domingo, junio 10, 2007

Capítulo XXXII

LO REAL

¿Y?

¿Quién soy, al fin y al cabo, si no el producto de vuestros sueños?

Imaginad un acantilado. Ya es hora de que os arrojéis al abismo. Las rocas, desde la posición del narrador duras pero impenetrables, apenas figuración de un plano superpuesto, golpean mientras caéis. Contemplad la sangre que se desmiembra en el inverosímil suelo, moldeando riadas serpenteantes que delinean el acontecer de las cosas. Es vuestra. Estáis agonizando. Estáis a punto de perder lo poco que os queda de vida. ¿En qué pensáis? ¿Acaso en ese beso que no supisteis dar a tiempo? ¿Acaso en vuestra madre, si tuvisteis la dicha de tenerla? Una moneda, óbolo circunstante, circunvolado, citadino, circunflejo, gira perpetua en el horizonte que no llegáis a divisar. No la alcanzaréis jamás, puesto que las haciendas, las riquezas, las pertenencias, las posesiones son miasma de los hombres, enredo, greña, intrincamiento y rebujo enajenado. Enojoso, enhiesto, habéis sido creado para la adversidad, y hacia ella vais. ¿Quién soy yo sino el Ángel de la Destrucción? ¿Y quién sois vos sino el oro corrupto que trasiega las almas y los cuerpos? Vanitas vanitatum, dice el Eclesiastés. El verdecer vergonzante de la carne. El traslado imperativo, anonadado, de los umbrales a los fines y de los confines a los abismos. La superposición antitética de las partes y el todo en el enigma especulado del estilo. Podréis figuraros que no digo sino naderías, migajas de retórica abstrusa. No obstante ello, estáis en el abismo. Precipicio, barranco, sima, despeñadero, acantilado, pozo, fosa, oquedad, cavidad, hondura. Infierno o piélago, infinitud o vacío. Llamadlo como queráis o queredlo cual lo llaméis. Os lo aseguro. No habéis aprendido nada en absoluto y como obsequio recibís la máscara del bufón. Tomad el chicote y a otra cosa. ¿Que no deseáis reíros? ¡Actuad, villano! ¡Representad vuestro ínfimo papel! ¿Os atreveríais a discutir la palabra de Dios? Esa sombra que se acerca no es de este mundo. No es vuestro padre, ni vuestro reflejo oscurecido de pasado. Yo intenté advertíroslo, si bien más con mis acciones que con mis parlamentos. No quisisteis escucharme. Ahora, mientras vuestro cuerpo yace inerme sobre el musgo, ya es tarde. Es mi deber, sin embargo, informaros lo que vendrá. Es mi derecho. ¿Qué os han dicho? ¿Creeríais por ventura que no soy yo? ¿Aceptaríais una fórmula lógicamente contradictoria: Yo no soy el que soy? Permitidme que dude. Confío en vuestra intuición.

¿Y?

Puesto que me ponéis en el lugar del escritor, no me queda otra salida que recurrir al lenguaje. Vaya engaño. El puñal es más certero, rápido, efectivo, cómodo. Si todos sabemos que después del sacrilegio de Nemrod no es mucho lo que se puede hacer. Pero vos sois zafio. Os amarrasteis a lo largo del camino a mi pluma, cual si fuera el palo de trinquete de un pecio moribundo – ¡Judas de la memoria, Bruto de la inteligencia!–, como si no supierais que no hay objeto más traidor. ¿Y qué esperáis ahora, un punto final, un colofón oportuno, axiomático y palpable, quizá el cierre de la trama? Pues no hay tal. No me disgustaría demasiado ilusionaros con estratagemas de monje, a las cuales, por lo demás, estoy enteramente acostumbrado. Y si bien lo miráis no otra cosa ha sido lo que habéis leído. ¿Quién soy yo para satisfacer vuestras demandas? Quizá el asunto marchara a las mil maravillas si estuvierais en presencia de Narváez, pues él, bien lo sabéis, es aficionado a las salidas teatrales y a los golpes de efecto. Mas no es mi caso. Yo no soy sino un escoliasta, que cifra con paciencia y sin deseo de gloria alguna los papeles que dan cuenta de la historia. También soy un personaje, en efecto, e incluso una persona. En definitiva, no es muy burda la diferencia entre una máscara que habla y una máscara muerta. ¿Quién, os preguntaréis, se apropia del histrión, quién se disfraza? Ya os dije que no el español. ¿Montresor, ese necio afeminado? Grotesco ha sido, es cierto, pero su clave no pertenece a la cuna de la Idea. Auch nicht, auch nicht. Obviamente tampoco alguno de los que ya han cesado, puesto que sería demasiado inverosímil y una de las cosas que odio, además de a vuestra nariz, que es intrusa y fisgona, es el fatal repudio de la realidad. Es una costumbre de moda, un espíritu de época. Yo creo, en cambio, en la verdad y en el libro de la naturaleza, en la sagrada escritura que Dios ha puesto sobre la creación. Es la piel que brota sobre los elementos. Lo que vos veis. Yo puedo rastrear los signos y remontarme a las profundidades. Pero no gasto para ello mis energías, sino que bástame con moverme por medio de las palabras de los otros. Ya la historia ha sido escrita y nada ha variado desde que hemos sido condenados a este simulacro de infierno. ¿Por qué creéis que Dios nos expulsó del Paraíso? Para condenarnos a la repetición perpetua, al enigma invariante que algunos, muy tontos o muy felices, suelen transformar en historias. No es mi deseo, no es mi caso, no es mi mundo. Aparezco aquí, en segunda y última instancia para hablaros, pero esta vez habré de ser sincero con vos, lector. Es probable que nada de lo que se os dijo en las páginas precedentes sea verdad. ¿Acaso es mi culpa? Claro que no. Yo hice todo lo posible por ser fiel a mi intelecto y respeté, en cuanto pude, el hilo de Ariadna que os condujo hasta aquí. Agregué mis notas, no extirpé sino las vaguedades, y aún así, como pudisteis ver, no fui capaz de lograr una coherencia perfecta. Lo lamento por vos. He de cerrar el libro, de algún modo. He de poner, en algún momento, mi firma. Colocaré el manuscrito en una botella y lo lanzaré al mar para que el afortunado –que sois vos, dado que estáis leyéndome– dé con él. Aquí se acaban los tapujos y anochecen los acertijos. Aquí, bajo estas palabras, se terminan las bifurcaciones. El aprendizaje, cuando lo hay, es lento y paciente y este recorrido por los dos mundos, que no es más que una representación del que jamás sucedió, debería mostraros que el camino final a todas las cosas sólo conduce hacia la nada, pozo y cenit de mis elucubraciones, anagrama del comienzo y de la continuidad.

No hay dos mundos, ni tres, ni cuatro, ni infinitos.

No hay más lugar en esta tierra que el que ocupáis ahora, quizá sentado cómodamente en vuestro lecho, del que acabáis de despertar de un perverso sueño.

Desconfiad siempre, por si acaso. Pues todo, absolutamente todo, es falso: orbes, ríos, bestias, islas, selvas.

Tasad, experimentad: risas, tristezas, ilusiones, universos, senderos.

Corred. Huid. Leed.

Un solo mundo, utópico, no debería intimidaros.

*****

2 comentarios:

Anónimo dijo...

...eres nube, eres mar, eres olvido y eres también aquello que has perdido.

Anónimo dijo...

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