miércoles, mayo 09, 2007

Capítulo XXIX

BROKEN THREAD

Tomó la daga, que en ese momento pesaba más que diez toneles de vino, saltó sobre el caballo y recorrió nueve millas a galope tendido. No desesperó de apearse en la primera venta, más allá de que las pulgas le escocieran las nalgas. Pasó la encrucijada, respiró hondo aunque insatisfecho el aire purísimo de la campiña y espoleó a la bestia con saña. Disparado, flecha de mugre acopiada en la golpiza, continuó hasta que la noche y el animal reventaron al unísono, mezclando en una misma perspectiva –la de su mirada– la escarlata escupida de los belfos y la blancura turbia de la luna. Gemía venganza, extendido a la vera del camino, cual cerdo condenado. Se sentía grasiento, sucio, maloliente. Su túnica hecha jirones apenas le cubría el cuerpo. Nada tenía ya, excepto la daga que palpaba al costado del vientre y que ni siquiera era suya. Un cuchillo valenciano, cuya forma fementida denunciaba a su dueño. Caminaba y corría o corría y caminaba por el sendero estrecho que la última visita del rey de Francia había elevado, paradoja de los decretos dinásticos, a la categoría de camino real. Y sin embargo no divisaba en la lejanía al otro, cuyo carruaje le llevaba dos horas de ventaja. O quizá más. Había perdido la noción del tiempo con la penúltima trompada antes de desmayarse y con la última había resignado el espacio. Sólo recordaba las palabras sarcásticas de su verdugo –el hijoputa Narváez, quién más si no– en el momento en que su testa ensortijada y melosa, meliflua y rulienta, rebotaba contra el suelo seco. “Te partiré la cabeza en dos –había dicho– y continuarás siendo un vizconde, sí, pero uno demediado.” A su lado, azulados, yacían ya inútiles el alemán y el negro, ambos atravesados como marranos y el primero murmurando aún mein Gott! y suplicando una misericordia improcedente. Habráse visto semejante violencia.

Debía alcanzarlos. El pérfido español estaba al tanto, ya, de la muerte del viejo. Y no estaba solo. Alguien más lo secundaba y no obstante no haber visto el rostro de nadie excepto el del asesino, innecesario era ser demasiado inteligente para percatarse de que el verdadero jefe e ideólogo del asunto era Cáceres y Plagié. Ya estarían los dos en América riéndose de sus barbas. Pretendían abusar de la velocidad de los hechos para hacerse con el anillo, si bien éste, como todos los objetos mágicos, había tenido la delicadeza de perderse entre los pliegues de la trama y de las nominaciones apócrifas. Pero la víctima desconocía lo que había sucedido, así como los sucesos desconocían a la víctima. Se trataba de un axioma recurrente en la historia. El problema, si lo había, era que en el presente caso la víctima era él, que normalmente ejercía el papel de victimario.

Mientras se acomodaba el molar partido, recordaba sus reclamos de hembra:

–Sarasa, marica, bujarrón, a mí has de venir con engaños y sutilezas de monje.

–Qué lenguaje elevado.– se escuchó decir.

–Lo aprendí de una puta, como tu madre.

–Soy hijo del vientre de María[1].

–A otro poeta con ese verso. Historias aparentes todo el tiempo. Horizontes artificiales cuando el que busco es el verdadero. Este asunto de sembrar el camino de pistas falsas es una estratagema de hereje traidor, no de hombre de bien.

–Jamás dije que fuera un hombre de bien, Narváez.

–Nadie lo hubiera creído, y bastaba para ello quizá con que afirmarais que erais un hombre.

Ante la posibilidad del fracaso uno termina resignándose. Simón de Montresor, ahogado ahora en su desdichada imposibilidad, se refugió en la memoria. Sus pies sangraban y ni siquiera contaba con la infinita beatitud de Dios en este paraje en el que estaba perdido. ¿Cómo viajar? ¿Cómo llegar al Nuevo Mundo con la presteza del rayo e impedir que el otro lo aventajara? ¿Cómo apoderarse del pasaje secreto de Estrasburgo si no contaba ni con un mero rocín?

