta vez su astucia. No dudo en que intentará develar el secreto, mas no contará con la ayuda de su Lulio, ni podrá interponerse en el camino. Expiará con su carne el haber querido profanarme. Una vez que vos partáis, él partirá también, aunque jamás hallará el sendero que lo regrese a la tranquilidad y al sosiego. Narváez morirá[1], y de la peor manera.

–Acepto, entonces.

–Bebed.

Dellhorto juntó sus manos, las sumergió en el agua turbia de la pila y bebió. No supo ya qué hacía ni quién era cuando volvió a mirarse en el espejo. Su rostro había cambiado: ya no era el de un médico culto y escéptico, sino el de un vulgar sirviente. Su cuerpo, antes de talla germánica y porte lozano, parecía ahora el de un pobre y viejo criado abatido por los años. Hasta sus ojos, cuyo verde brillo había alguna vez seducido a las mujeres, se mostraban ahora apagados y vacíos, oscurecidos y débiles, como dos piedras curtidas por las cuitas y el cansancio.

–Te llamas Simón. –dijo la voz del agua.

–Simón.–repitió D’ell Orto.

–Simón de Montresor.

–Simón de Montresor.

–¿De qué vives, Simón?

–No lo sé.

–Eres tonelero.

–Eso soy.

–Lo has sido siempre.

–Siempre lo he sido.

–Irás, ahora, por el camino oeste de Estrasburgo, guiando tu carro, repleto de toneles de vino.

–Mi carro está repleto de toneles de vino.

–Así es. Sin embargo, conducirás mal, porque beberás el contenido de un tonel, aquel que está marcado con la palabra Rache[2].

–Venganza.

–Exacto. Lo beberás hasta la última gota y luego sufrirás un accidente, que os ocasionará la muerte.

–Moriré.

–Lo harás. Pero no antes de esperar que un hombre, quien a pesar de serlo camina como hembra, un marica de pelos rizados, retacón, cubierto de polvo y tierra, apurado, te vea.

–Esperaré a que ese hombre me vea.

–Y una vez que lo haga, tu carro volcará.

–Y moriré.

–Sí, mas deberás aguardar a que el hombre te interrogue.

–Esperaré.

– Le dirás que cuide de tus hijos.

–¿Tengo hijos?

–Los tendrás, algún día. Por si acaso, le dirás que cuide de tus hijos.

–Eso haré.

–Y luego, un instante antes de morir, le revelarás tu nombre.

–Mi nombre.

–Eso es. ¿Recuerdas cómo te llamas?

–Sí.

–Dilo.

–Simón de Montresor.

–Vete, pues, y cumple tu papel. Cuando nos volvamos a ver, yo cumpliré con el mío.

En ese instante, el día se enseñoreó sobre el castillo. Narváez despertó y sintió a su lado a María y a Dolores, tal cual se habían dormido, o al menos así lo había supuesto. Percibió un líquido cálido que se derramaba entre sus piernas y creyó que, una vez más, había sido el juguete de las hembras en su ensueño. Se sonrió, satisfecho de sí mismo, pues la Providencia había querido que sus órganos actuaran aún cuando su alma reposaba. Sin embargo, cuando se incorporó para vestirse, notó que el líquido, que aún lo acariciaba, era rojo y abundante. Las dos mujeres continuaban dormidas y de sus espaldas brotaba la sangre. Narváez se acobardó. Intentó llamarlas, suavemente, como si creyera despertarlas de una pesadilla profunda. Primero a María, la de los labios de fuego, luego a Dolores, la de los besos de adiós. Mas no había caso. Con una mueca de asco, quizá de tristeza –al fin y al cabo, algo de amor hay cuando se entrega el cuerpo–, Narváez descubrió el acto incontrastable, desnudo, crudelísimo. Ni María ni Dolores poseían ya la dulce boca, el largo paladar y la alba lengua. No es que sólo estuvieran muertas. Sus cabellos, rubio y negro sobre los blancos senos, ya no aparecían.

Narváez, iluso, sorprendido, se resignó a los hechos. Habían sido decapitadas, y él, trémulo y macabro, tenía un puñal ensangrentado en su mano.

*****



[1] Hierba mala nunca muere.

[2] Raquel.

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