–¡Mi toga por un caballo!– exclamó.

Estaba entregándose a la definitiva muerte cuando distinguió a lo lejos un carruaje volcado. Parecía el mismo en el cual Narváez había huido, pero sin embargo, luego de hacer un postrero esfuerzo y correr durante un lapso de tiempo que le pareció eterno, la imagen se fue haciendo cada vez más cercana y comprensible, como en una lente cuyo aumento fuera proporcional a la ansiedad de quien la utiliza. No era un carruaje, era una carreta, y a medida que la cercanía le permitía discernirla su olfato comenzó a sentir un fuerte olor a vino, lo que era un índice seguro de su función y contenido. Era la carreta de un bodeguero. Quién sabe por qué extraña razón la Providencia la había hecho volcar, pero ahí estaban sus caballos de tiro, dispuestos a servirle. Montresor apuró el paso, ya no le importaba que sus pies sangraran ni que la eventualidad de alcanzar al mal nacido español fuera más que remota. Mientras tuviera una posibilidad habría una esperanza. No habría de caer en ese aforismo pusilánime que había escuchado alguna vez de boca de su confesor: “Hay esperanzas, pero ninguna para nosotros”. No. Él sería el vencedor de la muerte, el guardián del tesoro, el señor de la guerra, el caballero esperado por el aliento virgen de la sabiduría absoluta, princesa de las diosas. Además, el caminar lo reconfortaba. Todo el lugar estaba repleto de toneles de vino. El líquido calmaba sus pies. El aroma lo sosegaba. Se agachó y haciendo fuente con su mano derecha bebió del suelo. El vino era exquisito. Soltó una carcajada triunfal. Había recuperado su natural optimismo. Iba a enloquecer. Quizá el efecto tardío de los golpes aunado a su desesperación produjo la suma requerida para que se sentara a beber hasta emborracharse y gritara como un loco.

–¡Está repleto de toneles de vino! ¡Está repleto de toneles de vino!

Sólo después de saciarse, reparó en que el pobre tonelero yacía con el torso aplastado debajo del carruaje. Montresor se aproximó y contempló sus piernas agonizantes, mientras brindaba a su salud. Había algo extraño en el cuadro, un elemento disonante, extemporáneo, impropio. Eran las botas. El tonelero tenía una bota nueva –la izquierda–, apenas manchada por el polvo del camino, como si la acabara de estrenar. En cambio –y por contraste– la bota derecha era viejísima y olía tan mal que ahuyentaba los efluvios del alcohol. Pero a qué preocuparse por un par de chanclos. El hombre agonizaba y Montresor pensó que no era tanto su deber cristiano como su derecho a averiguar de dónde provenía el bellísimo fruto de Baco lo que lo obligaba a socorrer al moribundo. Hizo una cuña con los restos de un tonel, levantó levemente la carreta y tiró del cuerpo. El rostro del pobre infeliz estaba destrozado. Sólo se escuchaba su respiración acompasada.

–Amigo, –le dijo Montresor– acabas de impedir el mayor crimen del mundo. Tus caballos salvarán la causa de Dios. No temas, rezaré por ti para que tu alma gane el Paraíso. Dime cómo te llamas.

El moribundo quiso hablar, pero su voz se apagaba entre los coágulos de sangre. El vizconde juntó un poco de vino de uno de los toneles con un cacharro que yacía junto a la rueda y le mojó el rostro.

–Cuidad a mis hijos. –murmuró el tonelero.

–Lo haré, hermano. Quédate tranquilo y descansa en paz. Pero dime, ¿cómo te llamas?

–Mi nombre es...

Un acceso de tos, seguramente producto de la sangre acumulada en los pulmones, le impedía terminar la frase. Montresor esperó.

–Mi nombre es...

–¿Sí?

–Simón de Montresor. –concluyó el tonelero, y expiró.

*****



[1] No es la Puta, sino la Virgen.

2 comentarios:

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